La Jornada Semanal, 20 de septiembre de 1998
Juan José Arreola empezó escribiendo poesía, pero como en los casos de Joyce, Lowry o Cortázar, como en tantos otros, la poesía se halla más en su prosa que en sus poemas en verso.
En uno de sus fragmentos Novalis afirmaba que el poeta era un mago; el adolescente Rimbaud (lo dijo en la más famosa de sus cartas) anheló ser un vidente; en su ``Arte Poética'' Huidobro concluyó que el poeta era un pequeño dios. De una u otra forma, los tres buscaron decir que el poeta crea el objeto verbal pero algo más allá de él lo empuja o lo ayuda a modelarlo.
La poesía tiene un mundo de imágenes del mundo y crea un mundo de imágenes que crea otro mundo. ``Poesía es verdad'', decía Novalis. Es decir, la poesía al transformar el orbe exterior y el orbe interior volviéndolos ficticios, los hace, paradójicamente, verdaderos, y a veces, más verdaderos que los vistos en el mundo real.
Desde siempre Arreola me ha dado la imagen del prestidigitador: sus breves textos parecen sacados, con arte o habilidad, de la chistera o por debajo de la manga o del cuadro invisible de un muro o de los juegos del aire. El ilusionista que engaña de principo al público, el cual ignora dónde comienza la ilusión, la alucinación o el detalle auténtico. Sin embargo, cuando se va despojando el texto del ropaje ilusorio se encuentra, no pocas veces, con un cuerpo y un alma dilacerados. Las llagas son singularmente visibles en dos libros magistrales: Cantos de mal dolor y Prosodia. Juego, sorpresa, ilusiones, pero también dolor, melancolía y desencanto.
Para quien haya conocido y leído a Arreola no deja de sorprender la contradicción detonante de su fecundia y la parvedad de su obra escrita, pero en una como en otra hallamos una exactitud de hechizo. Da la impresión de que en ambas buscó a la vez la palabra bella y la palabra justa, le mot beau et le mot juste. El escenario de su facundia lo fue trasladando a diversos lugares del mundo y muchos tuvimos el privilegio de oírlo con asombro continuo como si oyéramos la música de un poema. La poesía se halla en su habla diaria y en las páginas de sus libros.
Pero la palabra oral parece estar -está- en buena parte de su misma obra escrita. Como se sabe, él empezó dictando. En una entrevista que le hice en 1985, decía: ``Lo primero que redacté fueron versos, y antes de redactarlos los dicté a mi hermano mayor'' (De viva voz). Y lo siguió haciendo. Por poner un caso, las perturbadoras páginas de Bestiario las dijo, palabra por palabra, al joven José Emilio Pacheco en los años cincuenta. Admirablemente, esas páginas apenas fueron corregidas. Como si la página escrita en la mente de Arreola pasara a la página de los cuadernos que redactaba Pacheco. No en balde a Arreola le gustó mucho hablar de voz alta. Dos ejemplos: al promediar los años cincuenta fue el entusiasta animador del espectáculo Poesía en voz alta y una antología que hizo de textos narrativos a través de la historia, pensada para ser leída principalmente por niños, la tituló Lectura en voz alta.
Poema en prosa y poema en verso
¿Pero hasta dónde Arreola quiso en verdad escribir poesía en sus textos en prosa? ¿Por qué en su obra hay tal abundancia de instantes poéticos? Según él, fue de modo involuntario. Los instantes musicales resonaron mejor en sus breves prosas que en su poesía en verso. Un hecho contribuiría a complementar, y más, a justificar mi aseveración. En la más sobresaliente antología de poesía mexicana del siglo, Poesía en movimiento, Arreola fue uno de los autores incluidos, y el gusto de los antologadores (Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis) se inclinó por sus brevedades en prosa, que juzgaron como parte de una obra ``eminentemente poética''. Escogieron ``Elegía'', ``La caverna'', ``Telemaquia'', ``Dama de pensamientos'', ``El sapo'', ``Cérvidos'' y ``Metamorfosis'', es decir, textos de tres breves libros de maravillas breves: Bestiario, Cantos de mal dolor y Prosodia. ``Lo hemos incluido -justifica Octavio Paz en el prólogo- porque pensamos que ha escrito verdaderos poemas en prosa. [Contienen] fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado.''
