Arnaldo Córdova
La cuestión de la doble vuelta
El tema de la segunda vuelta en las elecciones presidenciales despierta muchos temores, unos justificados y otros inventados. La segunda vuelta, hay que reconocerlo, es tan ajena a nuestra tradición política como lo es, por ejemplo, el régimen parlamentario. Pero no carece totalmente de sentido, para nosotros, si se consideran las condiciones que hipotéticamente hacen necesaria esa segunda vuelta. Esta se justifica cuando hay más de dos candidatos, en primer lugar, y en segundo lugar, cuando ninguno de ellos alcanza una mayoría absoluta y, adicionalmente, quedan más o menos empatados y su votación está lejos de la mitad más uno de los votos.
Extendiendo (o abusando de) la jerga parlamentaria, se dice (los panistas lo dicen) que se trata de un empate ``técnico'', lo que no quiere decir otra cosa sino que hay un empate. Pero, en realidad, una situación de empate no es sino la situación extrema en que se hace necesaria la segunda vuelta. La justificación mayor de ésta radica en el simple hecho de que ninguno de los candidatos haya obtenido la mayoría absoluta de los votos. En la idea de los panistas, que son los que primero han propuesto la segunda vuelta, se arrulla la hipótesis, no lejana de la realidad, a decir verdad, de que en las elecciones del 2000 haya un empate ``técnico'' entre tres candidatos, cada uno de los cuales obtendría más o menos una tercera parte de los votos.
La hipótesis tiene sentido: ¿qué pasaría si un candidato triunfase con sólo un 33 por ciento de los votos, mientras que los otros obtuviesen un 31 y un 30 por ciento, respectivamente? De acuerdo con las reglas más elementales de la democracia, se puede argüir que el triunfador no representa sólo a su 33 por ciento, sino al conjunto de los ciudadanos que votaron. Eso está muy bien, pero se dan situaciones en las que, por lo general, esos candidatos triunfantes están destinados a ser saboteados porque hay un 67 por ciento de ciudadanos votantes que sentirán que no están representados. El caso de Salvador Allende en Chile es, desde este punto de vista, paradigmático. Con poco más de una tercera parte de los votos, aquel presidente se vio saboteado desde el principio por su falta de representatividad de facto.
Si la cosa se lleva al absurdo puede ser más clara todavía. En una democracia rupestre como la de Rusia, cualquiera podría ser presidente con apenas un 20 por ciento de los votos, y ya hemos podido ver lo que eso significa. La cuestión es si la segunda vuelta podría tener sentido para nosotros. Los partidos políticos se pronunciaron de inmediato sobre la propuesta del PAN. Sólo los panistas están de acuerdo. El PRI teme una alianza entre las oposiciones. El PRD teme una alianza entre priístas y panistas. El argumento central del PAN, empero, tiene vigencia: una segunda vuelta serviría para dar una contundente e irrebatible representatividad al Poder Ejecutivo.
Bien miradas las cosas, los argumentos que se esgrimen en contra de la segunda vuelta son de verdad farisaicos, por decir lo menos. En todos los sistemas electorales en los que está prevista la segunda vuelta para el caso de que ningún candidato obtenga la mayoría absoluta, destacadamente en Francia, se da por descontado que en esa vuelta siempre habrá reagrupamiento de fuerzas que decidirán los resultados. No puede ser de otra manera. Los electores, de cualquier manera, salen ganando, porque en la segunda vuelta su voto es más decisivo. Pero el sistema político también, porque así se ahorra las turbulencias que puede desatar una Presidencia menos representativa.
En las pocas y tan aisladas reuniones que se han tenido sobre la reforma del Estado entre los partidos y el gobierno, el tema ha tendido a ser desechado, menos por los panistas que insisten en lo suyo. Es evidente que los intereses particulares y los temores de los partidos se imponen sobre un debate que resulta de la mayor importancia. En este caso, como en otros, debería ser el propio gobierno el que promoviera un debate a fondo sobre el tema, de modo que todos los partidos dejaran lo más en claro posible sus posiciones y la ciudadanía pudiera expresarse al respecto.
Más que estar pensando en la posibilidad de que los otros se alíen para birlar un triunfo que se antojaría asegurado, los partidos deberían pensar en la doble virtud que una segunda vuelta tendría: por un lado, se daría a la Presidencia un respaldo mayoritario de la ciudadanía que haría, por lo menos, más sólida y clara su autoridad para enfrentarse a los problemas del gobierno de la sociedad; mientras que, por otro lado, cada partido tendría la oportunidad de legitimar mejor a su candidato y, de paso, promover su propia imagen ante los ciudadanos. Incluso, podría pensarse que es un muy buen medio para que los partidos se acerquen más entre sí y mejoren sus mutuas relaciones, evitando lanzarse a muerte contra el que puede ser un buen aliado.