La Jornada 28 de septiembre de 1998

José Agustín: será difícil librarnos de Salinas, ``como con Santa Anna''

1

El chiquito pero picoso Carlos Salinas de Gortari nació el 3 de abril de 1948 en la ciudad de México. Su padre, Raúl Salinas Lozano, fue funcionario prominente y llegó a secretario de Industria y Comercio en tiempos de López Mateos; un tiempo se esforzó por obtener el dedazo, pero vio que no tenía la menor posibilidad y entonces se equivocó de candidato, así es que fue a dar a la banca durante años. Don Raúl no sólo se casó por poder con su esposa Margarita de Gortari sino que decidió que sus hijos fueran estudiantes de 9.5, deportistas y cultos. Tuvo cinco: Raúl, Carlos, Adriana, Enrique y Sergio Salinas de Gortari. A los dos mayores les desarrolló la pasión por el poder político, y Raúl y Carlos siempre fueron muy unidos, desde que los nenes ejecutaron a una sirvienta cuando jugaban a las guerritas. ``¡Yo la maté! ¡Soy un héroe!'', exclamó el pequeño Carlos, entonces de tres años de edad, y Papá Raúl tuvo que mover todas sus influencias para que su hijo no tuviera problemas. Con el tiempo, el pequeño asesino se licenció de economía en 1971 e hizo su posgrado en la Universidad de Harvard. Además, los hermanos Salinas vivieron su primavera maoísta y se decía que habían sido ``observadores'' de varias acciones de los ultras Adolfo Orive y Hugo Andrés Araujo; estaban, pues, familiarizados con el mundo y la retórica de la ultraizquierda. Salinas también conocía bien las leyes no escritas de la política mexicana y sus esotéricos mecanismos de poder, y a esta explosiva combinación de acelere maoísta y de grilla mexicana, añadió después el neoliberalismo militante y belicoso, tipo Reagan o Thatcher. El resultado fue un estilo personal de gobernar tan agresivo como corruptor, que mezclaba lo más viejo y viciado del sistema con neoliberalismo bigh tech. Esa era la ``política moderna'' de un hombre demasiado bajo de estatura, calvo irremediable y orejón, que en sí mismo constituía una caricatura y le ahorraba mucho trabajo a los moneros.

2

A fines de 1993 Carlos Salinas de Gortari se hallaba sitting on top of the world y la revista Time lo nombró el Hombre del Año. Todo el gobierno y el sistema priísta se le cuadraban, el PAN lo apoyaba y todo indicaba que había doblegado al PRD. La iniciativa privada estaba feliz con él, los militares y la alta jerarquía eclesiástica lo aplaudían, y en el extranjero lo veían como un gran líder de estatura internacional. Si se aprobaba el Tratado de Libre Comercio, se conservaría en el poder muchos años después del 2000, como había pronosticado José Angel Gurría, el Angel de la Dependencia. Se daba por sentado que Salinas ejercería el control sobre su sucesor, el cual modificaría la Constitución para que, como Santa Anna, don Carlos ocupase la silla todas las veces que fueran necesarias.

Disponía de un poder que, desde Luis Echeverría, ninguno de los presidentes mexicanos había tenido. El sistema priísta se desmoronaba, pero al Presidente sólo le interesaba su para entonces claro proyecto transexual. La ilegitimidad de origen se había evaporado y mediante un hábil y costoso manejo de la publicidad y la propaganda, el presidente no sólo era muy popular en México sino en todo el mundo, pues Salinas llevó a cabo una carísima campaña para ganarse a los medios extranjeros. Los de Estados Unidos aceptaron y difundieron con gusto en todo el mundo la imagen de ``un joven firme y dinámico que revoluciona su país''. Wall Street lo amaba y los hombres de las finanzas internacionales se ufanaban de que por fin había un líder mexicano ``con el que se podía hablar''. Nada más en Estados Unidos, el gobierno de Salinas gastaba más de 11 millones de dólares al año en relaciones públicas, y éstos se incrementaron en 1992 y 1993, cuando vino el cabildeo duro para la aprobación del TLC.

