Miguel Barbachano Ponce
Recordar a Kurosawa

Recuerdo que Akira Kurosawa, célebre cineasta japonés -quien murió el pasado 6 de septiembre- alguna vez dijo: ``Gracias a mi padre recibí una educación abierta a Occidente, pues a pesar de haber nacido en Omori, el 23 de marzo de 1910, durante la época Meiji, aquel tiempo profundamente nipón (sintoísta y samurai), estudié la primaria en una escuela alemana. También, gracias a él, que consideraba a la cinematografía con un alto valor estético y educativo, fui iniciado en la sistemática apreciación de las imágenes en movimiento. En aquellas décadas iniciales de mi vida (segunda y tercera de nuestro siglo) no me entusiasmaba el cine japonés, por el contrario, amaba las obras de los cineastas estadunidenses (Griffith), franceses (Renoir y Clair), alemanes (Murnau y Lang). Más tarde, mezclé aquellas emociones visuales y narrativas que me habían producido los grandes maestros occidentales en mi quehacer cinemático''.

Asimismo, recuerdo que a propósito de esta declaración, la crítica, siempre atenta, escribió en innumerables ocasiones antes de su inevitable tránsito al más allá, que ``Kurosawa es y será, sin duda, el director japonés más cercano a Occidente. Porque su estilo se aparta de los rígidos dictados técnicos y narrativos de los diversos géneros de la cinematografía japonesa; porque es un creador original como lo son los maestros de la nouvelle vague (Truffaut, Godard, Chabrol); porque su preocupación por la literatura occidental le ha inspirado transvases a la pantalla de obras axiales de nuestra cultura, como Macbeth y King Lear de Shakespeare (Trono de sangre, 1957 y Ran, 1985, respectivamente) como Red Harvest, de Dashiell Hammet (Yojimbo, 1961), como King's Ransom, de Ed Mc Bain (Cielo e infierno, 1963), como Los bajos fondos, de Máximo Gorki (Donzoko, 1975), como El idiota, de Dostoievski (protagonizada por Toshiro Mifune, 1951); porque utilizó para la organización sintáctica y rítmica de sus trabajos el montaje de atracciones creado por S.M. Eisenstein durante la época muda del cine soviético; porque es indudable la influencia que ejerció sobre él la manera de hacer hollywoodense, no en balde, la Academia, le otorgó un Oscar, primero por Kagemusha (1985), después por el conjunto de su obra en 1990.

Sin embargo, recuerdo que este acercamiento a Occidente lo alejó de su sociedad en la que era un incomprendido, rechazo que lo orilló en los inicios de la séptima década a intentar el suicidio. De idéntica manera negativa, recuerdo que para cierta fracción de la crítica francesa de los años cincuenta la vocación de Kurosawa por Occidente fue inadmisible, entre otras consideraciones por su entreguismo a la expansión colonialista de nuestra civilización. Reproche que vino a intensificarse, inexplicablemente, después de que Rashomon recibió en 1951 el León de Oro del festival de Venecia, y que provocó a partir de entonces que los más interesantes filmes del galardonado cineasta únicamente fueran exhibidos en la Cinematheque.

En descargo de aquella enajenación, recuerdo que posteriormente le otorgaron el grado de comandante de Artes y Letras en Francia. A pesar de todos los pesares, recuerdo que las imágenes entrelazadas durante más de 50 años por el hoy ausente cinedirector -no olvidemos que su primer trabajo responsable es La leyenda del judo, 1943- poseen un acendrado humanismo contextualizado siempre por criaturas de carne y sangre, plenas de intensas vibraciones, como El ángel ebrio (1948) a propósito de la neurosis colectiva que flageló a los habitantes de Tokio durante el apocalíptico agosto de 1945, como Rashomon (1950), acerca de la inestabilidad emocional de personajes mayores y menores de la corrupta corte de Heian; como Los siete samurais (1954), cuyo transfondo histórico hace referencia a la guerra civil que asoló al futuro imperio del sol naciente en el siglo XVI; como Vivir (1952), sobre las perversidades de una insensible burocracia, como Sueños de Akira Kurosawa (1990), que narra no sólo su acercamiento a la pintura impresionista (Vincent van Gogh) sino también su preocupación por el desgaste irracional que el hombre causa a la naturaleza, como Rapsodia en agosto (1991) acerca de la visión ocular y emocional que posee una anciana sobre el bombardeo atómico a Nagasaki y el fin de la Segunda Guerra mundial.

Por último, recordemos siempre que Kurosawa fue el primer cineasta japonés que Occidente reconoció y premió.