Hace muchos años que en el ahora Centro de Estudios Interdisciplinarios en Ciencias y Humanidades de la UNAM descubrimos que la crisis mundial, y con sus características la nacional, era igualmente una crisis de valores. Al analizar los movimientos sociales y monitorear la transición a la democracia, sin ribetes de moralismo se señalaban sus causas éticas, al mismo tiempo que sus razones económicas, sociales, políticas o jurídicas. Se hablaba del naufragio de una moral republicana y se recordaba que incluso en el actual pensamiento más conservador no puede existir ningún sistema social sin el concurso de un subsistema cultural y religioso que moralmente lo complemente. Se recordaba, por ejemplo, que para el propio Daniel Bell los valores de la honradez y la preocupación por los demás no pueden ser proporcionados por lo tecno-económico o lo político-cívico, y sin embargo son indispensables para un correcto funcionamiento de ambos subsistemas. El asunto es tanto más urgente cuanto casi a diario descubrimos la corrupción que nos invade, y no únicamente en la esfera privada, sino sobre todo en la pública, ya sea en lo gubernamental o entre particulares, que para desgracia nuestra muchas veces están para esto íntimamente relacionadas. La tragedia viene a poner en evidencia el fracaso y el descuido del aprendizaje axiológico en el sistema escolar, y el haber considerado hasta hace poco como inútil la enseñanza del civismo.
En un lúcido artículo publicado hace dos semanas en la revista Proceso, y que lleva como título el de ``La crisis nacional y las buenas conciencias'', el doctor Pablo Latapí denuncia la capacidad colectiva para crear históricamente estructuras culturales y sociales de autojustificación moral, y sus consecuencias. ``Ningún país -dice- se puede reedificar sobre la bruma de las buenas conciencias (la de Arizmendi, por ejemplo, pero también la de los políticos, banqueros y empresarios que han hecho del país un botín). Tiene que haber, como las hay en todo país civilizado, leyes claras y sanciones inapelables que se apliquen con justicia, para que la sociedad vuelva por sus fueros, garantice respeto y proteja a las siguientes generaciones. Tiene que haber educación moral en las escuelas. Tiene que haberla también en las universidades y en la prensa y en el Congreso discutiendo públicamente la inmoralidad de las transgresiones, sus causas y sus mecanismos individuales y sociales de encubrimiento. Tiene que haber economía sana, basada en la justicia, sin la vana pretensión de que alguien imponga la `única vía' porque sólo él sabe hacerlo. Tiene que haber un cambio profundo y doloroso para que amanezca un México diferente''.
Por ellos nos alegramos que el Movimiento Ciudadano por la Democracia se haya propuesto entre sus próximas tareas el construir una sociedad con rostro humano desde lo ético en lo público. El mismo jefe de Gobierno del Distrito Federal expresó en su discurso del 17 de septiembre que para erradicar la corrupción era indispensable, entre otras cosas, ``el establecimiento y fortalecimiento de los mecanismos de participación y control de los ciudadanos sobre el gobierno, sus actos, sus gastos y la práctica de la periódica rendición de cuentas de los funcionarios ante la Asamblea Legislativa y ante la ciudadanía toda''.
Ello implica, igualmente, el hacer ver con criticidad la inmoralidad de la supuesta amoralidad de las llamadas ``reforma económica'' y ``ajuste estructural'', promovidos por el FMI y el Banco Mundial en los últimos 15 años, pues no existen ``leyes'' económicas que nos permitan poner las decisiones de una política fuera del alcance del escrutinio moral. Los actores económicos y políticos están sujetos a una fiscalización moral de sus decisiones y los efectos de las mismas, ya sean éstos intencionados o no, que afectan a los pueblos y a toda la creación.
Como declaró recientemente un grupo cristiano ecuménico de trabajo sobre ambos organismos de crédito y financiamiento, para ser justas, las medidas de reforma económica no deben basarse en un solo modelo, sino que por el contrario deben ser flexiblemente adaptadas a los contextos específicos y estar de acuerdo con las innovaciones que respondan a las necesidades populares y democráticas. Deben poner como prioridad la erradicación de la pobreza y asegurar que la gente que está tratando de superarla tenga acceso a los bienes productivos y se beneficie de las inversiones públicas y privadas, así como que éstas sirvan como modo de generar empleo formal y sostenible.