La Jornada Semanal, 27 de septiembre de 1998
La vasta, siempre lúcida y penetradora obra de Luis Villoro es ejemplar por lo menos en dos sentidos. En primer lugar, es ejemplar en sí misma: una de las obras de pensamiento que las generaciones próximas de América Latina podrá interrogar buscando valores genuinamente filosóficos. Sin duda Villoro ha estado toda su vida preocupado por su entorno histórico-social; al respecto recuerdo dos libros suyos que se encuentran ya entre nuestros clásicos: El proceso ideológico de la revolución de Independencia y Los grandes momentos del indigenismo en México; en relación con esta honda preocupación por su circunstancia sería una torpeza pasar por alto sus agudísimos artículos de opinión que han abordado desde temas como el aborto hasta discusiones sobre el EZLN y los problemas actuales del mutliculturalismo, sobre todo en relación con los pueblos indígenas. Sin embargo la obra de Villoro, aunque generosamente comprometida o, más bien, precisamente por ello, nunca sucumbe al vicio del entusiasmo nacionalista y, sin duda, rehuye por completo el color local; de ahí que en ningún momento esté redactada para despertar la curiosidad de las universidades del primer mundo por el folclor, la mala sintaxis y la falta de argumentos de esa gente tan especial y primitiva que, al parecer, somos todos nosotros. La escritura de Villoro ostenta un estricto rigor y el orgullo de un pensador original que se sabe tal y que, por ello, busca el reconocimiento en la insobornable confrontación y la dura crítica, no en los premios paternalistas ni en la compasión.
En segundo lugar, el corpus de la obra de Villoro es también ejemplar en el sentido de que estamos ante una reflexión fiel a sí misma sin dejar de haber estado constantemente en conversación con los mejores pensadores del pasado y del presente. Ese delicado balance entre el compromiso con su circunstancia, la fidelidad al propio camino y la apertura ininterrumpida al otro, le ha permitido evitar el entusiasmo nacionalista y otros vicios opuestos a éste, pero igualmente comunes entre nosotros, como el afán de novedades y el fervor sucursalero.
De ahí que cada nuevo texto de Villoro provoque enseguida la necesidad de leerlo y, también, la de responder críticamente a él. Sus páginas más recientes, El poder y el valor (FCE / El Colegio Nacional, México, 1998), ilustran lo anterior. Son una prolongación de la investigación de la teoría del conocimiento, comenzada con su admirable libro Creer, saber, conocer, y retoman algunos de los problemas centrales de la moral y la política contemporáneas -en diálogos con la tradición, entre otros, con Maquiavelo, Rousseau y Marx, y, a la vez, con el presente, por ejemplo, con John Rawls, Thomas Nagel, Sánchez Vázquez o Garzón Valdés-. Todo ello hace que discutir sus ideas con seriedad nos obligue a elegir algunas de sus líneas temáticas, pues cualquier otra opción equivale a condenarse a vaguedades, indignas de Villoro.
Después del derrumbe del llamado ``socialismo real'', la democracia ha regresado a ser el tema central de la política, tanto de la práctica política como de su reflexión y, por supuesto, el tema de la democracia no podía faltar en un libro que se subtitula Fundamentos de una ética política. En efecto, en la cuarta y última parte del libro, Villoro estudia ``la asociación política'' y se pregunta cuál es la asociación política más deseable. Esta pregunta se contesta en relación con el tipo de bien común que persiguen dichas asociaciones. Así, podemos hablar -nos dice Villoro- de una ``asociación para el orden'', de una ``asociación para la libertad'' y de una ``asociación para la comunidad''.
En relación con la asociación para la libertad Villoro distingue entre el modelo liberal y el modelo igualitario, agregando que este último no contraviene los fines del primero sino que pretende llevarlos a término (Cf. p. 314 y ss):
La realización plena de la asociación para la libertad es pues un proyecto por cumplir, una idea regulativa de transformación social.
Este sería el momento en que se podría comenzar una polémica con Villoro y señalar que no disponemos más que de los dos primeros tipos de asociación y que el tercero sólo refiere a una desquiciante Utopía. Esta objeción se podría respaldar indicando que no puede haber otro bien común en una sociedad plural que la libertad. El concepto de Aristóteles de ``vida buena'', de vida buena en común -concepto central para las tradiciones comunitaristas que tanto atraen a Villoro- en los modernos no puede recibir otro contenido concreto que el áspero, a veces angustiante pero inevitable ejercicio de la libertad. Villoro mismo parece aceptar esto cuando defiende:
Todo puede ser objeto de aceptación, limitación o rechazo, excepto los valores que hacen posible esa discusión y fundan los derechos humanos de los interlocutores.
