La Jornada domingo 13 de septiembre de 1998

Arnaldo Córdova
La enfermedad del tremendismo

El debate público siempre será necesario, indispensable, para entender lo que sucede en nuestro entorno social. El intercambio de ideas e información y la discusión son irremplazables, aunque no siempre se lleven a cabo como uno desearía o como uno a veces lo necesita. Es más, creo que nunca se dan así. Pero hay algo que siempre molesta cada vez que la crítica o el análisis se enfrentan a nuestros grandes problemas. A veces son los juicios definitivos y de última instancia, que no dejan lugar para la claridad de planteamientos y menos aún para la comprensión de la realidad. Otras, simples ocurrencias geniales a través de las cuales se descalifica el debate mismo.

Si uno busca situarse en el medio, para poder entender objetivamente y sin prejuicios lo que se afirma o se propone hacia los extremos, corre el riesgo de aparecer como un oportunista o, peor aún, como enemigo jurado de cualquier charlatán que se ostenta como el poseedor de la verdad. A mí en lo personal no me escandaliza eso. Me preocupa, sin embargo, que la discusión se oscurezca y se desvirtúe el debate sólo porque, oyéndose a sí mismos, muchos ni siquiera reparan en lo que dicen los demás y se encaminan fácilmente hacia la intolerancia y a la descalificación.

Para entenderlo basta tan sólo con ir a los temas que se debaten. Tal parece, como lo dijo hace poco uno de esos charlatanes a los que me refería antes, que la única atalaya para examinar los problemas sea una posición radical. Sólo desde los extremos se puede llegar a la verdad que todos buscamos. En el asunto de Chiapas, por ejemplo, sólo parece haber dos posiciones: o se está contra el gobierno o se está contra el EZLN. Para quienes, como yo, no está contra ninguno de los dos o está contra los dos, resulta de verdad embarazoso analizar el conflicto, porque no se sabe qué callos se van a pisar.

El debate sobre el cuarto Informe de Gobierno del presidente Zedillo, francamente, me pareció de una pobreza intelectual y de miras asombrosa. O se condenaba al primer mandatario o se le eximía de toda culpa. No había término medio. Desde el centro (que no desde el justo medio aristotélico), desde la derecha o desde la izquierda se buscó ver, ante todo, las debilidades del titular del Poder Ejecutivo y, al parecer, a nadie le gustó lo que dijo en su mensaje ante el Congreso. Los priístas, como bien lo sabemos, están sólo para ensalzarlo. Pero los demás, por lo que se vio, están sólo para vituperarlo.

Los partidos de oposición fueron muy duros con el Presidente. A lo largo de su trayectoria han cometido errores de verdad infantiles, y sus dirigentes y voceros parecen siempre perder la brújula cuando se trata de dar un diagnóstico sobre los problemas que acosan a la nación. De hecho, en mi opinión, ello se debe a la juventud de nuestro sistema de partidos. Ellos deben todavía andar mucho camino para que se conviertan en fuerzas protagónicas y en verdaderas opciones de poder. El PRI no acaba de convertirse en un auténtico partido político; los oposicionistas no acaban de madurar. Tienen en fin, todos ellos, muchos defectos que deberán superar para que la democracia se convierta en una realidad en nuestro país. Para bien o para mal, de ellos depende todo.

Pero resulta que nuestros partidos son el blanco favorito de muchos críticos inconsistentes que olvidan muy a menudo lo que es un partido político y también un sistema de partidos. Gozan culpando a los partidos de todos nuestros males.

A veces, no les gusta ninguno; a veces, las más, hacen escarnio de los partidos opositores. Para muchos, la verdadera impulsora de nuestro avance democrático ha sido la llamada sociedad civil. Yo estoy convencido de que no es así. Han sido nuestros partidos (incluido el PRI) los que lo han hecho posible y los que han llevado de la mano a la sociedad en el proceso inacabable de su pluralización (si se me permite la expresión). Tomar como ejemplo denigratorio de los partidos lo que hacen sus grupos parlamentarios o sus rencillas internas es, sencillamente, superficial e inútil. Deberíamos alegrarnos y no lamentarnos de que hoy haya verdaderos partidos de oposición y el principio de un sistema de partidos.

En el debate político padecemos una vieja enfermedad que, al parecer, nos es común a todos: el tremendismo. Siempre estamos llevados a los extremos. El Presidente carece de todo poder. Los partidos no son más que grupillos de rijosos inconscientes. Chiapas sólo acabará cuando el EZLN o el gobierno impongan sus condiciones.

El problema del Fobaproa sólo terminará cuando sus pasivos se conviertan en deuda pública o cuando los pillos que medraron con él sean metidos a la cárcel. El nuevo programa de seguridad no sirve para nada o es la varita mágica que nos permitirá acabar con la delincuencia organizada. Y así por el estilo.

¿Cómo debatir si todos nos vamos a los extremos?