La Jornada Semanal, 27 de septiembre de 1998
Soy hijo de un siglo que se recordará quizás como el más cruento de la historia. Mis recuerdos más lejanos se remontan a la primera guerra mundial, la cual fue llamada certeramente ``la inútil matanza''. Las tres guerras mundiales de este siglo, contra los imperios centrales, contra el nazismo y los fascismos, y la guerra fría contra los comunismos, entabladas entre países democráticos y autocráticos, vieron la victoria de la democracia.
La democracia, sí, ha vencido, pero su victoria no es definitiva. En una visión laica (no mítico-religiosa) de la historia, nada es definitivo. La historia humana no sólo no ha acabado, como anunció años atrás un historiador americano, sino que acaso, a juzgar por el progreso técnico-científico que está transformando radicalmente las posibilidades de comunicación entre todos los hombres vivos, acaba de empezar. Difícil, si acaso, decir en qué dirección está destinada a avanzar. Con respecto a la forma de gobierno democrática, cuya victoria celebré líneas arriba, ¿va hacia una mayor expansión o, por el contrario, hacia una gradual extinción? En el mundo asiático, que en una visión eurocéntrica de la historia que se remonta al pensamiento griego siempre ha estado considerado como el mundo del despotismo, contrapuesto al de la libertad griega, exaltada en el célebre epitafio de Pericles, asoman y cobran fuerza y consenso formas de gobierno que nos traen a la memoria el despotismo ilustrado de las monarquías absolutas del XVIII, cuyo dominio en Europa se vio interrumpido por las revoluciones americana y francesa y por el reconocimiento de los derechos del hombre, cuando se derrumbó la antigua relación de primacía entre derechos y deberes que había caracterizado las épocas precedentes. El hombre tiene deberes, pero en cuanto persona con un valor en sí, con independencia de las circunstancias de tiempo y lugar en que vive, tiene ante todo derechos, como el derecho a la vida, a la libertad (a las varias formas de libertad), a la igualdad (al menos a la igualdad de los puntos de partida). Cabe asignarle deberes tanto con los demás, considerados aisladamente, como con la comunidad de la que él mismo forma parte, sólo en cuanto y ante todo centro de imputación de los derechos fundamentales. En el despotismo ilustrado de ayer y de hoy, la figura del hombre siervo pero feliz sustituye a la que nos es más familiar a través de la tradición del pensamiento griego y cristiano del hombre inquieto pero libre. Nadie es capaz de prever cuál de las dos formas de convivencia está destinada a prevalecer en el próximo futuro.
La edad contemporánea, ya lo he dicho, está marcada por el progreso científico-técnico, cada vez más rápido, tan rápido que a un viejo como yo le da vértigo, y al mismo tiempo irresistible y por ende imparable. Según la común opinión de los científicos, que son sus promotores es también, hasta ahora, irreversible, por cuanto el instrumento nuevo desaloja al viejo y el viejo se convierte en objeto de museo en un brevísimo lapso de tiempo, sea una lavadora o un automóvil o un ordenador y cualquier artilugio bélico. Con respecto a la progresiva creación de nuevos instrumentos cada vez más eficaces, o sea capaces de alcanzar los objetivos propuestos, cabe hablar con toda razón de ``revolución permanente'', entendiendo la revolución en su sentido pleno de transformación tan radical que no deja espacio alguno para el retorno del estado de cosas precedente.
De revolución permanente, en cambio, no podemos hablar con tanta seguridad en la esfera de las costumbres, de las relaciones sociales, de las reglas de conducta, donde a las revoluciones pueden suceder, y casi siempre suceden, épocas de restauración, entendida ésta como la reaparición del viejo estado de cosas tras el agotamiento o la debilitación del espíritu innovador. A la historia de la sociedad humana en su conjunto semeja convenir más la concepción dialéctica del desarrollo que avanza por afirmación y negación que la otra, comúnmente aceptada en la comunidad científica, del paso revolucionario de un paradigma a otro.
En el discurso pronunciado en abril de 1995, con motivo del Premio Agnelli para la dimensión ética en las sociedades contemporáneas, dije que al progreso moral no le acomoda ninguno de los atributos de la aceleración, de la imparabilidad, de la irreversibilidad que conviene al progreso hostil, tanto respecto a las insidias de la naturaleza como respecto a las ofensas de sus semejantes; ha tratado de hacerlo más habitable inventando, por un lado, las artes productoras de instrumentos destinados a transformar el mundo circunstante para posibilitar a la supervivencia, y por otro las reglas de conducta encaminadas a disciplinar los comportamientos para posibilitar la convivencia. Señalaba antes que el mundo de la invención de los instrumentos para controlar y dominar la naturaleza ha avanzado mucho más rápidamente y con efectos más perturbadores que el de la institución de reglas para controlar y dominar el mundo humano. Comparemos, por una parte, una aldea tribal con una metrópolis de hoy, con sus rascacielos, sus calles que corren paralelas o se cruzan, con los miles de automóviles que las recorren, con sus complicadísimos sistemas de iluminación y comunicación. Comparemos, por otra, el código moral que en esa misma tribu regula nacimientos, matrimonios y muertes, los actos principales de la vida del grupo así como las relaciones de los individuos entre sí para la formación, conservación y distribución del poder, con nuestros códigos y nuestras constituciones, los premios y los castigos, entre los cuales aún está vigente la pena de muerte, los incentivos al bien hacer y los desincentivos al mal hacer. La comparación brinda, a mi parecer, una confirmación histórica del distinto grado de desarrollo de los dos sistemas, no sólo más rápido el primero y más lento el segundo, sino también irresistible el uno, hasta el punto de seguir rompiendo los diques que el imperio de las reglas ha tratado de imponer más de una vez a los innovadores, y mucho más resistente el segundo a los cambios, pues la naturaleza se muestra más dócil a someterse al dominio del hombre que el hombre a someterse al dominio de otro hombre.