Graham Greene, escritor inglés, joven y apenas convertido al catolicismo, entró a territorio mexicano por la frontera de El Paso. Se quedó unos días en Ciudad Juárez observando y escribiendo una serie de cuentos en los que la perplejidad y el disgusto se atemperaban con una especie de contenido deslumbramiento. Su primera visión del México profundo se la entrega el señor general de división, Saturnino Cedillo, dueño y señor del rancho ``Las Palomas'' y del estado de San Luis Potosí. En su libro de viajes, Caminos sin ley, describe al gordo general, su enorme casa, sus comelitones rabelesianos, su legión de esposas, concubinas, hijos, ahijados, sirvientes, ayudantes, ``alicuijes'', ``guaruras'', ``achichincles'' y más, más y más. Cedillo contó al converso sus batallas contra los cristeros y la forma en que los derrotó, insistiendo en su papel de negociador y de gran amigo de los federales y de los caudillos católicos (los que quedaban, pues la mayor parte de ellos o habían sido ejecutados en las estaciones de ferrocarril a los pocos días de la solemne declaración de amnistía, o andaban, llenos de lógica desconfianza, remontados en las sierras o hundidos en las barrancas). Greene huyó de esa hospitalidad tan onerosa y siguió camino hacia su meta principal: el Tabasco de Garrido. El poder y la gloria es una gran novela odiada por los nacionalistas a ultranza. Los mismos que exigieron el retiro de Caminos sin ley de todas las librerías de México, por considerarla ofensiva para nuestro país. El ``Whiskey Priest'' existió y fue el único que se atrevió a desafiar a la estrambótica ley de cultos de Garrido. No fue en la vida real el mártir del final de la novela de Greene, ya que murió de una congestión alcohólica y su cadáver fue encontrado en el retrete de una cantina de Tenosique. Caminos sin ley ha sido publicado recientemente por el CNCA y ya forma parte de su lista de notables aciertos editoriales, Rubén Moheno, por su parte, continúa con su inteligente estudio de los personajes de Greene: el ``Scobie'' de ``El revés de la trama'', el ``Chico'' de ``Brighton, parque de atracciones'', el triángulo de El fin de la aventura, el idealista militar ateo y su piadosa mujer de El poder y la gloria, El cónsul honorario, El americano impasible; el espía en La Habana; los diplomáticos en tierras de ``Papa Doc''; el general panameño y su consejero tropical, el inteligente y erudito Chuchú Rodríguez, ``el ídolo caído'', ``el tercer hombre'', los espías; los sacrílegos, los pecadores, los arrepentidos, las santas y los santos de la poderosa obra de Greene. En nuestro anterior suplemento, Moheno nos entregó una visión especialmente inteligente de la obra y la persona de Greene. México y los mexicanos no fuimos la ``cup of tea'' del escritor católico. No importa. Por encima de lo circunstancial brilla el genio de uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.
''Canta, musa de las alas cortadas, las proezas del guerrero'', nos canta Jorge Anaya, parafraseando al padre Homero, el iniciador de todas las formas de cantar y de contar en eso que llamamos ``cultura occidental'' y que es para la retórica y la política, un arma de dos filos. Jorge se adelanta a su tiempo y ve a esta Babilonia, hermosa y contaminada, en el primer cuarto del entrante siglo y gobernada por tecnócratas y prelados (digamos que casi como ahora). Novela de anticipación perfectamente anclada en el presente; satírica y épica, bien construida, ágil y, sobre todo, escrita en una lengua rica, clásica, moderna e imaginativa, Barrio viejo, publicada por Grijalbo con el subtítulo de Balada de Elsinor la Trebolera, es una lectura muy recomendable y una atinada forma de adentrarse en el juego de la novela y los atisbos del futuro.
