La Jornada Semanal, 20 de septiembre de 1998
El corazón del instante (FCE, México, 1997) es menos que un volumen de obra reunida aunque también es más que esto. No contiene la totalidad de los libros de poesía publicados por Alberto Blanco hasta nuestros días, pero engloba lo que su autor denomina ``un ciclo completo de poemas''. Al reunir su trabajo, el poeta ha realizado una serie de operaciones concretas de entre las cuales debemos subrayar, aparte de los libros que no se incluyen, el acomodo no cronológico de los textos y, sobre todo, la concurrencia de materiales que no se habían publicado antes en forma de libro: ``La otra mitad de la parábola'', ``Paisajes en el oído'', ``El corazón del instante'', ``La raíz cuadrada del cielo'' y ``Antipaisajes y poemas vistos''. Aunque los textos de obras ya publicadas aparecen prácticamente sin alteración, la edición y secuencia, la modulación y los nuevos acentos revelan una voluntad crítica al mismo tiempo que la presencia de un valor estructural que, a mi entender, rebasa, conmueve y puntualiza tanto las particularidades de cada poema como la organización interna de cada libro y la propia disposición en la serie.
La forma renovada, más amplia y dinámica, que nos ofrece esta obra en su conjunto, es un hecho que podría despertar -dada la claridad de sus elementos constructivos- el impulso de aproximarse a ella como quien abre la tapa de una maquinaria de relojería debidamente engranada y aceitada y, con mirada docta, pondera sus innovaciones y su funcionamiento, o deplora el desgaste o el diseño de una pieza. Pero esa maquinaria, como la pipa de Magritte, no es una maquinaria. Desde la publicación de Giros de faros(1979) y Antes De Nacer (1983), los críticos se vieron tentados a formular acercamientos vinculados a la imagen mecanicista que muy probablemente brindaba la facilidad de enfrentar desde un mismo enfoque la riqueza conceptual y simbólica de la obra de Blanco. La imagen de la máquina, al margen de la fascinación moderno-vanguardista es, sin embargo, estimable, sobre todo en su atributo fundamental: una máquina debe funcionar. La lectura inteligente que de El corazón del instante ha realizado Jorge Fernández Granados, por ejemplo, destaca los valores renacentistas del ingenio y la curiosidad; atribuye a Blanco la capacidad de aunar artificio, sinceridad y originalidad en formas de enorme precisión y eficacia. Siendo más que certero en su apreciación de las formas y en su resultado artístico, se ve obligado por los términos de su argumentación a prescindir hasta cierto punto de lo que puede vislumbrarse detrás de las palabras, en sus orillas inestables, en el silencio que las circunda, en el tiempo y espacio que las sustenta; trazos que, a lo largo de esta obra -y sigo ahora las limitaciones de mi propia argumentación- se van engrosando en la misma medida en que las formas artísticas se simplifican, se evanescen para dar volumen a las contradicciones y paradojas, a las imágenes y visiones más existenciales.
En el lenguaje poético, ``el significado -dice Foucault en El nacimiento de la clínica- sólo se revela en el mundo visible y grávido de un significante cargado a su vez de un sentido que no puede dominar''. Esto es lo que nos advierte Blanco entre líneas: por disposición, oposición, sincronía, proximidad, temperatura o resonancia, un conjunto de poemas entra en una relación dinámica más amplia de donde emana más energía, es decir, más significado del que obtenemos en la suma de sus partes. Las partes siguen ahí con todas sus palabras, con sus distintas cargas, pero éstas, por efecto de una sobreabundancia de sentido, nos interrogan de manera distinta. El autor ha vivido, entonces, la experiencia de ser interrogado por sus propios textos. Se ha dedicado, con plena libertad de recursos, a la construcción de un ``segundo lenguaje'' que intenta descubrir lo que está más allá de las formas visibles; a la construcción de ese ``comentario'' que definiera Foucault como la vía para hablar de lo no explícito, de lo no dicho: esa suerte de lenguaje del silencio que en sus distintos grados de inefabilidad habrá de llevarnos de regreso a los orígenes mismos de la poesía. El ``comentario'' implícito es el que, precisamente, figura en el ``ciclo''; pero también, al actualizarse en el cuerpo y raíz de cada poema, se convierte en el impulso, en el amplio giro que lo desahoga hacia una vida singular y autónoma. Su conformación va más allá de una propuesta estética (que sólo buscaría la riqueza formal) o simbólica (que intentaría sistematizar el producto de la experiencia) y obedece, más bien, a una necesidad básica y a una verdad artística que en ninguna parte he visto mejor expresada que en estos versos del tercer cuarteto de T.S. Eliot: ``Tuvimos la experiencia pero perdimos el sentido/ y aproximarse al sentido restaura la experiencia.''
En El corazón del instante, la estructura a la que nos referimos no es la de los funcionalistas, sino el trazo de una restitución. La estructura que el autor descubre y propone es una imagen o, para ser más preciso, dos imágenes de pulsión contraria que se cruzan, se funden y se fundamentan. Una imagen casi arquetípica, casi científica, casi filosófica; una imagen que se revela entre el conjunto de infinitas imágenes, ubicua, subliminal e instantánea. En el poema ``Teoría de la luz'', se expresa de la siguiente forma: ``Así, nuestro pensamiento contiene en sí mismo/ dos posibilidades paradójicas infinitas:// Crecer hasta ocupar todo el espacio/ y llegar -como las ondas de un estanque-/ a cubrir la inmensidad de la mente;// O reducirse hasta ocupar el espacio mínimo,/ como un arduo foco reconcentrado/ en su naturaleza particular.''
