Para nosotros, el 2000 se ha convertido en una fecha que trasciende el nuevo siglo y el nuevo milenio. Es nuestra cita con la historia, rayo de luz; el año en que ``la vamos a hacer'', como si por arte de magia pudiéramos borrar los errores y expiar las injusticias del pasado; el mexicanísimo ``borrón y cuenta nueva''. Es, definitivamente, año de ilusión, pero también es tiempo de preocupación. Año de águila o sol en que pudiéramos perderlo todo, o ganarlo todo, en un proverbial volado con la vida o con la muerte. Buscamos afanosamente al artífice de la transición porque estamos acostumbrados a los milagros y tenemos una aversión natural a abrir caminos con nuestras propias manos; todo se nos da, nacimos con buena estrella. Por otra parte, en nuestro lado oscuro, somos una nación de chivos expiatorios con una asombrosa habilidad para apuntar el índice de fuego. Queremos democracia, pero ciframos todas nuestras esperanzas y depositamos toda la responsabilidad en el Presidente de la República. Añoramos los tiempos en los que él nos liberaba de la engorrosa responsabilidad política y tomaba decisiones por cuenta nuestra (somos, también, un pueblo de escapistas).
En el último Informe el Presidente intentó un lance republicano y desató la tormenta. Habló del sucesor -palabra prohibida- e invitó a los partidos a crear ``las condiciones propicias'' para el próximo sexenio. Algunos interpretaron la retórica presidencial como una invitación a compartir el poder. Otros, los más, acusaron al Presidente de abdicar al poder. Todos los partidos de oposición, sin embargo, sin advertir que su conducta mostraba una ansiedad incontenible, se apresuraron a adivinar la semilla de la ingobernabilidad tras un real o imaginario hastío presidencial. Por eso, cabe preguntar: ¿tenemos partidos institucionales preparados para asumir la responsabilidad histórica en el 2000?
En 1975 Octavio Paz afirmó que nuestro sistema político estaba fundado en la creencia inmutable de que el presidente y el partido oficial constituían la encarnación del todo mexicano. En realidad, esa creencia había comenzado a desintegrarse en 1969, cuando el PRI dejó de funcionar como plataforma política y permitió que los presidentes llegaran al poder sin experiencia electoral. Al cabo de 30 años, esa práctica alejó al presidente del partido y del pueblo y creó un vacío democrático que destruyó la credibilidad del PRI. Pero la marginación del partido oficial tuvo otro efecto devastador sobre el sistema: eliminó la necesidad de adoptar una plataforma política y permitió que los designios presidenciales y el ``estilo personal de gobernar'' fijaran el programa de gobierno. Hoy, en vísperas de la elección más importante de su historia, el PRI -afirma Carlos Fuentes- ``se desintegra en medio de arrebatos sicilianos'' y es imposible predecir si su vieja maquinaria electoral resistirá el embate de candidatos extramuros (Manuel Bartlett y Roberto Madrazo) empeñados en derrotar al candidato presidencial.
Al inicio del sexenio el PAN, finalmente decidido a ganar elecciones y a gravitar en la órbita de la cohabitación, detentaba cuatro gubernaturas, 156 alcaldías y un asiento en el gabinete presidencial. Una posición envidiable para un partido que hasta 1976 había jugado básicamente el papel de conciencia cívica. Ahora, el partido tradicionalmente resignado a perder la presidencia sabe que pudiera ganarla, aunque no sin antes sufrir el estruendo de la lucha interna entre la corriente tradicional y Vicente Fox, un candidato autónomo, tormentoso y populachero, decidido a ``pisar el acelerador'' para quitar ``los flotadores que mantienen al sistema''. (Hoy en día, el único que podría descarrilar su candidatura sería el carismático Jefe Diego.)
El PRD ha sido injustamente caracterizado como institución hamletiana inmersa en el dilema de ser o no ser; un partido atrapado entre dos centros de poder. Y sin embargo cabalga. Ahí está la contundente victoria de Cuauhtémoc Cárdenas en el Distrito Federal. Empero, el partido parece condenado a oscilar entre Cárdenas, el fundador y precursor de la apertura democrática, y Porfirio Muñoz Ledo, el brillante pero incendiario tribuno republicano. Su triunfo podría depender de un candidato institucional como Andrés Manuel López Obrador, uno de los más sutiles e inteligentes operadores políticos del México contemporáneo.
La victoria será de quien sepa encauzar el cambio. El fracaso, de todos. ¿Aguila o sol?