``El membrillo es un árbol más bien bajo, desgarbado'', nos dice Jorge Esquinca en el homenaje a la pintura contenido en una sección de su libro, Isla de las manos reunidas, publicado por Aldus. Jorge reúne en su magistral poema, ``El sol del membrillo'', al cine, la pintura y la poesía. El director cinematográfico Víctor Erice, el pintor manchego Antonio López, maestro de la paciencia y descubridor del alma de las cosas pequeñas y el poeta tapatío, se unen para entregarnos un momento dorado de exaltación de los sentidos y de comunión entre todas las artes capaz de iluminar nuestros desasosiegos. Muchas gracias. HGV
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Para captar la hermosura de una rosa hay que captar primero la variedad de diseños de flores, y con ella la inventiva floral, es decir, la peculiaridad de ese diseño frente a otros diseños posibles. Y es la singularidad de su inventiva la que nos complace y regocija. En el ramo de flores, si son de la misma especie, la repetición nos place porque nos ilustra, en estética toda repetición ilustra, si no ¿por qué nos gustan los ramos de flores? Pero además no hay dos flores exactamente iguales y, otra vez, el descubrimiento de la singularidad de cada una nos regocija. Entonces ¿por qué es hermosa una flor? Porque sus regularidades implícitas muestran un objeto delicado, manso, vivo y lleno de cierta inventiva, la inventiva floral, que se explaya en muy variados diseños, unos más audaces y creativos que otros. La flor forma parte de una familia estética de objetos caracterizados por su diversidad, colorido y mansedumbre, en la que figuran los peces de colores del arrecife tropical y las mariposas. Si pregunto ¿por qué esa niña es tan bonita? Estoy tentado a dar una respuesta formalista y describir ``porque tiene los ojos así y así y la nariz así y así''. Pero esa no es respuesta porque lo que estamos preguntando justamente es ``¿por qué esos ojos así y así, y esa nariz así y así nos parecen tan bonitos?'' La respuesta es esos ojos así y así nos parecen bonitos porque corresponden con precisión a las regularidades de niña y a sus posibilidades de inventiva formal. Esto parece oscuro, pero quiere decir lo siguiente: la nariz de la niña nos parece bonita porque, frente a los posibles trazados de nariz, logra acierto y precisión, no se excede, no se queda corta, es exacta. Estos ``posibles trazados de nariz'' no son otra cosa que las regularidades implícitas de nariz en el orden ``una niña''. La belleza de los rasgos faciales es siempre asunto de medida, de precisión, de alcanzar cierta exactitud. Por eso decía que la belleza es el peculiar brillo o esplendor de la regularidad que le corresponde. Ese esplendor nos emociona por su precisión y exactitud, justamente por eso.
Si veo una niña muy linda y una flor muy hermosa puedo creer que en ambos casos estoy apreciando lo mismo, a saber, la belleza. Pero no, lo cierto es que, aunque en los dos casos la apreciación es estética y atiende a eso que vagamente llamamos ``belleza'', las regularidades implícitas en los dos casos son muy diferentes. En la inventiva floral participa más el tipo de diseño, textura y colorido, que es muy variado, que en la apreciación de rasgos faciales, cuyo diseño y colorido son monótonos, y donde es muy importante la precisión y la exactitud. En la apreciación de la flor la exactitud cuenta poco o casi nada. Ahora, si digo que una niña es como una flor, comparación válida en más de un sentido, estoy haciendo uso de otras regularidades, periféricas a la estética visual, de la flor. Y presumiblemente indique literariamente que la niña es, como la flor, mansa, indefensa, frágil, efímera. La expresión ``ingenua como flor'', puede ser cursi, pero tiene sentido. No lo diríamos del animal predador: ``ingenua como tarántula'', puede tener sentido, pero es enigmático. Una indicación final. Tanto la belleza de la flor como la de la niña las descubrimos, las identificamos en el objeto. Para eso no hago ni puedo hacer uso de ningún modelo previo a la contemplación. Para identificar la hermosura de la nariz, no la comparo con otras narices posibles, entre otras cosas porque así no alcanzaría ninguna exactitud. Para hacer entrar en juego ``otros'' trazados posibles de nariz'' me basta y sobra la nariz que estoy viendo. Pero entonces ¿cómo sé qué tamaño y qué curvatura debe tener? Por mi habilidad en el manejo de regularidades. Ya vimos que es sorprendente en la captación de lo normal y lo anómalo. Por último, la captación o identificación de la belleza es instantánea. Si me regocijo y demoro después contemplándola es porque hallo placer en contemplarla, pero esta contemplación es posterior, no previa a mi identificación de su hermosura. La velocidad identificadora de la imaginación es tan prodigiosa que no hay metáfora física que pueda representarla. La apreciación de la hermosura es como un golpe sorpresivo. Por último, la belleza es siempre asombrosa. ¿Por qué? Ya no hay espacio para responder esta pregunta, pero adelanto una respuesta sin explayarla: tiene que ver con la perfección, un rostro hermoso es perfecto, y toda perfección es asombrosa. Por ahí va.
