La Jornada viernes 18 de septiembre de 1998

NO MAS BARBARIE

El asesinato de 19 personas --mujeres, hombres, niños, bebés-- perpetrado ayer en Ensenada, Baja California, en lo que parece ser una vendetta entre grupos de narcotraficantes, no sólo refiere el poder de fuego, la carencia de los más mínimos sentimientos de humanidad y la impunidad en la que operan esas corporaciones delictivas; nos coloca, también, en la perspectiva de una degradación moral y nos remite a los peores momentos de barbarie de la historia.

Si bien la masacre de El Sauzal no tiene precedentes en el abundante y cruento registro de ajustes de cuentas entre los capos de la droga, confrontaciones sociales de diversa índole han desembocado en actos de sangre equiparables, por su crueldad y su insania, en el pasado reciente del país.

Hace unos años, en una comunidad de la sierra de Puebla, un grupo de vecinos exterminó a machetazos a una familia entera que practicaba el protestantismo. Posteriormente, en Tierra Caliente, Guerrero, dos decenas de personas fueron emboscadas y rociadas a balazos por un conflicto interfamiliar. En el contexto del conflicto chiapaneco, en diciembre del año pasado 47 refugiados fueron asesinados en Acteal, Chenalhó, por un grupo de paramilitares que, según todos los indicios disponibles, actuó con la protección --si no es que bajo las órdenes-- de autoridades estatales y, posiblemente, federales.

Estos y otros actos de barbarie y exterminio indiscriminado, con todo y su diversidad de protagonistas, razones, circunstancias y lugares, nos colocan ante el riesgo de conformar, ante la repetición, una sociedad dominada por el cinismo y la indiferencia; es decir, una sociedad corresponsable y cómplice de la violencia ciega.

En otro sentido, los acontecimientos de Ensenada obligan a reflexionar acerca del hecho de que la actividad central del narcotráfico --la producción y el trasiego de estupefacientes ilícitos-- no es necesariamente la más grave, la más inadmisible ni la más peligrosa. Masacres como la de ayer lesionan más profundamente, si cabe, a la sociedad, no sólo por la destrucción de vidas inocentes, sino también porque constituyen un acto de radical demolición de valores humanos básicos y consensuales.

En esta perspectiva, habría que reordenar las prioridades de la política antidrogas vigente, y orientarla a evitar que vuelvan a producirse actos de violencia como el referido.

A este respecto, no puede omitirse que las armas de alto poder utilizadas en los asesinatos de El Sauzal no pudieron ingresar a territorio nacional ni llegar a las manos de los homicidas sin la complicidad corrupta de servidores públicos de algún nivel; no puede dejar de mencionarse que la apacible impunidad en la que se desenvuelven los hermanos Arellano Félix --señalados como presuntos autores intelectuales de la masacre-- no podría explicarse sin la protección y la aquiescencia comprada de mandos y efectivos de diversas corporaciones policiales y de seguridad pública.

En términos generales, es necesario, en aras de la sobrevivencia ética de la nación, que el gobierno, los aparatos de procuración e impartición de justicia, y la sociedad entera, reaccionen de manera enérgica e inequívoca contra acciones criminales como la ocurrida ayer en Baja California. No debe permitirse que la visión de la sangre se nos vuelva costumbre.