Pero dejemos este concepto del bien común, de la vida buena colectiva, para más adelante y vayamos ya al concepto de democracia:
La asociación para el orden podía tomar forma en diferentes sistemas de gobierno, la asociación para la libertad, en cambio, en cualquiera de sus modelos, ha encontrado su régimen propio en la democracia.
Sin embargo, esta unanimidad no esconde que haya por lo menos dos sentidos de democracia: uno ``conforme al valor'' y otro ``conforme al poder''. Señala Villoro:
Considerarla como un ideal ético por realizar, implica que todos los que intervienen en el acuerdo que da lugar a la asociación convienen en el valor superior de la libertad. Identificarla, en cambio, con las instituciones y prácticas realmente existentes, equivale a verla como el resultado de determinadas relaciones de poder. Resultaría del acuerdo entre partes en que cada una se rige por su interés particular. Por el convenio entre ellas se plantearía un bien común a todas: la coexistencia sin violencia excesiva de los intereses opuestos.
Concentrándose puramente en el segundo sentido, Schumpeter redujo la democracia a un modus procedendi -competencia regulada de individuos y partidos por medio de elecciones-. Pero al perder de vista el primer sentido de democracia, el segundo sentido pierde su justificación y, como indica Villoro, Schumpeter no puede ya decirnos por qué deberíamos preferir ese modus procedendi a otros. En relación con este tipo de conceptos, en otra parte he propuesto hablar de ``conceptos tensos'': necesariamente divididos entre un sentido límite y un sentido realizador. El sentido límite nos dice por qué queremos ese concepto y lo justifica; el sentido realizador se refiere a las prácticas más adecuadas para alcanzar el sentido límite, aunque reconociendo que éstas van a ser siempre falibles. Por ejemplo, el concepto de saber es un concepto tenso: su sentido realizador, su modus operandi, es creencia justificada y su sentido límite es de cierto modo responsable de que esa creencia justificada resulte, además, verdadera.
No estoy seguro si Villoro está de acuerdo conmigo en que el concepto de democracia es un concepto tenso -inevitablemente tenso- y que tenemos que aprender a vivir críticamente con esta tensión. O, por el contrario, piensa que su sentido realizador ha sido una horrible traición al sentido límite de democracia: el ``poder del pueblo para el pueblo'' no ha dejado de transformarse en una forma más de dominio. A veces parece Villoro sugerir esto último cuando enlista algunos ``desvíos del poder del pueblo'' (p. 340) como -según él- la representación, la burocracia y la tecnocracia y propone una ``democracia radical''.
Sin embargo, por más ``radical'' que sea una democracia, nunca dejará de ser un concepto tenso. ¿Cómo es esto? Según Villoro, ``el pueblo real es heterogéneo, está formado por una multiplicidad de comunidades, villas, organizaciones sociales, grupos, etnias y nacionalidades, regiones, estamentos, gremios, confesiones, sectas, federaciones distintas, a veces opuestas, otras entremezcladas. El hombre del pueblo no es un ciudadano abstracto, ``alguien'' igual a cualquier ``otro''.
Pienso que este pasaje está, como diría Vaz Ferreira, ``sombreado'' por la falsa oposición. Las personas poseemos diversas identidades materiales -diversas pertenencias histórico-sociales- pero también una identidad formal: somos seres humanos. Y ciertos derechos nos atañen por poseer esas identidades materiales y, otros, por nuestra identidad formal. Sin el primer reconocimiento no hay posibilidad de una ``democracia social''. Pero sin el segundo se desvanece toda idea de ``democracia política'', de ``igualdad política'' y, así, perdemos el concepto mismo de ciudadanía.
Por otra parte, en sus ``correcciones a la democracia existente'', Villoro propone, entre otras medidas, una ``difusión de poderes''. Sin embargo, sospecho que es demasiado optimista cuando piensa que pueden coexistir sin constantes y graves conflictos el localismo y el Estado central. Villoro nos dice que el poder central:
Tendría la responsabilidad, sobre todo, de la realización de los bienes públicos [...], por ejemplo: la investigación científica básica, el uso racional de los recursos naturales del país, [...]. Éstos son valores que responden al interés general de todo hombre.
En la última oración, como en muchas otras partes de su libro, Villoro reconoce que además de las identidades materiales, hay intereses generales de todo ser humano en tanto tal; que hay una identidad formal.
