Acaban de cumplirse, como en la gestación humana, nueve meses de la matanza de Acteal. Pero sobre esto no parece que esté gestándose nada. No hay una investigación mínimamente confiable, ninguna voluntad de esclarecimiento. Estamos ante la impunidad más completa. Sólo los indígenas de Chenalhó recuerdan a sus muertos, y los recuerdan envueltos en el origen político que apagó sus vidas. Chiapas está siendo arrasado por tormentas tan pavorosas como nadie las recuerda, y los muertos por esta razón son más, muchos más, que los de Acteal. ¿Para qué recordar aquellos 45 muertos del 22 de diciembre?
Ayer, precisamente, se habrá cumplido la sexta gira presidencial en tiempos del desastre natural. Se verá a Zedillo en Ocosingo, en plena zona de conflicto. Si se piensa en términos de la imagen internacional del país, esa visita se convierte en una muestra de que en Chiapas no hay oscuridades que la lamparilla presidencial no pueda abrir, y en consecuencia los problemas no son irresolubles. Y si se piensa en las elecciones previstas para principios de octubre, en un tiempo tan ceñido, el mandatario se convierte en el primer promotor del voto para su partido, único que tiene los medios para triunfar sin que vote nadie o casi.
Posiblemente hay algo sucio en convertir la tragedia en una oportunidad. Pero no se trata de convertir, sino de ver y entender. En los pueblos arrasados, entre la gente desprovista de hogar, entre los miles y miles de hambrientos, se puede pensar en la reconstrucción, en la verdadera democracia. En vez de ello, en buena medida se está pensando en aprovechar los recursos de ayuda para un enriquecimiento rápido y demencial, o bien para destinarlos a actividades electorales, y ya no se sabe qué es peor. Todo eso equivale a una siembra de rencor, por el que ya se pasará la cuenta más adelante.
Cambiando las magnitudes, con las calamidades naturales ha pasado lo mismo que con Acteal. Aquí no se conocerán los nombres de los asesinos ni allá los nombres de los mercaderes de la muerte. Acteal o el Soconusco: el mismo desprecio. Todos los mexicanos, el primero o el último, debieran sujetarse a un régimen de derecho y los indígenas, hasta donde se sabe, son mexicanos. Un crimen múltiple, como el de Acteal, debería tratarse como la ayuda que las instituciones o individuos prestan a los damnificados y a sus zonas de desgracia, es decir, con decisión y transparencia. Lo uno no se entiende sin lo otro.
Hace tiempo se hablaba de que México es un país de cínicos. Yo diría, simplemente, que es un país con cínicos. Ni siquiera cuando han pasado tres décadas, según los dueños de las cajas fuertes, pueden abrirse los archivos para establecer, cuando el odio ya se ha secado, quiénes ordenaron la matanza de Tlatelolco en aquel otoño sangriento. Para no inculpar a las instituciones, cosa que en verdad resultaría excesiva, habría que conocer los nombres de los sujetos que ordenaron el operativo. Esa sería la mejor forma de exculpar, si fuera el caso, no sólo al ejército, sino también a la policía y hasta a los halcones, puesto que de una u otra forma todos reciben órdenes institucionales, incluso ahí donde habría cierto hálito de grandeza en la desobediencia.
Y si en la capital de la República, donde hay tanta gente hispanoparlante, por decirlo así, con tantos títulos académicos y tan agudo poder de crítica, se cierran tan bárbaramente las arcas del conocimiento y consecuentemente del castigo posible, imagínese usted lo que ocurrirá en Acteal y con los traficantes del Soconusco. Que nos quede un remedio: pase lo que pase, quienes no somos cínicos, o no lo somos todo el tiempo, mestizos o indios, sigamos recordando periódicamente, cada cual a su modo, a Tlatelolco, Acteal y a tantos muertos sin nombre perecidos en los desastres políticos o naturales.