Durante años creí en la fantasía colectiva de que existía alguna plaza de la ciudad de México que no estuviera llena de cientos de miles de comedores de elotes el día del Grito de Independencia: -No, Coyoacán se pone imposible, pero nadie va a Tláhuac -nos aseguraba Max, la Voz de la Estadística. Y ahí íbamos a Tláhuac y terminábamos en una lucha sorda a codazos y pisotones, donde dos mil patriotas luchaban tenazmente por pasar en sentido contrario al de otros dos mil compatriotas. De mal humor por no encontrar satisfacción alguna en que te soplen una corneta en el tímpano cada tres minutos o en que un adulto juguetón te ponga un shampú de huevo con harina en plena cara, siempre concluíamos: -Basta de patriotismo. Nunca más volveremos a un Grito. De tan apretados que estábamos, casi sodomizo al globero. Pero nunca cumplíamos. Al siguiente año queríamos creer en la voz del Censo Poblacional: -No, a Magdalena Contreras no van ni veinte personas. Y el delegado político no enlista a los héroes que nos dieron patria, sólo agradece a su esposa e hijos el apoyo decidido que le han dado en su gestión y canta con el mariachi. Y, previsiblemente, cuando llegábamos, la plaza de Contreras parecía una escuela china, el delegado daba los nombres de su esposa e hijos mezclados en la lista de los héroes patrios: ``Viva el cura Hidalgo, viva Allende, viva Aldama, viva Bertita, viva Guerrero, viva Coquito, viva Morelos'', y la pesadilla volvía en forma de sobrepoblación con matracas, el delegado desentonando a capella, y experiencias límite: -Traté de sacar un cigarro de la bolsa del pantalón y me temo que le practiqué un tacto de próstata al de adelante. Después de tantos años persiguiendo el Grito idóneo, no desentraño aún el misterio de por qué la gente va. Pero el más profundo enigma es para qué los gobiernos lo organizan año con año. Lo más obvio sería que lo hacen para refrescarle la historia patria a los ciudadanos. Pero nunca resulta. Hace un par de años, estoy apresado entre dos esposos. Siento que la señora, a mi izquierda, mueve sus labios muy cerca de mis párpados para preguntarle a su marido, ubicado a mi derecha, su bigote traspasando mi abrigo: -Oyes gordo. ¿Y ése quien es? -pregunta la señora señalando la cara iluminada de Morelos quien, por impericias de los iluminadores, tiene más parecido con Richard Nixon. -Es Benito Juárez -responde el esposo con tanto dominio sobre la historia nacional que hasta se permite un resoplido de hastío. Tan cerca de la pareja, me permito una rectificación erudita: -Es el Siervo de la Nación. -Ah -se sorprende la señora-, oyes, gordo, que dice el joven que es el Siervo de la Canción. -Pues no se parece nada a Pedro Vargas -protesta el marido. La otra opción es que el Grito cumpla una función propagandística cuyo mensaje vaya de las autoridades serenas hasta los ciudadanos bañados en harina. Pero, ¿qué legitimación puede haber en exhibir frente a millones que el Presidente de la República no puede agitar la bandera nacional y repicar la campaña al mismo tiempo? ¿Qué utilidad política puede contener la posibilidad de que la esposa del Señor Gobernador se caiga de ebria por el barandal del balcón principal? ¿Y de qué sirve que los ciudadanos confirmen que los hijos del Presidente Municipal también tienen la mirada opaca de la oligobernia hereditaria? La última opción es que se haga para refundar, cada 15 de septiembre, el milagro del patriotismo: el preciso instante en que un huevo relleno de harina coincide con una cabeza y, ambos, terminan en una mesa de operaciones. Aunque imperfectos, en los Gritos hay expresiones conmovedoras del compromiso nacional. Por ejemplo, el irrenunciable momento en que la gente quiere cantar el Himno Nacional al unísono y se alcanza a escuchar un leve destiempo: ``y retiembla en su suelo, profanad con sus plantas tu hijo te dio''. O ése otro en que la gente voltea al cielo para ver los efectos pirotécnicos y ya no nota que el cohetero sale despavorido con el pelo en llamas. O el de la señora que se echó tanto hacia atrás, para escaparse de un cohetón descendente, que terminó desbarrancada. De hecho, fueron esos signos de patriotismo los que me alejaron del Grito. Dejé de asistir desde la noche en que el lado oeste de La Plaza fue atacado a olotazos por el ala norte. Resistimos como pudimos -escondiéndonos detrás de la estatua del cura Hidalgo, cuya levita ya portaba un graffiti casi tan fallido como anacrónico: ``Viva Rod Stewart''- y algunos regresaron a casa en ambulancia. Al día siguiente de la celebración patria, me soné la nariz y de su trama profunda surgió el símbolo inequívoco del material del que está hecha la Patria: un grano de maíz con mayonesa.