Escritos desde una profunda experiencia de vida y cultura, los textos suelen tener dos o más interpretaciones: debajo del tema subyacen a veces uno o varios temas. En muchos de los más logrados, suele partir de la tradición y de sus infinitos documentos, pero en otros prevalece la observación perspicaz, como en su magnífico Bestiario, donde consigue ambigüedades y duplicidades gracias a las posibilidades múltiples que abre la fábula o, más específicamente, a las equivalencias, emblemáticas o auténticas, de los seres humanos con aves, fieras, mamíferos, serpientes o batracios. En Bestiario hallamos imágenes y metáforas que transfiguran el reino animal: la jirafa es un ``cuadrúpedo de cabeza volátil'', el hipopótamo es un ``buey neumático'', las focas son ``pesados lingotes de goma'', el ajolote es ``un pequeño lagarto de jalea'' y la pata erguida de la garza es un ``palafito ejemplar''. ¿Cómo llamar a estas líneas sino poéticas?[...]
En sus brevedades suele haber una doble o triple lectura y el blanco predilecto resulta por lo regular la mujer, a quien suele mirarla como intelectualmente inferior, frívola y aturdida de una forma que le es del todo natural. En los textos misóginos Arreola acostumbra unir, con cálculo y astucia, imágenes de delicada exquisitez con atroces imágenes de vulgaridad. A este desacuerdo pertenecen textos como ``Homenaje a Otto Weininger'', uno de los más perfectos, donde un perro sarnoso recuerda, mientras se rasca en un muro, a la perra que seguía con celo entrañable pero que, por murmurios y rumores, sabe que se revuelca o se pega en otros barrios ``con perros grandes, desproporcionados''; o ``Caballero armado'', donde el ángel toma al toro de cuarenta años por los cuernos y lo retira de las lides; o ``Metamorfosis'', donde el hombre descubre que la centelleante mariposa, la mariposa como joyel, que un día cayó en su caldo de lentejas y a la cual él restañó y disecó con escrúpulo científico y amoroso, la que creyó el ideal conyugal, era sólo ``una mariposa común y corriente, una Aphrodita vulgaris maculata''.
Epígrafes, títulos, citas
1) Epígrafes. Cuando colocamos una cita como epígrafe es porque creemos que toca alguna cuerda del instrumento del texto buscando una leve y honda armonía. Trata de sonar entre las frases para que en el todo responda y corresponda. Arreola llega a utilizar también las citas como título del texto.
Los epígrafes arreoleanos son una guía y una orientación. Son como señales en el camino que el autor deja para celebrar o reverenciar a su manera a los autores dilectos para que otros las sigan o las vuelva a seguir él. En los epígrafes encontramos poetas que él acostumbra citar a menudo en conversaciones con amigos o en entrevistas literarias: Isaías, Ronsard, Paul Claudel, Rubén Darío, Carlos Pellicer, y otros, que cita menos, pero que han sido frondosos árboles del jardín, como Horacio, Charles d'Orléans o Shakespeare [...]
