La Jornada Semanal, 27 de septiembre de 1998



Javier García Mendez

El discurso como acto

El ensayista uruguayo, Javier García Méndez, profesor de la Universidad de Rennes, entregó a Nuevo Milenio de Querétaro y a nuestro suplemento, este ensayo admirativo y enjundioso sobre algunos de los momentos estelares de una utopía que, a pesar de todos los cinismos y de la obscenidad neoliberal, sigue viva, como vivo está el ejemplo de Salvador Allende.

La muerte de Salvador Allende tiene la particularidad de haber sido deliberada: antes de optar por ella, el presidente de Chile la ha sometido a examen y sopesado minuciosamente. Poco importa que Allende haya sido víctima inmediata de su propia arma o de las balas de los militares golpistas: cuando toma la decisión de permanecer en su despacho hasta el último instante, lo hace a sabiendas de que no saldrá de allí con vida. En relación con esa muerte, sus cinco intervenciones radifónicas dan prueba de una coherencia ejemplar entre las palabras y los actos. Como se verá, esa coherencia opone un mentís radical al antagonismo entre decir y hacer presupuesto por la fórmula res non verba, que alberga un prejuicio profundamente anclado en los esquemas mentales occidentales. En el discurso de Allende, las palabras no se oponen a los hechos: ellas son hechos. Y, recíprocamente, en el hacer no verbal de Allende, los hechos rinden cuentas a las palabras.

Las cinco alocuciones, muy breves -entre uno y cinco minutos aproximadamente-, se sitúan en un marco cronológico global de menos de una hora y media: entre las 7:55 y las 9:15. Esencialmente improvisadas, están dictadas por la urgencia de una situación trágica para el presidente y para los miembros de su coalición política, la Unidad Popular: los eventos que las suscitan van a determinar la destrucción de un sistema social, político, económico y cultural cuya construcción supuso décadas de esfuerzos unitarios.

Los cinco mensajes tienen en común diversos rasgos. En lo formal, están constituidos por una primera parte, relativamente extensa, centrada en los acontecimientos y de carácter fundamentalmente informativo, y se cierran con breves consignas de orden comunicacional (apuntan a mantener el contacto) y político (establecen el comportamiento que se debe adoptar ante la sedición militar): ``el pueblo y los trabajadores, fundamentalmente, deben estar movilizados activamente, pero en sus sitios de trabajo, escuchando el llamado que pueda hacerles y las instrucciones que les dé el presidente de la república'' (primer mensaje); ``deben permanecer atentos en sus sitios de trabajo a la espera de informaciones'' (segundo); ``Compañeros, permanezcan atentos a las informaciones, en sus sitios de trabajo'' (tercero); ``El pueblo debe estar alerta y vigilante. No debe dejarse provocar, ni dejarse masacrar, pero también debe defender sus conquistas''(cuarto); ``El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse'' (quinto). En lo temático, resalta a explicitación por parte de Allende, en cada una de sus alocuciones, su voluntad de no ceder a la violencia de los golpistas y de permanecer en su puesto de trabajo, para garantizar la continuidad del proceso democrático. Ante las primeras informaciones sobre el levantamiento, Allende advierte: ``Yo estoy aquí, en el Palacio de la Moneda, y me quedaré aquí defendiendo al gobierno que represento por voluntad del pueblo.'' Veinte minutos más tarde reitera su decisión y lo que la motiva, casi en los mismos términos: ``Tengan la seguridad de que el presidente de la república permanecerá en el Palacio de la Moneda defendiendo el gobierno de los trabajadores.'' Decisión y motivación reaparecen en la tercera alocución: ``Dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera.'' La advertencia del presidente en el sentido de que no cederá es inaugurada la cuarta alocución -``Pero que sepan que aquí estamos''- y alcanza en la quinta la condición de meollo del mensaje: ``Ante estos hechos, cómo me cabe decir a los trabajadores: ¡No voy a renunciar!''

Más allá de estas correspondencias, las cinco alocuciones dibujan una doble progresión. De la primera a la tercera, se va percibiendo cada vez con mayor claridad que el levantamiento militar tiene proporciones nacionales. Por la alocución inicial nos enteramos de que la insubordinación se circunscribe a un sector de la marina y a Valparaíso; por la segunda, que es toda la marina de esa ciudad la insubordinada; por la tercera, que se asiste ``a un golpe de estado en el que participan la mayoría de las fuerzas armadas'' del país. Esta progresión está determinada por la información de carácter objetivo: el incremento de los datos que van llegando a la casa de gobierno hace que este aspecto del contenido de los comunicados del presidente se vaya modificando.

La segunda progresión tiene que ver con datos de orden subjetivo. A partir de la tercera intervención -la cual reconoce tácitamente la irreversibildad del proceso sedicioso-, Allende precisa algo que en las dos primeras intervenciones sólo estaba sobreentendido: el hecho de que la determinación de permanecer en su puesto de trabajo hasta el último instante implica la decisión de sacrificar su vida en caso en que ello se haga necesario. ``Sólo acribillándome a balazos -dice- podrán impedir la voluntad, que es hacer cumplir el programa del pueblo. [...] permaneceré aquí en La Moneda, inclusive a costa de mi propia vida.'' Lo que aquí es únicamente posibilidad se transforma en certidumbre en el cuarto comunicado, unos veinte minutos más tarde, cuando Allende da cuenta de que los aviones sobrevuelan La Moneda: ``Pagaré con mi vida la defensa de principios que son caros a mi patria.'' Certidumbre que la última intervención nombra con la misma fórmula escueta: ``Colocado en un trance histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.''

