En 1937, a la tierna edad de 15 años, Luis Echeverría Alvarez fumó mariguana. Si tragó el humo para ponerse en contacto con el principio activo de la hierba, o si por el contrario se lo guardó en la boca al hipócrita estilo de Clinton, nadie lo sabe. Excepto él mismo.
-¿Clinton? -dice el tonto del pueblo.
-Luis -dice el paciente cantinero de El Imperio de los Sentidos-, Luis, pendejo, Luis...
-¿Puedo seguir leyendo?
-¡Puta, qué hueva! -afirma Zuri, una linda prostituta cabaretera que, por falta de centros nocturnos aquí en Tecamacharco, se para de martes a jueves, ``de 23:30 a 03:00'', según su tarjeta, en la esquina de la avenida Amenos con el bulevar Tender.
El tonto me la ha traído para ver si me animo. La reunión se celebra en torno de mi cama ``tamaño rey'', en la habitación 34 del Hotel Palace Milpas donde, por momentos, creo que agonizo. ``¿Puedo seguir leyendo?'', pregunto de nuevo, con la solemne contrariedad de un gesto. Y como nadie replica, aprovecho el recobrado silencio.
-``Todavía hace poco gobernaba a México Luis Echeverría, quien de jovencito fue a dar al Hotel Sevilla acompañando a Fedro Guillén, de visita a Barba Jacob, y a quien en tal ocasión el poeta le dio a fumar un cigarro de marihuana...''
-¡Espérate! -dice el tonto- ¿De dónde sacaste eso?
Le muestro un grueso volumen de 534 páginas, publicado en 1997 por Planeta Colombiana, bajo la firma del escritor Fernando Vallejo, titulado...
-``Barba Jacob, el mensajero'' -recita el tonto, acariciando la portada (y por allá, una rodilla de Zuri).
-Es -digo, mirando didáctico a Zuri- una biografía del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, que vivió en México muchos años, hasta su muerte en 1942.
-Oye, pues no está claro si le pasó el son a Echeverría o al señor Guillén -dice ella con inopinada perspicacia-. Ira, vuélvemelo a leer...
Pero me niego a repetir la cita de la página 252, y para despejar cualquier sospecha salto al último párrafo de la 468.
-Oye esto -la prevengo-: ``Entre asiduos y ocasionales, los visitantes de Barba Jacob en el Hotel Sevilla son incontables: jóvenes poetas, artistas, limpiabotas, choferes, periodistas, escritores, papelerillos, borrachos, mariguanos... Allí iban Carlos de Negri (sic), de Excélsior; el nicaragüense Paco Zamora, que escribía en El Universal, y (Adolfo) López Mateos, que después llegó a ser presidente y que entonces dirigía los Talleres Gráficos (de la Nación)... En ese cuarto recuerda Fedro Guillén haberse encontrado a José Revueltas acompañado de un nuevo visitante: el poeta republicano español Pedro Garfias, `dipsómano como todos ellos', y en compañía de José Revueltas dice haber ido en una ocasión Alfredo Cardona Peña. Fedro Guillén volvió llevando a Luis Echeverría...''
-Tienes razón -dice el tonto, besando a Zuri-, qué mal escribe este Vallejo.
-¡Shit! -lo corto-. ``Fedro Guillén volvió llevando a Luis Echeverría, otro futuro presidente, entonces un jovencito infatuado al que Barba Jacob le tomó el pelo y le dio a fumar mariguana...''
-Ah no, pos entonces sí -dice el cantinero de El Imperio de los Sentidos-. Allí está la cosa.
-¿No es cierto? -sonrío y guardo el libro.
-Pero fumó o no fumó -dice el tonto.
-Bueno, y si fumó qué tiene -dice Zuri, bajándose la minifalda hasta el nacimiento de los muslos y dando un sonoro manazo al tonto-. Esta pinche onda no me late de plano -y se pone de pie-. Mejor otro día nos vemos...
-Espérate -dice el tonto-. Nosotros también le llegamos, ¿no? -y agrega hacia mí-: Para que descanses...
Y en cuanto se van, empiezo a soñar que estoy trepado en la copa de un árbol gritando: ``Vooogliooo unaaa dooonnaaa..!''
Es la fiebre.
Melquisedes Díaz Vázquez, de 12 años, originario de San Pedro Tapatepec, Oaxaca, viajaba el pasado viernes 18 de septiembre en un camión de segunda clase rumbo a la ciudad de Matías Romero, en el Istmo de Tehuantepec. Iba solo, y para su desgracia tenía cara, ropa, modales y palabras de indio.
Cuando el autobús se detuvo en la garita del Instituto Nacional de Migración (INM) en La Ventosa, muy cerca de Juchitán, los agentes de turno le pidieron que bajara. Estaba detenido.
¿Su delito? No llevar consigo documentos oficiales que lo acreditaran como ciudadano de este país. ¿Y para qué necesitaba pasaporte o salvoconducto, que la Constitución no exige, si su familia lo había subido al autobús en Tapatepec, en una corrida directa a Matías Romero, donde lo estaba esperando su hermano?
Celosos guardianes de su deber, patrióticos defensores de nuestra nacional soberanía, agradecidos con los ``extranjeros que nos visitan y nos respetan'', y sobre todo amantes de la niñez, particularmente de la indígena, los agentes de la migra cogieron al niño y, nadie sabe trasladado a bordo de qué y mucho menos cómo, lo deportaron a Ciudad Talismán, Guatemala.
Ahora, el delegado regional de la migra en Salina Cruz, Héctor Fernando Negrete, no acierta a explicar a los familiares de Melquisedes dónde está el pequeño.
