Las promesas y el desencanto de las engañosas riquezas del Soconusco están documentadas por el Archivo Histórico Diocesano de San Cristóbal y, tal vez, son una lección. El Soconusco ha funcionado en la historia como una profecía del destino de la selva Lacandona: primero como un virtual emporio, despoblado, virgen pero codiciado; luego poblado y saqueado, para terminar siendo un peligro ecológico crónico. La tragedia que hoy lo azota no es la primera ni es cataclismo imprevisible; se dio con la misma amplitud en 1641, 1659, y 1794 cuando Huehuetán, su antigua capital, fue destruida por las aguas y cuando se inició el despegue de Tapachula que, al pasar de pueblito a capital, trató de reponer parte de lo perdido entonces. Otras hubo, y muchas, registradas pero sin su fecha. Al tumbar sus selvas, al importar sin regulación una población ajena, al probar nuevos cultivos con el criterio de los caprichos del mercado, la naturaleza se cobró un desquite.
Parte de su atracción es su carácter de pasillo estratégico de comunicación por la vía natural que han sido sucesivamente sus esteros, eje de penetración de los aztecas (hoy azolvados, pero ayer canal marítimo de pesadas barcazas con cosechas de café y cacao de Puerto Madero a Salina Cruz), el Camino Real de Nueva España al Reino de Guatemala, luego el ferrocarril y finalmente, desde los años 70, el ramal costero de la carretera panamericana. Descuidados todos y sin mantenimiento, se echaron a perder convirtiéndose vilmente en corredor militar o de contrabando (en sus múltiples formas) por la proximidad de la frontera.
Su feracidad tropical, excitando la envidia, lo convirtió en la provincia por antonomasia: cacao, algodón, añil (todos ellos venidos a menos), ganado mayor (con pérdidas crónicas por sequía, incendios o inundaciones), cítricos, soya, tabaco, banano y luego mango y café. Su desarrollo salvaje lo convirtió en ruina de lo que fue. Se desestabilizaron sus suelos, se desequilibraron su clima y su ecología porque se habían tumbado sus selvas y erosionado el pie del monte, acarreando la furia de sus 17 ríos con las consiguientes pérdidas agrícolas y humanas.
Hasta 1535, era de las cinco zonas más productivas de Mesoamérica en cacao pero, ya en 1575, se convirtió en la de menor producción. Por 1640 y 1700, las cosechas de ese grano tuvieron tasas bajas en cantidad, pero su calidad le permitió sobrevivir. El conquistador vino a adueñarse de la riqueza, no a trabajarla. Para que rindiera, lavó la población soconuscense con empresarios ajenos y fuerza de trabajo importada de los altiplanos de Guatemala y Chiapas: indios, negros y mulatos. La concentración de cultivos -y de gente, sin las mínimas precauciones- atrajo todas las plagas y epidemias. Sin lugar sobrante para milpas, entraron las hambrunas en un paraíso agrícola porque, esquilmado el medio ambiente por el desarreglo de la naturaleza, las aguas, crónicamente, arrasaban lo poco que daba. El deterioro ambiental, las pestilencias, el mal trato de los amos y la pobreza de la peonada diezmaron la mano de obra. Nadie se preocupaba por reproducir las riquezas cosechadas; tan sólo se las extraía como de una mina.
En el siglo XIX, el Soconusco repuntó. Nuevos tesoreros asomaron. El tabaco, luego el café -con el sudor de los chamulas- acarrearon más divisas que el cacao. Los promotores de esta nueva riqueza llevaban otros apellidos que generaron un nuevo liderazgo económico y político: los Córdoba, Larráinzar, Matías Romero. Se lo robaron los del siglo siguiente, con otra mano de obra y otros aventureros. Para la primera, canacos del Pacífico, hindúes que transitaron por las Antillas, yaquis deportados del norte de la República relevaron a los de la Colonia; para los segundos, empresarios ingleses, farmers estadunidenses, alemanes, emigrados japoneses sucedieron a los del siglo anterior. Con ellos se abrieron nuevos mercados y nuevos cultos que transformaron la sociedad del Soconusco, no siempre con racionalidad.
A fines del siglo XVIII tenía 8 mil 901 habitantes; dos décadas después, con la Independencia, esa población se había duplicado y crecería después de manera exponencial. En el siglo XX, sin carretera hasta 1971, carros y maquinaria en piezas sueltas llegaban por el ferrocarril y se reensamblaban en una como isla del país, en circuito cerrado, sin posibilidad de salir. Mutatis mutandis, el Soconusco, entonces, actuaba como la zona norte de hoy (que vacía sus riquezas hacia Tabasco): obligado a liquidar sus riquezas por la frontera de Guatemala e incentivando la tentación de segregarse de Chiapas.
Como en la zona chol, apenas se mejoraron las infraestructuras: cada año cayeron puentes uno por uno. La única diferencia es que hoy se derrumbaron todos juntos. En el censo de 1960, 59 mil 326 habitantes usaban zapatos, 67 mil 470 iban descalzos; el número restante del total (234 mil 116 pobladores), o sea los más, era aquél que usaba huaraches; las víctimas de la actual catástrofe. En esas fechas, Vallejo y la huelga de los ferrocarrileros de 1958 encontraron un terreno fértil para sembrar sólidos movimientos izquierdistas, lo que en campaña electoral no puede escapar a la mediática atención oficial. Fruto ambiguo de ésta son las ampliaciones del ejido de Los Chorros (municipio de Chenalhó, a 400 kilómetros. de distancia) en Pijijiapan, hoy siniestrada.
Lo del Soconusco no es un cataclismo, sino una catástrofe que tiene cola, es decir, evitable a largo plazo. Si la primera selva habitada de Chiapas terminó así y es ahora, con todo y tragedia, la región más rica del Estado, ¿qué esperar para el resto de Chiapas?