La Jornada Semanal, 13 de septiembre de 1998
Cuando en Roma coronaron a Petrarca con una rama de olivo, toda Europa interpretó el suceso como un reconocimiento a su mérito poético y consideró magnífico el premio a pesar del material vulgar de la corona. El simbolismo de sus contemporáneos tenía una base firme, la mitología romana. Los pueblos germánicos habían asimilado la lección de respeto que les impusieron los centuriones y llamaron Kaiser a su soberano, pretendiendo arroparlo con el aura del César al adoptar su nombre. Los eslavos intentaron lo mismo con el suyo y lo llamaron Czar.
El pueblo chino es quizás el que tiene la etiqueta de identidad más robusta. En cualquier parte del mundo, el carácter chino es fácilmente reconocible y conduce a un patrón específico de conducta en la lucha por la existencia, enraizado en las analectas de Confucio y en los demás clásicos de su cultura. La inercia resultante es tan grande que hay que creerle a Mao cuando escribió que, a pesar de los cambios ``irreversibles'' que según algunos había provocado en China, él sabía que en el fondo sólo había modificado algunos detalles en los alrededores de Pekín.
La armadura cultural de los hindúes es comparable con la de los chinos. Ningún otro pueblo pudo absorber como ellos el impacto de una conquista musulmana y mantener su integridad a pesar de la intransigencia religiosa de los invasores, sin caer en un estado de guerra continua como en España. La capacidad de adaptación y de absorción del hinduismo se antoja infinita. Transmutó al Buda de renegado en avatar de Vishnú y concibió sincretismos como el de los sikhs, que transitan por la vida con un pie apoyado en el Corán y el otro en los Vedas. En algunos templos hindúes puede uno observar, al lado de estatuas monumentales de Vishnú, Shiva y Ganesha, pequeñas esculturas del Gandhi y en ocasiones de Nerhu, que inician su ascenso como deidades menores.
La identidad cultural es un recurso indispensable para la supervivencia de un grupo, y sus ingredientes capitales son mitológicos. Elementos concretos que parecen esenciales a primera vista, resultan prescindibles según la evidencia histórica. Con su ejemplo de continuidad de tres milenios, los hebreos han demostrado que el territorio y el idioma son requisitos secundarios junto a los mitos bíblicos. Genéticamente, los griegos de hoy tienen poco en común con Homero y Aquiles, pero sus mitos son universales y celebramos nuestros propios Juegos Olímpicos y retornamos con ellos periódicamente a Grecia para renovar su legitimidad.
¿Cómo se crean los mitos? Algunos de ellos requieren milenios de evolución para alcanzar su forma definitiva. Los ideales de conducta en las analectas clásicas provienen de tiempos muy anteriores a Confucio. Krishna y Arjuna son imágenes estilizadas de héroes tan antiguos como los Vedas. Sin embargo, hay otros mitos que parecen cristalizar en tiempos muy cortos. Generalmente están relacionados con personajes superlativos como Gengis Khan, quien a partir de su muerte ha sido venerado como un dios por sus descendientes mongoles. Mao quizá resulte de un calibre semejante, pero su grandeza no ha pasado aún el filtro del tiempo y el veredicto tendrá que esperar.
Los componentes mitológicos de la cultura mexicana no resultan evidentes. Buscarlos desde el interior conduce pronto a laberintos y soledades, y la vía del exilio tampoco ayuda gran cosa. Una estancia prolongada en el extranjero parece engendrar en muchos mexicanos un magnetismo sorprendente, que los satura de empatía cuando descubren un compatriota suyo. Sin embargo, esta vía de exploración no conduce a descubrimientos mitológicos profundos. La comunión de intereses se reduce generalmente a algunos clichés folclóricos y culinarios, y el magnetismo se esfuma al pisar de nuevo el suelo patrio. El elemento de contraste que ofrecen grupos más organizados y permanentes como el de los chicanos tampoco es muy ilustrativo, porque los símbolos mitológicos ensayados hasta ahora por ellos (Aztlán y todo lo demás) no son determinantes en nuestro medio.
Esta falta de nitidez en los ingredientes mitológicos de nuestra cultura se debe a que son muy recónditos, o a que no han alcanzado un grado suficiente de madurez en su evolución. Dada la juventud de la mexicanidad (medio milenio), proseguiré mi argumento bajo la hipótesis de evolución incompleta, que conduce de inmediato al corolario de que la presente generación tiene la tarea pendiente de acelerar el desarrollo de nuestros mitos y de transmitirles este sentido de urgencia a las generaciones futuras. Esto no implica por supuesto que las generaciones anteriores no hayan cumplido su obligación, sino que no pueden sumarse a esta labor por haber cerrado ya su ciclo biológico.