La determinación de morir por lealtad a su pueblo y a su ideal social otorga a las últimas palabras de Allende su carácter patético y su valor de ejemplo de responsabilidad moral. La coherencia moral alcanza aquí un paroxismo: Allende prueba la verdad que su voz profiere con el sacrificio de su vida. No es por eso casual que la coincidencia del actuar y del decir, así llevada a su manifestación suprema y definitiva, constituya el núcleo de sentido mayor de estas palabras postreras. El discurso entero del presidente traicionado está centrado en las ideas de lealtad, de coherencia moral, de responsabilidad en el cumplimiento de la palabra.

El discurso está dirigido desde el principio a dos auditorios: uno manifiesto, el otro latente. El auditorio manifiesto es el pueblo chileno: tanto aquellos que por su militancia y su voto entregaron a Allende y a la Unidad Popular el gobierno de Chile, como el conjunto de los beneficiarios de las políticas aplicadas desde 1970 por la administración progresista. Allende menciona a ese interlocutor en diversas ocasiones, a través de diferentes designaciones. Las más comunes son pueblo, compañeros, trabajadores.

El interlocutor manifiesto será en algún momento objeto de un desglosamiento, en función del sexo, la condición social y familiar, el oficio, la militancia, la edad, el modo de inscripción en el proceso de producción:

Me dirijo a ustedes, sobre todo a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la patria, que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales [...]

Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos [...]

Campesinas, madres, profesionales, jóvenes, obreros, trabajadores rurales, intelectuales: todos los que concentran sus esfuerzos en la construcción del presente y el futuro, son opuestos por el discurso a aquellos cuyas actividades están enderezadas a la destrucción:

[...] porque en nuestro país el fascismo estuvo hace ya muchas horas presente: en los atentados terroristas, volando puentes, cortando las vías férreas, destruyendo los oleoductos y los gasoductos, frente al silencio de los que tenían la obligación de proceder.

``Los que tenían la obligación de proceder'' y que optaron por un silencio cómplice -autoridades judiciales, policiales, militares- forman parte de lo que he llamado más arriba el auditorio latente de estos mensajes. Desde el primer mensaje, ese auditorio se perfila como el otro interlocutor de Allende. El otro, porque el discurso lo interpela de modo sesgado, gracias al bisel de una palabra que explícitamente sólo se dirige al pueblo:

Lo que deseo esencialmente es que los trabajadores estén atentos, vigilantes y que eviten provocaciones. Como primera etapa, tenemos que ver la respuesta, que espero sea positiva, de los soldados de la patria, que han jurado defender el régimen establecido, que es la expresión de la voluntad ciudadana, y que cumplirá con la doctrina que prestigió a Chile y le prestigia por el profesionalismo de las fuerzas armadas. En esta circunstancia, tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación.

El pasaje alberga, en su progresión, una ampliación del auditorio. Allende lanza una consigna a los trabajadores, consigna que formula la necesidad de esperar la reacción de ``los soldados de la patria''. Pero apenas éstos son nombrados, el discurso, sin abandonar al primer auditorio, incluye indirectamente a esos soldados como destinatarios del fragmento que sigue. Allende está negociando. Y todo el peso de su petición descansa en un argumento único: la necesidad de que los militares cumplan con la palabra empeñada. El presidente recuerda a los soldados que han hecho un juramento, y la obligación de adecuar sus actos a la palabra dada: el juramento compromete la acción de quien lo hace. Allende reclama de los soldados que sean leales, como lo han sido los trabajadores, como lo ha sido él mismo. Su ``tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación'' posee el mismo valor conminatorio que su ``espero que [la respuesta de los soldados] sea positiva'': lejos de enunciar una certidumbre, subraya la existencia de una obligación y exige su cumplimiento. En el tercer mensaje, cuando ya es evidente que toda conminación resultará inútil, el auditorio al que Allende se dirige por su sesgo cobra más cuerpo. El presidente no deja de dirigirse directamente a los trabajadores, pero, al hacerlo, lanza una advertencia indirecta al otro interlocutor:

Que lo sepan, que lo oigan, que se les grabe profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera; defenderé esta revolución chilena y defenderé el gobierno porque es el mandato que el pueblo me ha entregado. No tengo otra alterativa. Sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad, que es hacer cumplir el programa del pueblo. Si me asesinan, el pueblo seguirá su ruta, seguirá el camino, con la diferencia, quizá, de que las cosas serán mucho más duras, mucho más violentas, porque será una lección objetiva muy clara para las masas de que esta gente no se detiene ante nada.