Los epígrafes en verso se hallan en notables textos misóginos, muy lejos del cielo, del sueño y el ideal de Petrarca y Garcilaso de la Vega, y cerca del desprecio lúcido de Baudelaire y Otto Weininger, pero casi siempre ahondados de tristeza por la pérdida o la felonía de la mujer. Por ejemplo, el verso de R.D. (Rubén Darío), ``Divina Psiquis, dulce mariposa invisible'', lo usa de epígrafe en su ``Homenaje a Johann Jacobi Bachofen'' y lo adapta al final del texto. En las páginas escarnece a la mujer destacando que, desde que puso pie el antropopiteco, el hombre fue llegando con lentitud a la posición erecta y ``paso a paso al pensamiento conceptual'', mientras la mujer tardaba más en hacerlo. ``Entre tanto -dice- perdió estatura, fuerza y desarrollo craneano.'' Pasaron siglos y milenios pero no el resentimiento vengativo de la mujer. ``Anda ahora libre y suelta por las calles, idealizada por las cortes de amor, nimbada por la mariología, ebria de orgullo, virgen, madre y prostituta, dispuesta a capturar a la dulce mariposa invisible para sumergirla otra vez en la remota cueva marsupial.'' [...]
El verso de Charles d'Orléans, ``J'ay eschés joué devant Amours'' (``He jugado ajedrez ante el amor''), es el epígrafe del poema en prosa ``El rey negro'', en el cual, como en otros, el ajedrez es un juego dentro del gran juego que es la vida. El epígrafe es aquí el tema. El relator, que es uno de los dos jugadores, está a punto de perder la partida, la cual es también la partida amorosa. El jugador-relator se define como el famoso verso inicial del soneto ``El desdichado'' de Gérard de Nerval, como ``el tenebroso, el viudo, el inconsolable''. La partida se acerca a su fin. Dice entonces que al sacrificar su última torre le queda sólo el peón femenino al que cercan el alfil y el caballo de las blancas. El jugador-relator trata de esquivar el mate. Pasan días y noches. Tiene la vaga esperanza de quedar tablas si después de cincuenta movimientos de ambos no ``hay captura de pieza ni movimiento de peón''. Es inútil. Se da cuenta que desde siempre ha elegido mal sus objetos amorosos, y jura, no bajo palabra de honor sino de amor, ya no jugar al ajedrez, es decir, ya no contendrá en la liza contra el amor. Se dedicará sólo al estudio de las partidas ajenas y de diversos mates, ``siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama''.
2) Títulos. Los títulos de textos de Arreola, relacionados con la poesía, pueden ser un verso o el capítulo de un libro célebre, los cuales sirven como mensaje o señal.
El título de un texto, ``Allons voir si la rose...'', la famosa línea de Ronsard que alude a la flor de la rosa y a la mujer como rosa, se enlaza al principio de la pieza arreolana con otro verso ronsardiano: ``¡Cortemos desde ahora las rosas de la vida!'', y al final con otro no menos famoso del mismo autor: ``Al tiempo que fui bella, Ronsard me celebraba.'' ``Allons voir si la rose...'', es parte del primer verso de la ``Oda a Casandra'', que dice exactamente: ``Mignonne, allons voir si la rose...'' En la ``Oda'' Ronsard busca convencer a la mignonne, a la linda muchacha, para que vayan a ver si la rosa, que abrió esa mañana, perdió ya en la tarde su atavío de púrpura. O de otro modo: el poeta recomienda a la mignonne que mientras su edad florezca corte en la edad lozana, porque la vejez marchitará una hermosura que dura lo que un día. Los otros dos versos que Arreola recrea en su texto lúdico, son el cuarto y el catorceavo del segundo de los ``Dos sonetos a Helena''.
El poema en prosa arreoleano ilustra, no al Ronsard en su posteridad de lírico, sino al hábil y hedónico amante que utiliza su destreza de versificador como medio para desflorar señoras y señoritas de las ``riberas del Loira del Cher'', ese poeta -dice Arreola- que acertó ``con la metáfora garrafal que aseguró limpiamente su victoria sobre el tiempo'' -esa metáfora que no es otra que aquella de la joven comparada a una rosa que debe cortar a tiempo los pétalos vivaces para que su belleza no se agoste sin usarse y termine en una anciana corcovada lamentando no haber conocido el amor. [...]
