Como si no hubiera problemas más importantes, el sexo-ritmo del presidente Clinton sigue ganando las ocho columnas en el país que insiste en liderear al mundo entero. Ya es inevitable, pues, abordar el tema. Ojalá lo hagamos sin caer en las divisas del día: el morbo, el amarillismo, el chismerío y el moralismo, sin faltar la tentación de jugar al abogado del diablo o... ¿del ángel?
Del escándalo por las ``relaciones impropias'' de Clinton con Monica Lewinsky podrían extraerse muchas enseñanzas. Por ejemplo, la conveniencia de practicar la fidelidad matrimonial al menos cuando se trabaja como presidente. Si es mucho pedir, entonces procurar que el síndrome de Don Juan sea desahogado con más discreción y en recintos menos solemnes que la Casa Blanca. Creemos, sin embargo, que ese tipo de enseñanzas no son las más valiosas (salvo, quizás, para analistas calurosos o con aspiraciones presidenciales).
Preferimos aprovechar el Lewinskygate para avanzar en nuestra comprensión del sistema político estadunidense y, en particular, de su vanagloriada democracia. Y a decir verdad, no todas las enseñanzas del caso son negativas. De entrada es grato confirmar que la figura del presidente en EU no es la de un semidiós intocable e inamovible. Otro asunto, sin duda controvertible, es si el enjuiciamiento debería extenderse o no hasta la vida privada de los políticos.
Muy ligado a ello está la virtud referida a algo que tanta falta hace en México: la rendición de cuentas por parte de todas las autoridades, lo cual supone una ciudadanía acostumbrada a exigir esas cuentas (accountability). Inclusive aquí podría ensalzarse la institución de los ``fiscales independientes'' en tanto vehículos para canalizar tal exigencia de cuentas lo mismo que para equilibrar el poder público y el poder civil. Lo que a nuestro juicio es igual o más importante que el equilibrio postulado por la teoría clásica (Montesquieu) entre los poderes Legislativo, Judicial y Ejecutivo. Otra cosa, deplorable, es que el fiscal en el Lewinskygate, Kenneth Starr, parezca un mercenario de los grupos interesados en destituir a Clinton, como sea.
Aquí comienzan los saldos negativos del Lewinskygate. Una acendrada mercantilización de la política es lo único que explicaría el grado en que se han prostituido instituciones originalmente pensadas para beneficio de la sociedad y de la democracia. En esto caso se trata de la fiscalía independiente, pero es muy similar a la prostitución del cabildeo (lobbying), que ya sólo sirve a los grupos con la capacidad económica suficiente para inducir a su favor lo mismo decisiones legislativas que políticas públicas.
A su vez, sólo la trivialización de la política explicaría que el sexo-ritmo del Presidente se haya colocado en el centro de la agenda nacional. A ese paso, pronto las campañas electorales girarán en torno del color de los calzones presidenciales. Por si fuera poco, el Lewinskygate también enseña que los temas más triviales son aprovechados por la oposición para colmar su sed de gobierno. Lo cual revela una preocupante sequía de ideas, así como una cultura política de plano equivalente al canibalismo. ¿Puede haber un espectáculo más primitivo que el de unos políticos zopiloteando los deslices sexuales del Presidente sólo para poder remplazarlo?
Y a eso hay que agregar el problema del fariseísmo. ¿Cuántos de esos políticos tienen los calzones limpios para arrojar tanta piedra moralina? ¿Desde cuándo el adulterio dejó de ser un deporte nacional en EU? En fin, ¿cuántos lastres más, como los subyacentes al Lewinskygate, podrá soportar la democracia a la americana antes de crujir por completo? ¿Es exagerado interpretar esas y otras degeneraciones de la democracia estadunidense como vil pornografía política? ¿Cuánto puede durar, y servir, una pornodemocracia disfrazada de democracia-modelo?
Para bien de EU y del mundo al que insiste en redimir, las pocas o muchas energías que le quedan a la gran potencia deberían volcarse a resanar su sistema democrático y no a corregir las travesuras sexuales de su presidente. Ya luego, muy luego, podrían retomar su obsesión en globalizar la democracia made in USA.