También entre sus ``correcciones'', teniendo en cuenta la corrupción de los partidos políticos y su fraudulenta representación de los intereses de los votantes, Villoro propone la ``democracia directa'' en la forma del referendum. Pero la historia del referendum en las sociedades modernas ha sido siempre la de un referendum organizado y dirigido, cuando no manipulado, por los partidos políticos y los medios masivos de comunicación, y estos últimos suelen responder a los intereses generales menos todavía que los primeros.
Estas observaciones nos regresan a la comprobación de que la democracia es de manera inevitable un concepto tenso: que constantemente el sentido realizador, el modus operandi, se ``desviará'' y hasta se pervertirá y que no puede haber ni correcciones estables ni arreglos institucionales infalibles: sólo el ejercicio de caso en caso de la libertad y sus productos, la indignación moral y el pensamiento crítico, podrá evitar que la tensión se convierta en traición.
Quiero regresar a la polémica ya anunciada respecto del concepto de ``asociación para la comunidad''. Dice Villoro:
Una asociación es conforme al valor cuando hace coincidir los intereses particulares de sus miembros con el interés general. Cuando esa coincidencia es cabal [...] entonces no hay distinción entre el bien común y el bien individual; la asociación se ha convertido en una comunidad.
Descreo de todo ello. Sospecho que es una peligrosa ilusión pensar que es posible que, de manera sistemática y estable, desaparezca la distinción entre el bien común y el bien individual, y si esa es la condición para que haya comunidad, entonces nunca genuinamente la hay. En una sociedad plural -y por lo menos todas las sociedades no tradicionales lo son- no es eliminable el conflicto constante entre deseos y creencias de sus miembros mas que apelando al terror. La educación para la disidencia, como nos ha enseñado Javier Muguerza, es parte de cualquier educación democrática. De ahí que insista: en los modernos el único contenido del bien común, de la vida buena, es la libertad.
Por eso, también discrepo con Villoro cuando señala que ``la comunidad está presente como límite posible en toda asociación conforme al valor''. Por el contrario, pienso que este concepto de ``asociación para la comunidad'', como ya adelanté, no designa ideales valiosos -el sentido límite que debe realizar toda asociación conforme al valor- sino -otra vez- peligrosas ilusiones. ¿Por qué afirmo tal cosa? Pues quien en política -como en general, en la vida- se aferra a deseos imposibles se condena a desechar los muchos deseos posibles cuya realización enriquece la vida tanto privada como pública. Por ejemplo, en la historia reciente a veces se le ha pedido tanto a las ``asociaciones conforme al valor'' que no se ha sabido apreciar lo mucho que ellas realmente pueden darnos. Recuerdo las críticas de algunos marxistas a la ``imperfecta'' democracia ``formal'', críticas que en los setenta colaboraron a sumir a América Latina en los más atroces regímenes autoritarios, muchos de ellos incluso saludados ``como esperanzas de algo propio, de algo nuevo''.
Villoro no ignora estos contra-argumentos y por eso indica que la comunidad puede justificarse: ``en la repetición de una costumbre, o en la libertad. Un servicio puede ser impuesto, pero también elegido libremente; puede consistir en una afirmación de una voluntad ajena o en una realización de sí mismo''. Pero, se le podría replicar a Villoro: la libertad nunca se puede donar más que en grados, so pena de perderse. Una libertad que se enajena totalmente y para siempre -en la política, en el amor...- se pervierte, deja de ser tal. Algo de esto reconoce el mismo Villoro cuando afirma que: ``El servicio no implica necesariamente pérdida de autonomía.''
Más todavía, yo agregaría que, cuando la implica, se transforma en ciega servidumbre o en adicción enloquecida y ambas son, se sabe, máscaras del miedo.
La fraternidad, el sentido de la comunidad, las fuerzas del amor configuran potencialidades valiosísimas que poseen las personas y que a menudo encuentran realización en muchas interacciones individuales y sociales. Pero no son el tipo de valores que puede regir la vida en común de una sociedad compleja y, por lo tanto, llena de conflictos entre los deseos y creencias de sus miembros. Al respecto, la historia de este siglo atroz nos ha enseñado que, con frecuencia, menos es más.
Confieso que al releer el libro de Villoro y estas, mis apresuradas notas, no estoy seguro si con ellas he elaborado fuertes ataques a algunos de los importantes argumentos de Villoro o sólo comentarios, con uno que otro matiz de tono, que por quizá turbias razones polémicas, he sobreacentuado. En cualquier caso, quien repiense estos problemas, o cualquiera de los otros de este libro excepcional, no hará más que confirmar que, sin duda, nos encontramos ante uno de nuestros grandes maestros, e incluso algo más: ante uno de nuestros definitivamente imprescindibles maestros.