La Jornada 13 de septiembre de 1998

MAR DE HISTORIAS ¤' Cristina Pacheco
Las Cuatro Mosqueteras

La ola de viajeros presurosos me obligó a retroceder. A la distancia puede mirar a Olga y a Clara dándole el último abrazo a Estela y murmurándole palabras al oído. Me hubiera encantado que fueran las clásicas recomendaciones que se hacen a los que se van -``No dejes de escribir, o al menos de hablarnos'', ``promete que harás lo posible por regresar el año que viene''-, pero intuía que no era así. Luego, por la forma en que mis amigas y yo nos despedimos, comprendí que al irse Estela quedaba para siempre deshecho el grupo de Las Cuatro Mosqueteras.

Lo habíamos formado desde la época de la secundaria. Después, cuando nos separamos para vivir cada una su propia historia, lo conservamos mediante llamadas telefónicas regulares y encuentros cada vez más ocasionales, pero siempre llenos de emoción y ternura. Aunque Estela ya no vivía en la ciudad, también estaba presente en nuestras reuniones porque todas recordábamos su ingenio y sus capacidades histriónicas.

Cuando la evocación de nuestra amiga no era suficiente para sentirla cerca, corríamos a llamarla de larga distancia. Excitadas, nos arrebatábamos el teléfono para contarle nuestras novedades y exigirle que nos diera las suyas: desde si traía el cabello corto hasta los alcances de su vida sentimental. Las descripciones en este sentido nos arrastraban a una euforia incontenible, histérica, a la que le ponía punto final el sentido práctico de Olga: ``Chicas: recuerden que cada minuto cuesta''. Antes de colgar le arrancábamos a nuestra Dartañana la promesa de visitarnos pronto. La cumplió en septiembre pasado. Cuando fuimos a recibirla al aeropuerto, jamás imaginé que ese punto de encuentro sería también el de la separación definitiva.

II

Estela rechazó el ofrecimiento de alojarse en la casa de alguna de nosotras: ``Un hotel será más cómodo para mí y para ustedes.'' En las semanas que duró la estancia de nuestra amiga en la ciudad, Olga, Clara y yo vivimos por horas las experiencias del turista. Nuestros recorridos concluían en la habitación 214, hasta donde los meseros nos llevaban botanas y bebidas.

Descalzas, abandonadas en los sillones o en la alfombra, acosábamos a Estela con preguntas. Respondía desplegando la bellísima voz que le permitió ostentar el título de declamadora oficial en nuestra secundaria. Por la forma en que nos describió su casa, su ritmo de trabajo en la clínica de adelgazamiento y -otra vez- sus amores, nos dimos cuenta de que la vida provinciana no había demolido su extraordinaria habilidad para construir el mundo con palabras. Lástima que la haya desplegado para envenenar los lazos de una amistad que había soportado todas las pruebas -el paso de los años, las crisis personales- pero no resistió la capacidad de intriga de nuestra Dartañana.

Al término de una visita a la habitación 214, Clara se ofreció a llevarnos a nuestras casas. Viajamos un buen trecho en silencio hasta que nos reveló sus pensamientos: ``Yo no comprendo que Estela se haya ido a ese pueblacho inmundo cuando aquí habría podido hacer carrera en el teatro o en la política''. Olga secundó el comentario: ``A mi también me da pena ver tanto talento desperdiciado''. Me pareció que estábamos hablando mal de Estela y decidí darle otro giro a la conversación: ``Mejor no opinen. Ella es feliz en su vida, aunque quizá sus romances no sean tan reales...'' Saqué mi conclusión al recordar el aspecto de Estela: no era el de una persona enferma pero sí el de alguien muy desdichado.

III

Creo haber sido la primera víctima de la infelicidad de nuestra Dartañana. Una tarde llegué al hotel antes que Olga y Clara. Estela propuso que bajáramos a esperarlas en el bar. Allí me preguntó por Joel. Le contesté con una frase que reflejaba el buen estado de las relaciones con mi esposo: ``Creo que pasaremos el resto de nuestra vida juntos''. Estela me acarició el hombro: ``No sabes cuánto me tranquilizas''. La frase me desconcertó y mi amiga se apresuró a explicarse: ``Por lo que me dijo Clara en el teléfono, pensé que tu esposo y tú estaban tronando''.