En la década de los treinta convergen dos momentos de especial significación para la poesía escrita en México: Carlos Pellicer, Salvador Novo, Gilberto Owen, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Bernardo Ortiz de Montellano publican algunas de sus mejores obras (Hora de junio, Espejo, Línea, Muerte sin fin, Nocturnos, Sueños), mientras que Octavio Paz y Efraín Huerta dan a conocer sus primeros libros (Raíz del hombre, Absoluto amor). En ese periodo que José Joaquín Blanco registró como la década de oro de la poesía mexicana, nacen los integrantes de una generación que en los años sesenta ejercerá la crítica de ``la religión de la poesía'', una manera de entender el oficio que acaso tiene su descripción más exacta en estas palabras de Paz: ``La dificultad de la poesía moderna no proviene de su complejidad sino de que exige, como la mística y el amor, una entrega total[...] Se trata de una experiencia que implica una negación --así sea provisional, como en la meditación filosófica del mundo exterior[...] La poesía moderna es una tentativa por abolir todas las significaciones, porque ella misma se presiente como el significado último de la vida y el hombre.'' ¿En qué consistió esa crítica? Durante los sesenta, aparejado al desarrollismo económico, tiene lugar en México un periodo de intensa actividad cultural, que en el terreno de la producción literaria coincide con el surgimiento de tres editoriales: Era, Joaquín Mortiz y Siglo XXI. Aparecen nuevas revistas y suplementos y se inicia una oleada de comparecencias de los escritores en los medios. Cada vez mayores, las oportunidades de difusión favorecen un sustancioso incremento demográfico en el ramo ``poetas'': los que de verdad cuentan en la generación de medio siglo se calculan con los dedos de las manos (Jaime García Terrés, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Dolores Castro, Tomás Segovia, Jorge Hernández Campos), mientras que un inventario cabal de la siguiente promoción demanda una lista cuatro veces más larga: Homero Aridjis, Juan Bañuelos, José Carlos Becerra, Francisco Cervantes, Gerardo Deniz, Guillermo Fernández, Ulalume González de León, Jaime Labastida, Eduardo Lizalde, Juan Martínez, Sergio Mondragón, Angelina Muñiz, Thelma Nava, José Emilio Pacheco, îscar Oliva, Marco Antonio Montes de Oca, Hugo Gutiérrez Vega, Gabriel Zaid. Casi todos estos autores comienzan a publicar en un ambiente de notable atención a las actividades artísticas, pero también de agudos problemas políticos. En sus ``Notas sobre la cultura mexicana del siglo XX'', redactadas hacia 1976, Carlos Monsiváis hace un recuento de la atmósfera de opresión que ocultaba la sesentera confianza mexicana: represión del movimiento normalista; represión del movimiento ferrocarrilero; asesinato de Rubén Jaramillo; un intento frustrado de oposición (el Movimiento de Liberación Nacional); movimientos a favor de la Revolución Cubana y en contra de la guerra de Vietnam disueltos con granaderos; represión del movimiento médico; invasión de la Universidad de Morelia; invasión de las Universidades de Sonora y Querétaro; al final, un magno movimiento popular reprimido en la ciudad de México el 2 de octubre de 1968, hace casi treinta años. Entre un sector de la clase ilustrada, esta cadena de acontecimientos, y su repetición en todo el mundo, provocó una desconfianza radical hacia todas las acciones y promesas, oficiales y no oficiales. En el terreno de la poesía, la crisis se manifiesta como una duda frente a cualquier forma de retórica: ni el coraje antiformal y sincerista ni el culto a las grandes construcciones verbales. Aquellas tentativas que antes fueron aceptadas como expresión de un desacuerdo con los modelos dominantes, revelan ahora una propensión a consolidarse como rituales de la comodidad. Al sueño de la trascendencia poética, obsesionado con la momificación de lo vivido, se opone la conciencia del instante que pasa, irremediablemente corruptible. Como siempre, los poetas mejor dotados