La forma del enunciado trasunta el menosprecio que, desde su actitud de dignidad y de lealtad -``defenderé el gobierno porque es el mandato que el pueblo me ha entregado''-, Allende reserva para los traidores. Sin dirigirse directamente a esos traidores, lo que constituiría en la circunstancia un rebajamiento de su propia persona. Allende los constituye en sujeto elíptico y los instala en la categoría de la tercera persona: ``Que lo sepan, que lo oigan, que se les grabe profundamente.''

Significativamente, la última de las alocuciones de Allende se abre y se cierra con referencias a sus propias palabras, y a la lealtad que ellas suponen, opuesta a la deslealtad de quienes no tienen palabra. Al principio del quinto comunicado, el presidente señala: ``Seguramente, ésta será la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes,'' para agregar inmediatamente: ``Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Que ellas sean un castigo moral para quienes han traicionado su juramento.'' Hacia el final, dice: ``El metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno, que fue leal a la patria.''

Lo que define a Allende es la coincidencia entre el decir y el hacer. El último fragmento citado muestra que ese sacrificio es una necesidad de la palabra. La muerte, que vendrá pocos minutos más tarde, dará verdad a un decir que suponía esa misma muerte como corolario. Un acto -el sacrificio de su vida- será la última palabra del hombre para quien la palabra siempre ha sido un acto.

Esta equivalencia entre res y verba, que atraviesa los cinco mensajes, es puesta ejemplarmente de manifiesto por una singular coincidencia entre el inicio y la conclusión del último de ellos. Recordemos una frase ya citada:

``Que [mis palabras] sean un castigo moral para quienes han traicionado su juramento'', dice Allende al principio de su alocución postrera. Y ella concluye:

Estas son mis últimas palabras, tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano; tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.

El paralelismo de forma y de sentido entre las dos construcciones atestigua, en este discurso improvisado, la proverbial coherencia del pensamiento de quien habla. ``Mis palabras son un castigo moral para quienes han traicionado su propia palabra; el sacrificio de mi vida es una lección moral que castiga a los traidores.'' Palabra y sacrificio de la vida tienen la misma función, la misma eficacia, la misma dimensión pragmática; son dos aspectos plenamente solidarios de una realidad única, porque discurso y acción son dos aspectos plenamente solidarios de la humanidad responsable.

La muerte como lección moral. La muerte como acto de orden pedagógico. En lo inmediato, el sacrificio de Allende se hace necesario para ilustrar, por contraste, la felonía, la cobardía y la traición de los militares golpistas. Se diría que el presidente tiene plena conciencia de la prodigiosa dimensión simbólica que su gesto cobrará -y no sólo en Chile- apenas sea dado a conocer por los medios de información. Se diría también que el presidente tiene plena conciencia de la existencia de un riesgo mayor: la posibilidad de que su sacrificio, por ser un acto fundamentalmente simbólico, sea convertido en mito. Es esa conciencia lo que explica la insistencia con la que Allende inscribe su sacrificio en lo concreto, es decir: la insistencia con que lo historiza.

Para historizar su acto de lealtad, coraje y dignidad, Allende lo mantiene en un plano estrictamente humano y terrenal, absolutamente ajeno a las idealizaciones que amenazan con diluir en lo sobrenatural los gestos de heroísmo:

Yo no tengo pasta de apóstol ni de Mesías. No tengo condiciones de mártir. Soy un luchador social que cumple una tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás.[...]

En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo y el imperialismo, unidos a la reacción, crearon el clima para que las fuerzas armadas rompieran su tradición, la que le enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector que hoy estará en sus casas esperando, con mano ajena, reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y privilegios.

Lección moral y lección histórica. Ésta expone las causas de la ignominia que hizo a aquélla necesaria. La deslealtad de los militares golpistas -el incumplimiento de su palabra- es el resultado de una actitud bajamente interesada e indignamente dócil: han sucumbido a su propia codicia de poder y a las imposiciones de los capitalistas locales y extranjeros.

Para concluir, insistiré en la coincidencia de esta condena de la barbarie política que rige el proceder de los militares y de quienes los inspiran, con el reclamo de una correlación entre el decir y el actuar de los hombres. La base de la vida social es de orden cultural: ella está en las palabras que la fundan -la Constitución y la Ley- y en la adecuación, para los sujetos sociales, entre el discurso y la acción. Una sociedad justa, digna, responsable, civilizada, no puede tener existencia si no son respetadas las palabras que le sirven de fundamento. Paralelamente, si el hombre no respeta su propia palabra -si no acepta que su discurso compromete la totalidad de sus actos-, no puede alcanzar la condición de civilizado, responsable, justo, digno. Allende sacrifica su vida por respeto a su propio discurso, para cumplir con su palabra, empeñada, como él mismo lo recuerda, mucho antes del día de su muerte.

La muerte deliberada, nuevamente, como acto de lealtad a la palabra dada. Y también como algo más: ``Sigan ustedes, sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!'' La muerte deliberada -así lo dicen los tres vivas- como acto de lealtad a la vida. La muerte deliberada -así lo dice la consigna de seguir adelante- como acto de lealtad a la historia: es su decisión de avanzar lo que lleva a Allende, esa mañana de invierno del 1973, a no dar un paso atrás.