El modo abrupto y desconsiderado con que terminé mi artículo anterior, en lo que se refiere a los actores de Ventajas de la epiqueya, me llena de vergüenza. Siempre he tenido un inmenso respeto, en términos muy generales porque no se puede respetar por igual a todos, por actrices y actores. En este caso estaban algunos jóvenes cuyo trabajo he seguido con toda atención, como Hernán Mendoza, que ha pasado de ser un atractivo mocetón a un artista muy hecho y muy derecho; habría que ver el partido que saca de su ingrato Mateo, por ejemplo cuando golpea el ataúd mientras alega que los otros están faltando al respeto al lugar y al momento. Será caso de dirección, pero Hernán lo incorpora de manera excelente. Y lo mismo se podría decir de Emma y Dib Bárbara Eibenschutz, por no hablar de la gracia escénica de Carlos Cobos y Juan Carlos Vives, y el buen cumplimiento de todo ese reparto con tantas ligas con la universidad de jóvenes actores muy bien preparados.
Escribí dicho artículo bajo cierta tensión, por razones en que no vale la pena abundar, pero eso no es disculpa. Pienso en el caso, que causó justa indignación en el grupo que representa una obra, de la joven actriz que no dio una función porque había terminado con el novio; fue rápidamente remplazada por otra, esta vez muy seria y profesional. No creo que se deba perdonar al crítico lo que éste no perdonaría de un actor o de una actriz.
Mi primer recuerdo admirativo de estos profesionales data de la ya muy lejana fecha de junio de 1952, cuando un mitin henriquista fue violentamente disuelto en la Alameda Central, lo que desquició a la ciudad en medio de toda clase de rumores. Esa noche era el aniversario de una de las obras vaudevillescas que Fernando Wagner escenificaba en la antigua sala Chopin y en que algunos de sus alumnos fungíamos como asistentes o chicos para todo. Público invitado en la sala, retrasos por el caos imperante. Amparo Griffel llegó tarde y demudada --parece ser que fue testigo de la violencia-- a cumplir su papel en la obra; desde la puerta empezó a quitarse el abrigo, subió al camerino a cambiarse y dio una función que no denunciaba su trastorno. Fue una gran lección de profesionalismo.
Desde entonces me pregunto lo que significa ser actor o actriz. Con el tiempo he tratado a muchos y algunos son mis amigos. De joven me parecía un trabajo aburridísimo eso de repetir noche con noche lo escrito por otro y representado como le habían dicho que lo hiciera. Como todos los juicios superficiales, fue barrido por la poca sensatez que me dieron los años. Es verdad que existen los actores de oficio, que sacan avante cualquier papel, aprendido o dicho, pero también hay autores y directores de oficio que no bucean en el teatro como un arte. Los verdaderos actores son muy creativos y es una lástima que no puedan pertenecer al Sistema Nacional de Creadores. Los directores modernos se apoyan en ellos tanto como en el texto y han quedado muy lejos los tiempos del famoso ``discurso visual'' que hacía de actores y actrices una especie de marionetas. Posiblemente sea Héctor Mendoza quien haya visualizado esto, al hacer distinciones entre ``papel'' y ``personaje''.
Y me sigo preguntando qué cosa es la profesión actoral. Por supuesto que actores y actrices son individualidades muy definidas y con modos e ideologías a veces encontrados. Muchos de ellos participaron en la bella gesta del sindicalismo independiente, antes de que el SAI deviniera en una triste cacería de brujas y los dividiera de manera casi feroz (y ahora hay indicios de que tal cosa puede repetirse, lo que ojalá se resuelva con un serio y respetuoso intercambio de opiniones acerca de lo que los separa). Otros se muestran políticamente apáticos y muy conservadores, si bien un número importante ha participado en apoyo a los pueblos indios de Chiapas. Los hay muy cultos, algunos de espléndida intuición aunque detesten las teorías.
Y sin embargo la profesión posee una especie de núcleo que los iguala de alguna forma. Me parece terrible cuando me entero de que alguno de ellos representa un personaje que está en alguna situación parecida a la de su propia intimidad y ha de olvidar ésta para poder representarlo. El mayor ejemplo es el del maravilloso --en todos aspectos-- Augusto Benedico representando a un anciano moribundo días antes de sucumbir a la enfermedad que lo minaba. Es el entrenamiento, se me dirá, y desde luego que hablo de los actores que se preparan, pero también hay en ellos algo especial que me hace escribir estas líneas porque pienso que de alguna manera ofendí a un excelente elenco.