para bajarse del tren de la poesía precedente son aquellos que mejor conocen todas sus estaciones. A menudo, el cambio de ruta se distingue en el gesto irónico que cancela una visión reverencial, o en la vuelta de tuerca con que se escarnece un estremecimiento sublime. Poco a poco, los lectores ganan terrenos compartibles. Para expresar una crisis estética, moral, sexual, política y metafísica, la poesía incorpora elementos que interesan también a los chistes, al graffiti, a las canciones de rock, a la jerga popular, al cine, a la cultura de las drogas, a la publicidad, a la nota periodística. Todo esto al margen de cualquier discurso globalizante --aunque las distintas voces coinciden en una cosa: la intención de abolir la idea de la poesía como un mundo aparte, la voluntad de habitar el mundo empírico. Una actitud generacional se define en función de sus afinidades y diferencias con las generaciones precedentes. Pero si se admite que la poesía no evoluciona y que sus cambios no sólo interesan al presente, puede aceptarse también que la decisión con que algunos de estos poetas cuestionaron algunos mitos relativos a lo que debía considerarse poético, ha permitido un reordenamiento de la tradición. Como guiños que antes pasaron desapercibidos, algunos indicios de las nuevas posiciones asoman entre los textos del pasado. La poesía de algunos autores -Novo y Gorostiza, Paz, Huerta y Chumacero- experimentó un reacomodo con la aparición de los poetas nacidos en los treinta. Al mismo tiempo, la condición derivante, de viajeros sin brújula, que asumen muchos poetas de los cuarenta, sería inexplicable sin la apuesta lanzada por sus vecinos de la década anterior. Esto significa, como quería T.S. Eliot, concordancia entre lo nuevo y lo viejo.
La voz chillona del flaco de la guitarra despertó a los pocos que aún quedaban por ahí, entre el lodo y la bruma en el claro del bosque, cerca del lago. Tocaba la guitarra como si quisiera abrir cocos con las uñas. Luego dijo algo así: ``Paz y amor, sí, cómo no; buena onda pero eso no es el rock. Y para demostrar que nos importan cosas como el 10 de junio, vamos a tocar una canción de los Stones que se llama Street Fightin ``Man''. El baterista se la estaba sacando cuando el flaco reventó el último amplificador. Eran las 6:37 de la mañana del domingo, un día antes de la conmemoración por los niños héroes de Chapultepec. Adame pudo haberse ido a la casa de Montero en el club (quien se había retirado dos días antes, ante el inminente desastre) pero resistió la lluvia, la negra noche y sus estrellas fugaces porque entre las 200 mil almas en pena conoció a una canadiense de buen corazón. La tarde del sábado, mientras docenas de ninfas y efebos descendían por la ladera de la montaña, invadían una punta del campo de golf, se desnudaban y se metían en el riachuelo que pasaba por ahí, alguien dejó una guitara en las manos de Adame. Balbuceó la única rola que se sabía completa: For What It's Worth, de Stephen Stills (reciclada en 1998 por Public Enemy en He Got a Name). Julia cayó prendada a sus pies, como la novia de Belushi en los Blues Bros. Al principio, Adame pensó que Julia andaba fumigada por el flujo intermitente del Acapulco Golden, de la roja colombiana y el pelo de llama, igual que los otros desconocidos del campamento, quienes lo miraban con la sonrisa congelada al cantar los hechos sucedidos en la Universidad de Yale. Pero no, Julia había estado ahí esos días, enfrentando a la guardia nacional, y ahora él venía a recordarle el himno que Buffalo Springfield había compuesto para la ocasión, a miles de kilómetros y tres años de distancia. ¿No era un mensaje de las estrellas? Luego se enteró de que Julia acababa de salir de Yale para entrar en jail. Era abogada de negros irredentos en New Jersey. Esa noche, un tipo que dijo llamarse el Caballo se acercó al campamento con un libro de Georges Sorel bajo el brazo, y una hoz y un martillo ondulantes en su bíceps izquierdo. Del libro de Sorel sacó unas tachas