Para quienes nacimos en el segundo lustro de la década de los sesenta, es natural que esa cifra fatídica, mítica, épica y nostálgica a la que reconocemos como el 68, nos resulte al mismo tiempo crucial y aleccionadora, un alumbramiento pero también un aborto. Año de las luces y de las oscuridades, el año de nuestros padres, de nuestros dioses y nuestros demonios, el 68 como el bifronte Jano se nos aparece treinta años después con su doble rostro: de un lado, la muerte abominable en la plaza de los sacrificios; del otro, la acumulación de esperanzas, la consagración de la rebeldía y el principio de muchos fines.
La fiesta del 68 -por la apertura que en el largo plazo significó, por la conquista definitiva de la calle como espacio público para la disidencia- no es menos significativa que la tragedia del 68 -por los muertos, las expectativas truncadas y la entronización del autoritarismo-. Y entonces, treinta años después, ¿celebramos, conmemoramos, analizamos o mitificamos al 68? Las cuatro cosas, o para decirlo mejor, 1998 significará para ese reciente hito de nuestro siglo su total, definitiva y paradójica institucionalización como efeméride de nuestra siempre curiosa y pintoresca historia cívica nacional.
Hasta hace una década la sombra épica-trágica del 68 era patrimonio exclusivo de la memoria de la disidencia nacional. Dos años antes de que el siglo termine el 68 ya puede considerar su lugar en el calendario de Galván, es decir, aparecer como una efeméride más, una fecha oficial tal y como en los Estados Unidos la que marca el asesinato de Martín Luther King hoy se considera día de asueto nacional, y mientras las banderas de las barras y las estrellas hondean a media asta en todo el país, recordamos al líder negro acribillado, millones de estadunidenses beben cerveza y preparan carne asada en los jardines de sus casas.
De manera que debemos agregar una paradoja más en nuestro museo político nacional. México, país gobernado por un partido al mismo tiempo ``revolucionario'' e ``institucional'', donde la izquierda por su parte postula la posibilidad de una ``revolución'' ``democrática'' -hecho hasta ahora inédito y poco probable en la historia del mundo-, ahora puede jactarse de tener como símbolo ambivalente de la rebeldía y la represión una fecha cuyos protagonistas hoy son cabeza visible de la vida nacional en todos sus ámbitos: la política, los negocios, el arte, las aulas, los periódicos, los medios y los institutos. Los perseguidos de ayer, no son más los perseguidos de ahora, los castigados de ayer son los versátiles conductores del presente y son al mismo tiempo los diligentes administradores del futuro. Los estudiantes universitarios y politécnicos de ayer, son nuestros gobernantes de hoy. Así, la paradoja se ratifica: el país que golpeó a sus estudiantes, tres décadas después los puso en la antesala, los pasillos y los despachos del poder. Son los actuales ciudadanos que conducen el reino de la transición, y nosotros, sus hijos, debemos aprender la lección y recitarla. El credo actual, palabras más palabras menos, reza así: 1968, año del principio del fin, tras la violenta embestida del gobierno autoritario se inició la marcha de una larga y azarosa transición que llega hasta nuestros días y cuyos actuales protagonistas son los estudiantes de entonces. Más allá del natural relevo generacional, los jóvenes del 68 supieron entender las claves para descifrar la encrucijada mexicana en el declive del viejo orden postrevolucionario. Los jóvenes del 68 son los constructores tenaces de nuestra nueva plataforma democrática. Y a nosotros, sus sucesores, no nos queda sino disfrutar de esas mieles, de esas conquistas, somos pues colonos de los territorios conquistados con el estandarte de la rebeldía.
De esta manera, treinta años después parecería que nos han expropiado la disidencia, se ha canonizado a la rebeldía. Nos queda participar en el culto, asistir a sus misas y a sus templos, e inventar, de la nada, nuevas rebeldías y nuevas fantasías contestatarias. El margen para lograrlo es estrecho. Por ello, este dos de octubre veremos un hecho por demás singular en nuestra historia: tres generaciones empuñando el mismo icono, coreando la misma consigna agazapada: ``Dos de Octubre / No se olvida/ pero... ¿es de lucha combativa?''. Los protagonistas del 68, aquellos que nacimos en esa década y hoy cruzamos la cuarta década de nuestra vida, y los estudiantes universitarios de los noventa, es decir, los disidentes, sus hijos, y sus nietos, cobijados por el mismo hito y por el mismo mito. Una cosa así no se había visto desde que Juárez murió en 1872. Sólo el benemérito y el 68 han logrado semejante unanimidad transgeneracional. De manera que al cumplirse treinta años, no serán los muertos los principales asistentes al banquete de la conmemoración, sino esa señora gorda y usualmente cursi llamada civismo. Treinta años después, el 68 ya es una estampita de papelería. Una foto más en nuestro álbum cívico.