3) Citas. Hay un texto, ``Flor de retórica antigua'', que parte de una cita de una décima de don Luis de Góngora y Argote. Dice Arreola al principio: ``Góngora enviando un menudo lleno de flores a las monjas: de las terneras que mata/ don Alonso de Guzmán...'' Es decir, Góngora -detalla luego Arreola- envía a las monjas un regalo de flores y de vísceras con todos los matices que significa eso.
En este caso, da la impresión de que Arreola cita de memoria. Lo que Arreola da como una décima son verdaderamente dos. En la edición preparada por Pedro Henríquez Ureña sobre la poesía de Góngora las décimas son las doce y catorce. Ambas las redactó el poeta andaluz en 1608. La cita de los versos gongorinos es de la primera, y las flores acompañadas de las vísceras son de la segunda.
Son décimas que, por otra parte, juegan con una doble intención: en la primera, al parecer, la monja ha hecho un regalo en plata, real o emblemático, al poeta, y él a su vez le paga con un cuarto de ternera que hubiese querido que fuese una tela finísima de seda. En el segundo, el menudo, como no puede ir con fruto, va con flores, es decir, como no se deja que en los conventos entren embarazadas, entran de tal manera las vísceras. [...]
Como se ve, es la misma monja... pero dos distintos menudos.
Paráfrasis y adaptaciones
Aun cuando parta del documento y aun en textos mínimos, Arreola no puede contener sus desplantes escénicos. Como si actuara una pieza teatral dentro de lo que escribe. Al leer ``Una mujer amaestrada'' asociamos, de alguna forma, con el poema en prosa baudelaireano ``La mujer salvaje y la pequeña amante''. Pero más allá del enjoyado estilo y de la espléndida misoginia de ambos autores, las diferencias son claras. En el poema de Baudelaire, autor y amada son personajes: el autor dialoga con la amada y se lamenta de los suspiros de ésta, no de remordimiento, sino de bienestar y sosiego. Una amada que sólo busca mimos, arrumacos, consuelos y confirmaciones. Hastiado, el hombre propone algo a la vez desmesurado y lógico: existe una jaula de hierro donde un orangután, que se parece a la amada, sacude rabioso los barrotes. El orangután es un ángel, es decir, una mujer. El domador que ha encerrado a la bestia es el marido y suele mostrarla los días de feria en las barriadas. La bestia feroz se traga todo cuando el marido le envía.
En el de Arreola, en cambio, el relator es el testigo mismo de la anécdota en la que, en una plaza, ``un saltimbanqui polvoriento exhibe una mujer amaestrada''. Reducida a su ínfima expresión, haciendo escasos movimientos sin ninguna idea, la mujer actúa en un espectáculo insignificante y nauseabundo. La irrisoria función de circo chatarra se desarrolla dentro de un círculo de tiza. El domador, con la mano izquierda, controla emblemáticamente a la mujer con una cadena precarísima en torno del cuello y, con la derecha, sostiene un látigo de seda tan flojo que ni siquiera puede chasquear en el aire. Un enano acompaña al dúo tocando un tamboril. Como en la era cuaternaria, los movimientos de la mujer se reducen ``a caminar en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental''. El espantoso premio consiste en besos de la mujer a hombres del público. Sin embargo, un buen observador puede darse cuenta de que los años han creado una dependencia afectiva entre el domador y la fiera, es decir, la mujer.
El espectáculo callejero continúa. Todo en él es falso, vulgar, y el público mismo se contagia con los defectos. A golpe de tamboril, la mujer da vueltas de carnero y baila luego de forma descompuesta. De pronto todo cambia: el relator se vuelve parte del espectáculo: salta espontáneamente dentro del círculo de tiza y el enano con el tamboril y la mujer domada que bailan se superan al máximo, y el relator se integra hasta volver el espectáculo un acto de delirio. Espectáculo y texto terminan cuando el relator cae bruscamente de rodillas. [...]