¿Cuáles son nuestros materiales y herramientas en la empresa? Podríamos intentar la vía instantánea del ``superhombre'', pero es demasiado azarosa y resulta impráctica en estos tiempos, en los que una reencarnación de Gengis Khan o Napoleón sería tratada como un mero anacronismo. Esta vía no debe confundirse con la caricatura del fast track, que es el proyecto oficial en curso de trasplantar a nuestro medio los mitos de la exuberante cultura nórdica, con resultados hasta ahora catastróficos. Queda entonces abierta la ruta tediosa pero segura de crear nuevos mitos y refinar gradualmente los que heredamos del pasado.
¿Cuáles son los avatares mexicanos del Gandhi? ¿Qué tan cerca hemos volado del Bhagavad Gita? Don Vasco, Las Casas, Juárez y Sor Juana son los primeros candidatos que vienen a la mente. Del Gita estamos más lejos, pues El Periquillo Sarniento es un calibre menor a pesar de su abolengo, y aspirantes como El llano en Llamas, El çguila y la Serpiente, El Laberinto de la soledad y La muerte de Artemio Cruz no han superado aún el riguroso filtro del tiempo. La explosión creativa del muralismo podría ser también un punto de partida, pero nada se compara con la palabra como vehículo creador de mitos.
¿Qué tan eficientes hemos sido hasta ahora en la labor de redondear nuestra identidad? No demasiado. Por un lado no hemos sabido aprovechar figuras antiguas, como Tlacaélel. Tampoco tuvimos al inicio un golpe de suerte como Chile con La Araucana, y nunca le hemos otorgado mérito suficiente a la epopeya de Bernal Díaz del Castillo. El único poema conmensurable con la figura de Hernán Cortés lo escribió un extranjero (Conquistador, de Archibald MacLeish). No hemos producido todavía nada comparable en potencial mitológico con Martín Fierro ni con Cien años de soledad.
D.H. Lawrence sugirió en Etruscan Places un paralelismo entre los binomios Roma-Etruria y Estados Unidos-México, basado en una supuesta relación darwiniana de vencedor a vencido. Cada quien su muleta. Estados Unidos no ha producido aún su propio César, ni su Eneida, y aguardar a que lo haga para naufragar pasivamente en su espiral de atracción sería un pecado mortal. La propuesta de Lawrence en La Serpiente Emplumada, de saciar nuestra sed de identidad abrevando en los veneros aztecas, tampoco parece realista, por los espectros que revelan bajo el microscopio.
Un aliado natural en esta búsqueda serán los chicanos, como caja de resonancia de nuestros experimentos y como fuente de mitos novedosos. Su tarea pendiente es mayor que la nuestra, pues a la manera de los hebreos tendrán que construir su identidad sin la ventaja de un territorio propio ni una lengua única, por no mencionar la nula asistencia divina. Esta posibilidad de retroalimentación empieza a materializarse en la literatura y el cine, y acelerará sin duda nuestra evolución mutua.
¿Cuánto nos resta aún por hacer? El caso de Rusia puede ayudarnos a calcular el camino andado y el que nos falta por recorrer. Para alcanzar su nivel de madurez necesitamos el equivalente a una ``centuria de oro'' como la suya, cuando produjeron a Lobachevky, Pushkin, Dostoievski, Tolstói y sus semejantes. Los hermanos Karamazov y La guerra y la paz bien valen un Ramayana. Con todo, algún arcano permanece inconcluso, porque, después de los paladines del siglo pasado, la Madre Rusia concibió a Stalin.
Desde esta perspectiva nuestra tarea se antoja inmensa, y lo es. Sin embargo, podemos aminorar la angustia acatando la admonición del Buda de abrigar expectativas correctas, para esquivar arenas movedizas como el delirio ruso de supremacía espiritual. La supervivencia es un asunto a largo plazo, y cuando la duda arrecie bastará recordar que ``Roma no se hizo en un día'':
Yo no estaba en el Arca de Noé
y no tengo
historia.
Soy un vástago tierno en el árbol de la vida
y a falta
de Ilíadas y Ramayanas
invento cocuyos, los atrapo en mi red
de
agujeros
y los cuelgo en la cúpula extrema del alba
con
alfileres dorados y la esperanza
de que resulten estrellas.