La Jornada martes 15 de septiembre de 1998

Pedro Miguel
Vergüenza

Desde la semana pasada, una de las obligaciones del ciudadano global es enterarse al detalle de las actividades genitales indebidas del presidente de Estados Unidos. Sin preguntarnos previamente si nos sentíamos a gusto en el papel de fisgones, todos los medios informativos del planeta se han esmerado en restregarnos en el hocico los pormenores de los encuentros amorosos entre un señor alto, fornido y canoso, y una joven de piel muy blanca y pelo muy negro.

En estos días, nadie que viva en una comunidad mínimamente informada puede eludir las escenas correspondientes: lectores, televidentes, radioescuchas, internautas y simples participantes de una conversación casual, tienen que asomarse por el ojo de la cerradura y mirar, así sea fugazmente, fragmentos escogidos del video porno producido por un fiscal enfermo y perturbado, y distribuido urbi et orbi por el Congreso de los Estados Unidos de América. Las audiencias logradas por este producto están a la altura de las superproducciones de Hollywood, o más arriba: a fin de cuentas, uno puede hacer caso omiso de Godzilla o de Titanic, pero para ignorar el informe de Kenneth Starr habría que ser ciego, sordo y analfabeto, y tal vez ni así. Al margen de que sintamos rubor, indignación moral, asco, regocijo, excitación sexual, intriga, ternura o nerviosismo, todos estamos metidos en esta exhibición implacable.

Lo que menos importa es el rango, la condición, el cargo de los protagonistas. En su mensaje del 17 de agosto, Clinton dijo que hasta los presidentes tienen derecho a la vida privada, y se quedó corto: olvidó mencionar que hasta los presidentes tienen, también, derechos humanos, y que la intimidad personal es uno de ellos.

Pero la justicia y el congreso estadunidenses, solícitamente auxiliados por una jauría mediática de dimensiones planetarias, han sentado un precedente monstruoso: en nombre de la ley, la intimidad de cualquier persona puede ser expuesta ante el público. Con tal de esclarecer una verdad jurídica, resulta lícito y aceptable que eso que Clinton, Pérez o Smith preferirían mostrar sólo a sus parejas y a sus médicos (como decía el viejo Georges), sea presentado al escarnio mundial. Y lo que se llama opinión pública fue convertido, de un día para otro, en uno de esos grupos de mirones ruidosos que celebran la erección enjaulada de un mico en el parque zoológico.

Asistimos a una extraña resurrección de los ritos medioevales en los que el coito real era sujeto a la certificación cortesana, pero ahora, gracias a los medios y las nuevas tecnologías, la escena se proyecta a escala planetaria. Frente a este naufragio de la individualidad, ante este empoderamiento de las instancias judiciales para husmear y exhibir las prácticas privadas de mutuo consentimiento, resultan deleznables las implicaciones políticas y judiciales del caso, así esté en juego el futuro de la presidencia más importante del mundo.