¿Pero qué son los textos de ``Aproximaciones'', sino eso, aproximaciones, bellas adaptaciones y versiones de textos de, entre otros, Jules Renard, Pierre Jean Jouve, Henri Michaux, O.V. Lubicz Milosz, Francis Thompson y, sobre todo, su admiradísimo Paul Claudel? ¿Qué hay, sino medios o pretextos, para hacer, a partir de otros, sus propios textos? [...]
Los poetas históricos como personajes
En los textos arreolanos cruzan, por una vía, grandes poetas marginales, desdichados o frustrados y, por otra, improvisados u originales poetas de su lugar natal, a los que, con su habitual picardía, rescata en su novela polifónica (La feria).
Entre los primeros se hallan Manuel Acuña (``Monólogo del insumiso''), dos ya tratados (Ronsard y Góngora), el andaluz Garci-Sánchez de Badajoz (``Loco de amor''), Franois Villon (``Epitafio''), Guillaume de Machaut (``La canción de Peronelle'') y, como poeta fallido, Aristóteles (``El lay de Aristóteles''); entre los segundos observamos delicias provincianas como un diecisieteañero vate, del cual no se conoce un solo verso, a Isaías, profeta pueblerino, a la poetisa Alejandrina, que causa un terremoto sexual -en una ciudad de movimientos telúricos- entre los miembros del Ateneo zapotlanense, y a una cuerda oscura de poetas ocasionales que en la oscuridad redacta oscuros y graciosos anónimos. [...]
En ``Epitafio'' reconocemos familiarmente a un extraordinario poeta marginal, al ``pauvre petit escollier'' Franois Villon (1430-1462?), ``seco y negro como pala de horno'', quien recibió la licenciatura de mitre des arts en la Sorbona, asesino de curas, ladrón de quinientos escudos de oro del Colegio de Navarra, quien padeció miseria y cárcel, conoció labores, tristeza y llanto, y quien en su ``Legado'' y en su ``Testamento'' dejó toda su enorme riqueza hueca a quienes quiso u odió, le hicieron daño, trató o supo de ellos en el magro paso de su dura vida: desde príncipes, curas y bellezas de la época, hasta delincuentes, soldados, carceleros y meretrices... Habían pasado cien años de guerra. El orden medieval estaba trastocado, pero otra guerra seguía, como dice Italo Siciliano, más sombría y cruel, de individuo a individuo. El crimen era un espectáculo de todos los días. Sin embargo ese siglo feroz es también, por contraste, un siglo profundamente religioso. El mundo facineroso de Villon era el de las cofradías aviesas, las tabernas sórdidas y las jóvenes mercenarias: ``Tout aux tavermes et aux filles''.
Curiosamente, el texto de Arreola está dedicado a Marcel Schwob. ¿Por qué? Tal vez se trate de un mensaje doble: Schwob, junto con Borges y Papini, son los autores que más han sellado a Arreola, y Schwob, con su biografía sobre Villon, recogida en Spicilége, abrió los estudios modernos sobre el poeta medieval. Arreola, en una llama lírica, comprendió muy bien la vida de este marginal desesperado, que desapareció y nadie supo absolutamente nada de él después de que cumplió treinta años: ``Pero rodó siempre de miseria en miseria. Conoció el invierno sin fuego, la cárcel sin amigos y el hambre pavorosa de los caminos de Francia. Sus compañeros fueron ladrones, rufianes, desertores y monederos falsos, todos perseguidos o muertos por la justicia.'' [...]
Los poetas de Zapotlán como personajes
En La feria, única novela de Arreola, el personaje múltiple, el verdadero personaje -se ha escrito muchas veces-, es el pueblo. Es una novela polifónica donde hablan los indígenas tlacayanques y tequilastros, el carnicero, el carpintero Francisco, el médico pícaro y estafador, el abogado usurero y su hermano Abigail (peor que él), el padre Zavala, el loco cornúpeta, la multilenona doña María la Matraca, el tendero Federico, el profesor Morales, el cohetero Atilano, el campanero Urbano, el solterón don Salva, Pancho el cantor, el abusivo Odilón, don Fidencio el cerero y Chayo su hija...