y les dio a escoger: lunas turcas, estrellas de David, sputniks, Mickey Mouse como el Aprendiz de brujo. Julia juró haber visto un Frankenstein. Más de uno se atrevió a estirar la mano. Y es que entre el personal había quienes estaban ahí para conocer a Tommy, un pajarito ciego desde que su tía Isabel, como antes Victoria a su padre, lo había condenado a jugarse las bolas en el mar, y había llegado a América, donde se casó con Morfina, una italiana de Valle de Bravo que no lo dejaba salir de la alcoba. Por eso Tommy nunca llegó a Avándaro, aunque sí estuvo el sacerdote rebeco que los unió. Septiembre era tan irreal, entre la bruma y la lluvia pertinaz. Ahora todo había acabado. Como un enjambre de nahuales, los fundadores de la nueva nación se movieron por los bosques, rumbo al entronque de la carretera Toluca-Morelia. ``Es el camino que la Cannabis indica'', dijo un cogollo del Bajío, que tomó a su cigarra de las alas coriáceas y se perdieron entre cientos de abejorros, saltamontes, catarinas y grillos, arañuelas y cucas que aún tenían La Marquesa por delante. En 1971 no había chamarras repelentes al agua sin que te asaras por dentro, ni discman ni celulares ni binoculares con infrarrojos, ni tampoco tanta variedad de fast food ni puestos de tlacoyos y sopa de hongos entre Toluca y México. Julia y Adame fueron a despedirse de Montero, quien se quedó escuchando discos de Juan Manuel Serrat y Cri-cri el resto de la semana, mientras el ejército deshacía el nudo. Llegaron a Valle por la tarde del domingo. No habría boletos en la estación de autobuses hasta el día siguiente y la fila de vehículos se movía a 3 km/h; ¿qué sentido tenía pedir aventón? Buscaron un comedero. Lo encontraron frente al local del Sector Juvenil del PRI. En la esquina, una patrulla. Adame sacó sus últimos pesos en la fonda y entonces Julia, que salía, y el Caballo, que en ese momento pasaba, se toparon. Adame dejó el resto de la morralla incluida en la propina y salió corriendo a alcanzarlos. Demasiado tarde, pues el Caballo ya los había invitado a pasar la noche bajo los portales, cobijados con las frazadas que le había comprado a un indio de la plaza. Dadas las circunstancias, debían sentirse halagados por la deferencia. Al amanecer, el Caballo se metió una luna otomana en la boca, antes de que Adame y Julia despertaran. Los tres recogieron sus cosas y tomaron juntos un camino de los antiguos nahuas hacia el valle de México. No habían andado tres horas cuando pasaron por un maizal salpicado de tiernas mazorcas. Sin decir agua va, el Caballo se lanzó por los elotes más grandes. La lluvia había dejado un desagradable olor metálico en el aire y una nueva tormenta estaba a punto de comenzar. Tal vez en su viaje se imaginaba unos esquites picosos, con harto epazote. El maizal, protegido por una cerca con varias tiras de alambre de púas, no sería obstáculo para el calaverita de Tacubaya, que gritó: ``¡Orita te traigo tus elotitos, mamacita!'', y aplastó con su bota la primera cinta de alambre. Julia reaccionó, Adame también. Pero era demasiado tarde. Para realizar su proeza, el Caballo había escogido el sitio equivocado: junto a un árbol, en el peor momento, cuando la tormenta arreciaba de nuevo. Una descarga cimbró el tronco del pino joven y se repartió por la cerca de púas. El Caballo, quien arremetía en ese momento con sus largas manos el resto del alambre, cayó medio fulminado. Julia y Adame se habían detenido por el rayo y corrieron a auxiliarlo. Las figurillas del libro se diluyeron en el lodo junto al árbol dividido, mientras el Caballo se reincorporaba, electrizado de pies a cabeza. Lo llevaron a la casa de un brujo para que lo limpiara. Ese fue su año, pues fundó el movimiento de los granizados y concheros de Avándaro, y se hizo de una casita cerca del Popo. En cuanto a Julia, regresó a Toronto a mitigar las penas de los incómodos, que no caben en ninguna sociedad. Adame hizo tiempo mientras acababa el siglo.
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