PREMIO A UN EMBRUJO
Gabriel Lerman, especial para La Jornada, San Sebastián Ť La actriz francesa Jeanne Balibar dejó afuera tanto a Blanca Guerra como a Angela Molina a la hora de llevarse la Concha de Plata a la mejor actriz, pero aun así México no se irá de San Sebastián con las manos vacías. El brillante trabajo del director de fotografía Rodrigo Prieto en Un embrujo no pasó inadvertido para los miembros del gran jurado, que le otorgó el Premio a la Mejor Fotografía: ``tenemos que hacer muchas más películas bien fotografiadas'', comentó irónicamente Guillermo del Toro, quien junto con Bertha Navarro, son los productores del filme galardonado.
El argentino Alejandro Agresti se llevó la Concha de Oro por El viento se llevó lo que, dejando el máximo galardón en manos latinoamericanas. El anuncio del nombre de Agresti generó chiflidos por parte de los representantes de la prensa española, que hubieran preferido que el trofeo se lo llevara Barrio, el segundo filme de Fernando León de Aranoa, que en cambio se llevó la Concha de Plata al Mejor Director. León de Aranoa ganó otros tres premios adicionales, una mención especial de la FIPRESCI, el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos al Mejor Guión y otro igual de los Autores Literarios de Medios Audiovisuales (ALMA).
El británico Ian McKellan obtuvo la Concha de Plata al Mejor Actor por su trabajo en la producción estadunidense Gods and Monsters, de Bill Condon. Dicho filme también compartió el Premio Especial del Jurado con la francesa A la place du coeur (En un lugar del corazón), de Robert Guediguian, que para no ser menos también obtuvo el Gran remio de la OCIC. Dos fueron también los reconocimientos que se lleva Teherán Abolfazi Jalili por Don: el Premio del Jurado y el Premio de la Solidaridad. La estadunidense The City, de David Riker, ganó el Premio Especial de la OCIC, y el brasileño Walter Salles, que no estuvo presente en el festival, recibirá por correo el Premio de la Juventud.
Inmediatamente después de conocerse los nombres de los ganadores, los representantes de los medios españoles atosigaron en un pasillo al inglés Jeremy Thomas, presidente del jurado, preguntándole con cierto enfado por qué no había sido Barrio la elegida. También andaba por allí Patricia Reyes Spíndola, dando explicaciones, y sin poder ocultar el cansancio que le había generado su trabajo como integrante del jurado.
El que había desaparecido era Alejandro Agresti, quien horas antes se paseaba por los pasillos del hotel María Cristina con una sonrisa de oreja a oreja: ``tengo un premio'' le confesó a La Jornada cuando todavía faltaban muchas horas para el anuncio. ``El premio es mucho más grande de lo que esperaba'', comentó un rato después. Mientras tanto, crecía la desesperación entre un buen número de periodistas, que esperaban para poder sentarse a hablar con el realizador argentino y veían como sus entrevistas se postergaban indefinidamente. Nada inusual en la poco amable relación que este prolífico director lleva tanto con los medios como con el establishment. Un verdadero francotirador cinematográfico, Agresti, comenzó a rodar películas underground en súper ocho a muy tierna edad, y a los 25 años ya había realizado su primer largometraje, El hombre que ganó la razón, en 16 mm. Sin haber podido estrenar la película en su país, se fue a Holanda con los rollos bajo el brazo y allí consiguió quien le diera el dinero para poder ampliar el filme a 35 mm. Durante muchos años permaneció en Europa filmando en blanco y negro y sin ningún contacto con Argentina. Dueño de un estilo tremendamente personal y profundamente subversivo, Agresti comenzó a llamar la atención del circuito festivalero con El amor es una mujer gorda. Sin dejar de incluir en cada una de sus películas al menos una secuencia sobre la violenta dictadura militar que gobernó su país entre 1976 y 1983, Agresti se trans- formó en sensación en Argentina cuando Buenos Aires, viceversa, una ácida revisión de aquellos años vistos a través de los hijos de los desaparecidos, obtuvo el primer premio en el Festival de Mar del Plata, y luego, ya en los cines, se convirtió en un gran éxito comercial. La cruz, su siguiente largometraje, fue exhibida en Cannes. Con El viento se llevó lo que, una coproducción entre cuatro países, Agresti alcanza su inevitable proyección internacional, demostrando que el mundo es de los audaces y de los persistentes.
Aunque nada nuevo para quienes han visto sus películas anteriores, dos características habituales en la filmografía del realizador, como el estilo desestructurado y el lenguaje subido de tono, dejaron boquiabiertos a los miembros del jurado, acostumbrados a un cine mucho más formal.
Muy lejos de Agresti y de los premios en general, el que se paseaba muy feliz por el María Cristina era el andaluz Juan Diego, el mismo que algunos años atrás perdió la razón en México cuando se metió demasiado en el personaje de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, que interpretó para el filme homónimo de Nicolás Echavarría: ``fue una experiencia muy especial para mí'', recuerda Diego, que en San Sebastián promociona Yerma, la adaptación cinematográfica de la famosa obra de García Lorca: ``apenas llegué al DF me ocurrió algo muy extraño. Empecé a temerle hasta a cruzar la calle, como si el espíritu de Cabeza de Vaca se hubiera metido dentro de mío. Fue uno de los papeles más difíciles de toda mi carrera, porque se apoderó de mí la desesperación de este hombe, que de conquistador pasó a conquistado. De todos modos, cubrió mi necesidad de participar de alguna manera en el cine latinoamericano''.
Juan Diego, Agresti, Carlos Carrera y Reyes Spíndola se mezclarán esta noche en el Palacio de Miramar para celebrar, ya sin espíritu de competición, esta fiesta del cine que todos los años se apodera de esta hermosa ciudad a orillas del Mar del Norte. Mañana, algunos se irán a sus países y otros partirán hacia Biarritz, el balneario francés que, a 30 minutos de carretera de San Sebasitián, a partir del lunes celebrará su festival de cine latinoamericano.