La Jornada martes 15 de septiembre de 1998

Eulalio Ferrer Rodríguez
De las candilejas al escándalo imperial

Hace unos días comentábamos en estas páginas el encandilamiento del pueblo estadunidense al convertir en espectáculo los aconteceres de su vida, quizá para salvarla de la rutina. Prevalece en ella una acusada tendencia a las candilejas, esa luz que ilumina la cotidianidad como si fuera un gigantesco escenario que hace actores de los protagonistas y confunde, en una atractiva mezcla, la realidad con la ficción; alternando el crédito y el descrédito, el escándalo y la moral. La imagen de Hollywood elevada a categoría nacional.

Nos sirvió de tema ejemplificador el lío sexualoide entre el presidente Clinton y la becaria Lewinsky. Nos asombraba que no se tolerará al hombre público lo que en la vida privada de los estadunidenses era aceptado con gran liberalidad, demasiada acaso. Pero nos remitíamos al respeto que cada pueblo merece, por muy paradójicos que puedan ser o nos parezcan sus hábitos, significando tan sólo la diferencia entre una forma de cultura y una hegemonía de civilización, marcada por el adulterio en toda la extensión del término.

La explosión final de esta aventura, ocupando a plenitud la pantalla de la actualidad, nos lleva ahora a otro enfoque, más allá del escándalo nacional, en la medida en que éste ha sido proyectado al mundo desde el privilegio de un país que domina 70 por ciento de las telecomunicaciones, teniendo por emisor no a un sujeto cualquiera, sino al mismo Congreso, la institución seguramente más respetable de Estados Unidos.

¿Imagina el lector a un Congreso difundiendo al mundo la escabrosidades o morbosidades sexualoides de un presidente y una becaria, con rango de público pornográfico? ¿Hasta qué punto puede admitirse que el país creador de Internet, aprovechando una tecnología ideada originalmente con fines bélicos, se sirva de ella, de su dominio planetario, para propagar ciertos hábitos sexuales y magnificar el rol peliculesco de una joven que ha ganado fama y un destino de riqueza económica, al promover o ser instrumento de un escándalo del que son sustancias principales la hipocresía y la depravación?

Pase que Estados Unidos nos haya acostumbrado al jugo de naranja matutino y al desayuno de cereales. Puede importarnos poco si de Roosevelt a Eisenhower, o de Kennedy a Clinton, hay una escala competitiva de protagonismos sexuales. Podemos ser indiferentes a la suerte final del presidente estadunidense. Y no debe sorprendernos que los políticos de ese país cultiven la mentira o la desmentira, porque es propia de la historia universal de ese oficio.

Lo que rebasa nuestra tolerancia es que la nación más poderosa de este tiempo, la que más influye en el mundo de hoy con el control de las modernas técnicas de comunicación, utilice éstas como transmisoras contagiosas, no tanto de sus paradojas internas, sino de sus vicios y contradicciones; de sus debilidades y perversiones.

¿Ese es el país que se ha erigido en árbitro de las buenas costumbres y en canon de los procesos democráticos? ¿Es ese el país que quiere ser -y es- fiscal universal del narcotráfico y la pornografía?

Obviamente, no era éste el mensaje que más podíamos esperar, atribulados como estamos por la gran catástrofe chiapaneca. Frente a él, nos asiste el derecho a gritar nuestra alarma -y protesta- no sólo como nación soberana, sino porque con Estados Unidos tenemos 2 mil kilómetros de frontera y muchos años de historia inseparable, cuando Estados Unidos iniciaba su camino hacia el imperio que es hoy.