Visto desde un plano, el diseño que sugiere esta doble imagen es el de los círculos concéntricos; otra proyección del mismo nos dejaría descubrir la trayectoria y la forma de una parábola, tal y como se nos manifiesta en la delicada cadencia del poema ``Veredas en el Océano Pacífico'': ``Y de todas esas olas/ que puntean la superficie/ sólo unas cuantas/ -muchas, muchísimas-/ son tocadas por la luz del sol,/ para disolverse un instante después/ en la masa amorfa del Océano Pacífico.''
Estas imágenes de doble sentido: del centro a la periferia, de la periferia al centro; de la sima a la cima, de la sombra al objeto, del espacio al tiempo, de la forma al vacío, y del vacío a la forma, como en el Sutra del Diamante, se repiten intactas, como la luz en las gotas de una cascada, en las distintas dimensiones de El corazón del instante.
La obra de Alberto Blanco elude la caracterización, o en esta elusión se caracteriza, al desarrollarse en un amplísimo registro de valores y recursos artísticos así como de temas: del haikú al poema narrativo; del universo de la rima y el metrónomo a la ríspida atonalidad; de los versos ropálicos, ideogramáticos, concretistas, al poema didáctico que tanto han apreciado Brecht, Malinovski o Hanz Magnus Enzensberger; de la imagen onírica a la imagen científica; de lo mexicano a lo cosmopolita; de lo tradicional a lo innovador; de la suntuosidad expresiva a la locución ascética. Esta variedad, sin embargo, se reconcilia, se reconoce y convive por asociaciones formales cuidadosamente dispuestas; por un juego de modulación en donde los sentidos se reconstruyen una y otra vez.
Los ``Emblemas'' que abren este volumen son partículas significativas y significantes que pulsan acompasadamente; en su otro extremo, que en la curvatura de las ondas que se expanden es el mismo, laten las partículas más significantes que significativas, pero mucho más dinámicas del poema ``Antes de nacer'' que cierra el volumen; las dos partes representan, no en sí mismas sino como resultado de la composición general, distintos momentos de la escritura fragmentaria que confirman lo que el autor escribe sobre los mapas: ``Toda escritura es fragmentaria/ Todo mapa es fragmentario.'' ¿Y qué es lo que señala esta escritura fragmentaria, este mapa? Roland Barthes se lo plantea de la siguiente forma: ``Escribir por fragmentos: los fragmentos son entonces piedras en el contorno del círculo: me extiendo en círculo: todo mi pequeño universo en migajas: al centro ¿qué?''; el fragmento, sin embargo, no anuncia la ausencia de sentido sino, justamente, lo enuncia. Maurice Blanchot señala en La escritura del desastre: ``los fragmentos, destinados en parte al blanco que los separa, encuentran en esta separación no lo que los termina, sino lo que los prolonga[...]'', y esto es precisamente lo que les otorga, en este caso, la cualidad emblemática y vascular que habrá de reflejarse en la biósfera del libro donde se anuda una imbricada red de vasos y voces comunicantes.
Si intentáramos una lectura concéntrica de El corazón del instante nos encontraríamos con su versión más fluida. Si lo recorriéramos de principio a fin, la parábola que describe nos seguiría conduciendo hacia el centro conformado por el poema que da título a la obra y que, a mi juicio, es la culminación y cesura del ciclo. Un poema en donde el instante abre sus rendijas y nos revela: ``El presente nos lleva/ mucho más allá del mundo.../ Un mundo y otro/ y otro y otro más.../ y la luna temblando entre los pinos./ Única noche/ que seguirá viva en mi frente/ viva mientras viva:/ mi hora, mi vacío/¡lo que soy!''
Esta obra que, por un lado, celebra, in situ, la multiplicidad y sabiduría de las formas y, por otro, constata en ellas la individualidad del fenómeno poético, nos deja escuchar en su punto más alto, entre las incuestionables imágenes testimoniales, las preguntas desnudas del poeta y su gesta: ``¿para qué tantas formas?'', ¿para quién?; ¿quién vive en el vértice de esta proliferación?, ¿quién responde?, ¿quién, en este preciso instante, sufre, se conmueve, late?; ¿cómo?, ¿con quién?, ¿con qué?, ¿por qué?...
¿Es acaso la poesía ese vacío vivo que sobreviene a las preguntas? ¿Es ésta la candente y prolija paradoja que nos plantea el libro?
Toda paradoja de esta naturaleza es también un movimiento, una lucha. Así la describe Lezama en una voz de su Oppiano Licario que nos dice: ``Si nuestra época ha alcanzado una indeterminable fuerza de destrucción, hay que hacer la revolución que cree una indeterminable fuerza de creación, que fortalezca los recuerdos, que precise los sueños, que corporice las imágenes, que les dé el mejor trato a los muertos, que les dé a los efímeros una suntuosa lectura de su transparencia, permitiéndoles a los vivientes una navegación segura y corriente por ese tenebrario[...]'' Y siento que, desde el arco tenso de sus interrogantes, desde sus contornos y volúmenes más tangibles o los destellos más veloces, en algo contribuyen a esta causa las diez mil facetas de El corazón del instante.