¿Qué se compara a la soledad de una caseta telefónica? Peor ésta, que brota como hongo mustio de una orilla del asfalto, completamente fuera de lugar. Rodeada por kilómetros y kilómetros de soledad en mar y tierra, puesta en el camino costero a modo de heraldo de algún progreso inminente. Progreso que al menos entre Saguala y Estación Macaria brilla por su ausencia.
Horacio considera la caseta parte del paisaje de la nada cotidiana. Para el gordo significa un excitante descubrimiento, que con grandes voces comunica a sus compañeros.
A la sexta vez que repite ``un teléfono, un teléfono'', la voz soñolienta de Clancy la bonita se dirige a quien quiera oírla:
-¿Alguien trae tarjeta? Necesito hacer una llamada.
-¿Necesitas? -pregunta, con jiribilla, el gordo.
Tenía que ser. Horacio supo desde el principio que el aventón a esos constituía un ablandamiento indebido.
Está a punto de hacerse el sordo y seguir rodando, pero la bonita se inclina hacia él, le pone la boca cerca de la oreja y lo hace sentir la cálida caricia de su aliento entre el pabellón de la oreja y la nuca mientras dice, bajito:
-¿Podrías pararte un momento, amigo? Te prometo que no tardo.
Un ligerísimo mareo endulza la expresión ceñuda de Horacio, ni modo de no sucumbir. Frena con parsimonia, echa reversa y la grava de la cuneta brinca bajo las llantas. Clancy toma de entre el índice y el dedo medio del alto la tarjeta telefónica que éste le ofrece.
-No tardo. Gracias a todos. Son ustedes un amor.
``Carajo'', piensa Horacio. Y también un ``ah, las mujeres'', como si supiese de ese tema, el que sólo entiende de tortugas, por el amor de Dios. Nadan como niños, caminan como piedras, cavan la arena, aovan, lagrimean y vuelven al mar. Su único sonido es un tenue lloro, un eco de las olas.
En lo que la bonita efectúa su por lo visto urgente llamada, los tres hombres caminan hacia los arbustos y corroboran el aserto de que un mexicano nunca mea solo.
Horacio observa a Clancy adherida al auricular y girando sobre un solo pie, hable y hable, pasando por debajo del cable como si fuera el brazo de una pareja de baile. No evita escuchar unas cuántas de las palabras que Clancy deposita en el auricular tal si fuera la oreja de alguien querido.
-... fuerza es, mío mío. Inevitable verlo. Vivió con nosotros tres días ¿Que quieres? El alto y el gordo que ya te conté. Sí, sí tiene nombre. El gordo le puso Palinuro. ¿sabes quién era Palinuro? Ah. No. Yo no sabía. Se llevó mi sombrero. Se lo di. Ahora hay un chofer. Estamos en aventón. Luego te platico. Se acaba el crédito de esta mierda. Chao. Diviértete un poquito.
De regreso al carro, Horacio arranca el motor. El alto sube, molesto y callado. El gordo cierra la portezuela, señala con la barbilla a Clancy y dice:
-¿A quién cree que le habló ésta?
Es una de esas preguntas que no se formulan en espera de respuesta, en caso de que Horacio tuviera alguna.
El gordo no cuenta con que Horacio diga que no.
-Así hace, de repente ve un teléfono, y le marca a un escritor que la contrató.
-No me contrató, de dónde sacas -repela ella.
-Tú dijiste -se defiende el gordo.
-Es un amigo. Está escribiendo un libro. Sobre mí. Y me tiene encargado que le hable de donde esté y le cuente lo que hago, lo que veo, lo que se me ocurre, con quién me junto.
-Pero te paga.
-Sí, me paga. Pero hago lo que quiero. Y a él no le importa donde vaya o con quién me junte. ¿A ti sí?
Y volteando hacia Horacio, de espaldas a ella, que la mira por el retrovisor.
-¿Y a ti?
Horacio, sin quitar los ojos del espejo, donde ella lo mira fijamente, agita la cabeza negando. ``Es chistosa esta bonita'', piensa.
-Van a pasar cosas con el náufrago -dice Clancy.
Horacio sabe que así será.
-Todo Palinuro encuentra su Sibila -decreta doctoralmente el gordo, no sin burla por el tono profeta de la dama.
El alto rompe su mutismo y dice al gordo:
-¿No te cansas? ¿De decir burradas? Y tú -se dirige a Clancy-, me debes una tarjeta.
-Tenla -dice ella devolviéndosela-, no la usé. Ese teléfono no sirve.