En la novela las historias suceden en torno a la organización de la feria, es decir, la función para el señor San José, patrono del pueblo. Acaso las historias principales son: la lucha de los indios por recuperar las tierras, la repentina muerte del licenciado, la mudanza de domicilio de las laboriosas putas y el terremotazo. Estas historias se entremezclan con relatos de jornadas de siembras, de leyendas populares, de cornudos repetidos, de maltrato familiar, de profetas de pueblo con vuelo bíblico.
En la galería de retratos aparecen desde luego los poetas: el poeta improvisado, el poeta bisoño, el poeta mercenario, la poetisa de villorrio... el destellante e ingenioso Juan José Arreola recobra destellos del agudo ingenio popular o de los instantes, como nidos jaspeados, de la cursilería. Cuartetas que de pronto surgen en el fuego cruzado de los acontecimentos, como la del niño precoz que va a confesarse con el padre, y le dice que al barrer se le ocurrió lo siguiente:
Vamos juntanto virutas
en casa del
carpintero
las cambiamos por dinero
y nos vamos con las
p...
Más definido como personaje está, por ejemplo, el poeta diecisieteañero (ignoramos su nombre), quien en su diario de un seductor zapotlanense cuenta su infinito acoso a la treceañera María Helena, quien compendía celestialmente a la virgen María y clásicamente a la Helena homérica. Por desgracia, el poeta adolescente nos dejó su retrato pero no sus versos.
Pero lo que modifica y aun trastorna la vida cultural de la hermosa villa del sur jalisciense, es la creación del Ateneo Tzaputlatena. En él, las noches de cada jueves se reúne el rumbo y trueno de la intelectualidad del sitio y, al menos cada quince días, se programa la visita ``de algún poeta o escritor de la región''. El primer invitado, por caso, fue Palinuro, afamado poeta tapatío, quien pese a tener una asistencia récord de dieciocho personas, no pudo, por sobredosis de coñac, leer ``lo más granado de su producción poética''.
El segundo fue un historiador de Sayula y la tercera fue la poetisa Alejandrina, originaria de Tamazula, quien con su libro de versos eróticos titulado Flores de mi jardín, provoca una sacudida sísmica en el recinto y fuera de él. La llegada de Alejandrina a Zapotlán trae como consecuencia, además de que los ateneístas conozcan sus versos, que se soliviante la paz de los hogares, sobre todo y manifiestamente en el de uno de los contertulios, quien está a punto de perder corazón, mujer y casa. Cuando Alejandrina se aleja de Zapotlán, del Ateneo Tzaputlatena y del poeta casado y ateneísta, éste, al leer la tarjeta de adiós que le deja Alejandrina en el hotel, comienza a vagar lleno de melancolía por el pueblo y no se detiene sino hasta la caída de la tarde. El socio del Ateneo se sienta en una banca del jardín y ve llegar la primera estrella. Repite entonces versos precisos para la ocasión:
Y pues llegas, lucero de la tarde,
tu trono
alado ocupa entre nosotros...
Hacia 1883 Robert Louis Stevenson decía en una carta que en literatura sólo hay un arte: omitir. Arreola, en su breve y mágica obra, supo magníficamente ese arte. No fue el escritor de empuje oceánico, de aliento borrascoso, sino, como él dijo, el artesano que hace marquetería y filigrana. Pequeñas maravillas henchidas de secretos.
Como todo verdadero poeta, Arreola buscó que cada línea de su obra no se pareciera a ninguna otra y que cada pieza expresara más por sus silencios y sugerencias que por lo dicho en ella.
Hace ya tiempo, cuando leí por primera vez el conjunto de sus libros, me pareció que la obra era el Poema. En esta primavera de 1998, cuando vuelvo a hacerlo, me parece que su obra es el Poema.