¿Qué hacer cuando se recurre al sentido común y éste declara que se le cayó el sistema? No soy economista, ni historiadora, administradora tampoco. Pero, bueno, no puedo dejar de formularme o, mejor dicho, de formular algunas preguntas. El problema es que ignoro a quién dirigirlas. Mi preocupación primera es con mi país, claro está; pero la extiendo. La extiendo, ya que las fronteras han sido y siguen siendo, a lo largo del tiempo, modificadas. Y México, recordemos, no ha sido la excepción. Entonces mi duda quiere acercarse a la comunidad humana, ahora evidentemente globalizada, ¿es decir, sin fronteras?
En la civilización occidental muchos siglos transcurrieron en el ``oscurantismo'' del medioevo. Era la exaltación de Dios, de los valores espirituales, de la riqueza que la otra vida --la verdadera-- iba a deparar, más allá de este limitado valle de lágrimas. El hombre sería pobre, miserable en este mundo, pero en el otro el sacrificio sería premiado en la Ciudad de Dios.
Y así, llegó el Renacimiento, la exaltación del individuo. Los grandes nombres en el arte, los grandes mecenas. El deseo de conocimiento. El anhelo de progreso que le permitiría al hombre mejorar sus condiciones sin enajenar la riqueza futura de su otra vida. Dios iba a dispensar premios y bendiciones al género humano que sólo hacía uso de sus intrínsecas cualidades.
El sueño de progreso fue extendiéndose. El hombre sería cada vez más sabio; cada vez más dueño de la Naturaleza; cada vez más capaz de tener al mundo en un puño. Por ejemplo, a partir del siglo pasado, y durante muchos años, la silueta de México se confundía con la de un gran cuerno de la abundancia. Presente en mis textos escolares, mi falta de conocimiento la atribuyó a una utópica visión del intento de educación socialista. La región que se prodigaba generosamente entre todos sus habitantes.
Y el tiempo siguió su curso, hasta declararse el ``fin de la historia''. Se condenó, no sólo los muchas veces torcidos caminos del socialismo real, sino el simple pensamiento social, el deseo de un bienestar comunitario. Y, muerto Dios, a la humanidad le era preciso acceder al reino en este mundo, postura en la que estaban de acuerdo tanto el pensamiento capitalista como el marxista. Quizá una de sus pocas coincidencias.
Un buen día cayeron muros, desapareció (claro que muy fugazmente) el enemigo. Y todos acaso extendieron brazos, mentes para luchar por el bienestar del género humano. ¿Pero cuánto duró el sueño? Pienso que bastante menos de lo que se hubiera supuesto.
Enmudecida la voz de Dios, debía escucharse nítida la voz de los hombres. Las reglas del juego se habían vuelto a modificar. La idea de ``pueblo'' había sido suplantada por la de individuo; el empleo de cualquier clase de medio para conseguir el fin fue justificado; el éxito se tradujo primero en bienes de consumo superfluos, y, después, en guarismos que rebasan la capacidad o la potencia de la imaginación humana.
El ícono del mexicano cuerno de la abundancia sirve muy bien de metáfora globalizadora. Puesto al revés, en éste se produce un gran vacío que va succionando riquezas naturales, trabajo humano, proyectos comunitarios, tradiciones, pasado, presente y futuro de la sociedad en función de un mandato que ha sustituido al divino. Como el ruido del aire que queda atrapado en un caracol marino, del cuerno brota una voz que ordena sacrificar a los insignificantes, a los anónimos, en aras no ya de la Ciudad de Dios, sino de la Gran Aldea.
Sin embargo, Dios le dictó sus leyes a sus profetas. Y el libro fue pasado de generación en generación. En él estaban inscritos los mandatos que acarrearían la salvación. Ahora no existe libro semejante, porque la voz que sale de la espiral del vacío es errática, exigente, irracional. Cambia con sólo oprimir un botón. Y la succión lo arrasa todo cada vez con mayor fuerza.
Ojalá que se descubra pronto que esa voz dictadora es como el rumor del caracol: no hay nadie detrás. Unos cuantos voceros --que se dicen iniciados-- se han apropiado de los esfuerzos humanos exigiendo obediencia a leyes oscuras que ellos ``interpretan'' para calmar el apetito insaciable de una entelequia. La idea misma de individuo ha sido reemplazada por una divinidad de configuración no sólo siniestra, sino, en el fondo, restringida en una única y, por ello, pobre dirección. Y en este paraíso hay muy pocos santos, aunque, eso sí, ilimitadamente poderosos.
Si en la Edad Media se prometía la bienaventuranza eterna en medio de la armonía sideral como pago al sacrificio, ¿cuál es ahora la promesa? ¿La armonía de los grandes guarismos sobre el caos de los pequeños? ¿Será éste el sueño cumplido de la humanidad?