A principios de enero de 1970, según el senador Alfonso Martínez Domínguez, que entonces era líder del PRI, Gustavo Díaz Ordaz lo llamó por teléfono desde Los Pinos y le dijo que, habiéndolo pensado lo suficiente, iba a maniobrar para que Luis Echeverría abandonara la campaña presidencial. ``Le voy a decir que se enferme, y se va a enfermar'', fueron las palabras textuales del trompudo chacal de Tlatelolco.
Hace dos días, Martínez Domínguez habló al respecto durante más de una hora en la cafetería del Hotel Aristos del Distrito Federal. A sus espaldas, en la acera de enfrente, había un desfile incesante de guapas y feas y gordas y flacas trabajadoras de un conocido negocio de table-dance. La entrevista aparecerá mañana en Milenio.
``El México que tenemos después de 1968 es peor que el México de antes de 1968'', es el balance definitivo de quien sólo tres años después de Tlatelolco fue culpado y destituido del cargo de regente, tras la matanza del 10 de junio.
Un pensamiento ocioso. ¿Qué habrían hecho Díaz Ordaz, Martínez Domínguez y el general Marcelino García Barragán, secretario de Defensa, si a principios de 1970 hubieran obtenido el testimonio de Fedro Guillén, según el cual Echeverría fumó mariguana en 1937?
He pasado, repito, muchas horas en cama, sudando o temblando a merced de las aspirinas, y las noticias acerca del cuarteto formado por Clinton, Hillary, Mónica y Kenneth Starr me recordaron el pasaje de un libro que aún conservo: Juliano, el apóstata, de Gore Vidal.
Trascribo uno de los momentos que más prestigio le han deparado a esta novela, situada en el siglo IV de nuestra era, en el imperio romano de Oriente, cuando el cristianismo fue adoptado como religión oficial de Constantinopla.
En primera persona -páginas 114-116-, Juliano relata su encuentro con el emperador César Augusto Galo, otoño de 335, en la ciudad de Pérgamo, donde ahora es la costa de Turquía, no lejos de lo que también ahora es Estambul.
``La comida terminó. De pronto Galo se volvió hacia mí y me dijo:
``-Venid conmigo. -Y así lo seguí mientras cruzaba a través de los reverentes cortesanos hasta su aposento, donde lo esperaban dos eunucos.
``Nunca hasta entonces había visto la etiqueta de la alcoba de un César y observé, fascinado, cómo los eunucos, murmurando frases ceremoniales, desvestían a Galo mientras permanecía recostado en una silla de marfil, sin reparar en ellos. No tenía tampoco la menor conciencia de sí mismo ni ningún pudor. Cuando estuvo totalmente desnudo agitó los brazos y ordenó: `¡Traednos vino!' Mientras nos servían el vino me habló a mí, o más bien hacia mí. A la luz de la lámpara su rostro brillaba encendido por el vino y su cabello rubio caía claro sobre su frente. Observé que conservaba todavía un bello cuerpo aunque comenzaba a echar barriga. (...)
``En ese momento una muchacha de extraordinaria belleza se deslizó silenciosamente en el salón. Ni Galo ni yo dimos importancia a su presencia. Continuó hablando y bebiendo mientras ella lo acariciaba delante mío. Fue uno de los momentos más incómodos de mi vida. Traté de no mirar. Dirigí mi mirada hacia el techo. Miré al suelo, pero mis ojos se desviaban hacia mi hermano reclinado sobre el diván, que apenas se movía mientras la mujer lo complacía con infinita habilidad y delicadeza.
``Constancio hará cualquier cosa que yo le pida. También escucha las peticiones de su hermana, mi esposa. Ella es la mujer más importante del mundo. Una esposa perfecta, una gran reina. -Cambió de posición sobre el diván para separar las piernas.
``Apenas comprendí; mis ojos estaban fijos en lo que hacía la muchacha. Oribaso dice que soy un mojigato. Supongo que tiene razón. Yo sudaba nerviosamente mientras observaba los arrebatos de Galo. (...)
``-Los esclavos siempre son mejores. Especialmente los caballerizos y lacayos. -De pronto brillaron sus ojos azules; por un instante su rostro se transfiguró por la malicia.- Haced lo que queráis. De todas maneras, mi único consejo para vos, mi única advertencia es que... -Se detuvo y respiró profundamente. La muchacha había terminado; permanecí inmóvil frente a él, con la cabeza inclinada. El sonrió, seductoramente. Luego se levantó y con todas sus fuerzas la golpeó de lleno en el rostro. Ella dio un traspié, a punto de caer, pero no dijo palabra. Después, a un gesto de él, se retiró. Galo se volvió hacia mí como si nada hubiera ocurrido y retomó la frase que había empezado. (...) Somos los elegidos de Dios, pero aún así... -Bostezó. Se echó sobre el diván.- Aún así... -repitió, y cerró sus ojos. Durante un momento esperé a que continuase, pero estaba dormido.
``Reaparecieron los eunucos. Uno echó una manta de seda sobre Galo. Otro retiró el vino. Actuaban como si lo que yo había presenciado fuese parte de una noche habitual. Cuando Galo empezó a roncar como un borracho salí del cuarto de puntillas.''
En 1995, alguien dijo en El Imperio de los Sentidos: ``A lo mejor, dentro de unos años, vamos a tener que salir a las calles a defender a Zedillo''. Las cosas parecen ir peor de lo que prometían. El jueves, decenas de intelectuales y artistas de Europa y América, publicaron en Le Monde un manifiesto para defender a Clinton.
Según consta en la novela de Vidal, los hábitos imperiales no han cambiado en los últimos 16 siglos. Quizá ni siquiera por lo que toca a la forma en que el César despide a la muchacha después del servicio. Si esto efectivamente sigue siendo así, el mundo podría explicarse el rencor de la Lewinsky.