Vivimos en un mundo de paradojas. Ante la posibilidad de la reforma a la Ley Federal del Trabajo, los que se reúnen para discutirla son, precisamente, los que no la quieren. Y ambos personajes, los empresariales y los sindicales, casi todos del viejo cuño corporativo (ambos lo son por méritos propios), lo primero que hacen es excluir de las discusiones a quienes sí quieren la reforma: partidos políticos que han presentado proyectos y anteproyectos (PAN y PRD, respectivamente) y, en general, profesionales del derecho y académicos preocupados por la vergüenza pública que constituyen esos corporativos de doble presencia.
En estos días hemos presenciado... ¡bueno!: en realidad no hemos presenciado pero sí leído y visto, vía medios, cómo los señores sindicalistas, ofendidos hasta lo más íntimo de su ser, se retiran de las pláticas porque los crueles empresarios quieren aprovecharse de ellos. ¡Pobrecitos! Y como es su vieja costumbre, van de plañideras a presentar sus lastimeras quejas al Presidente de la República para que los apapache y regañe a los crueles patrones que les quieren quitar derechos a sus infelices representados.
Hacen, por supuesto, sus rabietas. Y en el colmo del furor amenazan con paros, manifestaciones y huelgas... y uno no se ríe porque el tema es serio, pero la verdad es que dan risa y, en el fondo, algo de lástima.
El pretexto: la defensa acérrima de los trabajadores para que no les quiten derechos no se lo cree nadie, en primer lugar, los mismos trabajadores que ya están hartos de las corrupciones, sindicatos hereditarios, contratos colectivos de trabajo de protección, revisiones con premio a los dirigentes buena onda y cláusulas de exclusión para quitarles a los patrones los trabajadores incómodos, que al fin y al cabo las juntas de Conciliación y Arbitraje resolverán, por mayoría de votos, en contra del trabajador.
Los señores empresarios, montados en sus internacionales y estatales neoliberalismos, en sus exigencias de salarios por hora (que la LFT dispuso hace muchos años, pero con jornadas garantizadas y salarios integrados, que es lo que no quieren), plantean reclamos más o menos inaceptables que despiertan el llanto de los corporativos. Los ofenden, a los pobres chicos, y éstos no tienen más remedio que contestar con su inteligente: ¡no a la reforma!
¿Cuál es la verdad en toda esa farsa? Muy sencillo: ni unos ni otros quieren la reforma. Están más que satisfechos con su ley vigente que propicia, para los sindicatos, el gran negocio de los arreglos subterráneos; con la fidelidad perruna al Estado que los lleva a firmar pactos de vergüenza que lanzan a los salarios al vacío; con su sindicalismo controlado con registros y tomas de nota y otros detalles semejantes, independientemente del tripartismo jurisdiccional y administrativo con el que les va tan bien. Y del otro lado los empresarios disfrutan de los contratos de protección; de los arreglos con los señores dirigentes, siempre caros pero menos caros que mejorar las condiciones de trabajo; de los pactos que aplastan los salarios; de las juntas corruptas hasta lo indecible, en donde sus representantes ocupan también su parcelita de poder.
¡Pleitos entre ellos! Ni quién se los crea. Son acuerdos hechos, como siempre se hacen en una comidita entre el líder y el patrón, a veces con la presencia de los asesores legales, antes de la discusión de los convenios colectivos. Tú pides tal cosa y yo te ofrezco menos y después manejamos otras cifras y ya sabes cuál es el arreglo final. Y viene el teatro, en este caso la reunión en la STPS y los enojos aparentes y la ley se queda, por imposibilidades de concertación, como está. Y el público aplaude entusiasmado por la hermosa defensa que cada parte hace de su interés.
Admiro la paciencia de las autoridades ante estos defensores reales de sus negocios sindicales y de sus negocios empresariales. No merecen el trato que reciben.
Lo que sí merecen es que se presente una iniciativa en las cámaras y que quienes tienen el poder y el deber de discutirlas lo hagan y se olviden de esos supuestos protagonistas.