Mi desconcierto se transformó en temor: ``No sé a qué te refieres, ¿de qué hablas? Si sabes algo, dímelo.'' Ahora comprendo que había una enorme teatralidad en la forma en que Estela se inclinó hacía mí y me relató al oído escenas espantosas de las que Joel y yo éramos protagonistas. Cuando terminó tuve que preguntarle, horrorizada, de dónde habría sacado Clara una historia en la que me era imposible reconocer un solo viso de verdad. Estela calló, dividida entre creerme o hacerme la revelación completa. Optó por un recurso intermedio y más nocivo: ``No se lo pregunté porque no creí que ella pudiera inventar semejante cosa, pero es muy posible que haya sido Joel quien le hizo las confesiones''.

Me pareció perverso que todo estuviera sucediendo cuando Joel estaba de viaje y me era imposible pedirle una aclaración inmediata, a no ser que lo fastidiara con un novelesco interrogatorio telefónico. ``Cuando regrese le preguntaré'', dije. Estela se concentró en su taza de café antes de asestarme otro golpe: ``¡Quizá se vieron a solas''. Con el rabillo del ojo comprobó el efecto terrible de sus palabras y procuró enmendar el efecto: ``Bueno, es sólo una suposición. Vamos a olvidarla, ¿qué te parece?''

Le pedí que no se preocupara por mí y le aseguré que Joel y yo éramos dichosos. Estela se convirtió en una especie de casamentera dispuesta a brindarme su consejo: ``Pues no lo digas demasiado porque no faltará alguien que codicie tu felicidad y te la quiera quitar''. Otra vez segura de mí misma le confesé a Estela que descartaba el hecho de que Clarita anhelara mi vida: ``Si vieras lo contenta que está y eso que aún no ha podido cumplir su sueño: tener un hijo''.

En ese momento aparecieron en la cafetería las otras dos Mosqueteras. Estela me suplicó no decir una sola palabra de nuestra conversación. Me llevé la mano al pecho en señal de juramento. ``¿Qué le estás prometiendo?'', me preguntó Olga antes de darme un beso en la mejilla. Fue Estela quien respondió: ``Que no volverá a hablarme mal de ti''. Olga adoptó un aire muy desenfadado: ``Te advierto que todo lo que te cuente es poco en comparación con la realidad...'' Leí en esas palabras la decisión de no darle importancia a lo que consideré una broma fea, pero me equivoqué: el resto de la tarde Olga casi no me habló y en la noche, cuando Clara nos ofreció aventón, dijo que nos fuéramos, que su marido iría a recogerla.

No sé por qué motivo sentí miedo de imaginarme la entrevista privada entre mis dos amigos. En la noche, para salir de dudas, llamé a Olga. Su tono de voz era frío. Se lo dije y me respondió: ``¿Y qué querías?, después de lo que hiciste...'' Le exigí una aclaración y me respondió, muy pegada al auricular: ``Aquí está Jaime y no quiero que oiga. Sólo te pregunto una cosa; ¿por qué nunca me dijiste lo que pensabas de mí? Le agradezco a Estela que me lo haya dicho. ¡Farsante!'' Colgó sin darme tiempo a decir nada más.

Comprendí que todo aquello tenía que ver con Estela y aunque era muy tarde la llamé. Respondió con voz somnolienta. Varias veces le repetí mi conversación con Olga hasta que al fin le exigí que me aclarara los alcances de su responsabilidad en todo aquello. Creo que sonrió antes de contestarme: ``Linda, acuérdate que yo viajo mañana. Necesito dormir aunque sea un poco. Nos vemos temprano''. Apenas colgué el teléfono me puse a buscar entre mis recuerdos alguno que pudiera remitirme a un comentario negativo hacia Olga. No lo encontré. Pensé en solicitarle ayuda a Clara pero me frenó el eco de lo que me había dicho nuestra visitante.

Entonces me di cuenta del juego diabólico de Estela. Sufrí al darme cuenta de que por su culpa estaba a punto de deshacerse el grupo de Las Cuatro Mosqueteras; más me dolió imaginarme lo solitaria y amarga que debía ser la vida de nuestra Dartañana.