Por dinero no paraba la cosa; no había para el pueblo, pero abundaba para los gastos del Presidente, quien, para asegurar la lealtad de los políticos, con frecuencia daba bonos extras, ``de productividad y cumplimiento laboral'' o ``de desempeño'', además de aguinaldos escandalosos, a todos los funcionarios de nivel superior, cuyos salarios de por sí eran elevadísimos. ``Pasa a ver a Justo'', les decía a los que acordaban, pues Justo Ceja, su secretario particular, era el que repartía los cheques. Fue célebre cuando se supo que a los diputados, oposición incluida, se les pichó un ostentoso reloj Rolex por cabeza (todos se lo embuchacaron, por supuesto), y después, Mario Ruiz Massieu, al ser enjuiciado en Estados Unidos, reveló las cantidades alucinantes con las que se mochaba don Carlos, quien, trimestral, semestral o anualmente, hacía gran uso de su ``caja chica'' y de la partida secreta que, por ley, podían manejar discrecionalmente los presidentes mexicanos desde tiempos de Venustiano Carranza, quien no por nada inspiró el verbo carrancear.

Al final de su sexenio Salinas de Gortari había gastado cerca de mil millones de dólares de su partida secreta, casi el triple de lo que utilizó Miguel de la Madrid. Su promedio anual de gastos secretos era de 143 millones de dólares, lo cual significa que cada día podía gastar 390 mil dólares, sin contar con sus honorarios, que eran de 60 mil dólares anuales. Esto era lo que reconocía oficialmente la Contaduría Mayor de Hacienda, pero vaya uno a saber las cantidades reales que manejaba el pelón sin que nadie las fiscalizara. Por si fuera poco, además de esto, la Presidencia disponía de un presupuesto anual de ``erogaciones especiales'', aún más secretas que las de la partida secreta, la cual, reveló Pablo Gómez, ``podría ser usada para entregar dinero a cuenta de favores o premios de desempeño por actividades políticas, y para la creación de un fondo personal o familiar del Presidente''.

Mientras Salinas gozaba su poder y se chismeaba que la pasaba suave con la actriz de telenovelas Adela Noriega, los salinistas se presentaban como ``la generación del cambio'', los jóvenes que luchaban contra la corrupción de los viejos políticos.

Desde un principio se manejó la idea de que en el poder mexicano existían los tecnos y los dinos, es decir, los tecnócratas salinistas y los dinosaurios o prinosaurios, pero en realidad no había grandes diferencias, pues los tecnos utilizaban todos los viejos recursos del corrupto autoritarismo priísta, sólo que ellos estaban en el poder y pertenecían a una casta que podría vender la imagen de que eran los emisarios de la modernidad que llevaría a México al primer mundo abatiendo las simulaciones y todos los viejos e inservibles mitos nacionales. Por eso, y también a causa del pasado ultraizquierdista de los hermanos Salinas y de varios de sus colaboradores, los tecnos decían ser los verdaderos revolucionarios, mientras que los que protestaban por el autoritarismo y la venta del país eran los reaccionarios. Con facilidad utilizaban la retórica izquierdista, e incluso se apropiaban tranquilamente de los lemas de las luchas populares (¡Duro, duro, duro!). Sumisos con los más poderosos (Estados Unidos, por ejemplo), eran agresivos y prepotentes con los más débiles, como ricos y braveros niños consentidos, y pusieron de moda la intolerancia pendenciera entre sus seguidores, especialmente entre la prensa salinistas.

3

Carlos Salinas no se resignaba a que toda la atención pública se desplazara hacia el candidato del PRI. Además, no estaba enteramente seguro de Colosio, quien, aunque siempre había obedecido, ahora mostraba tendencias a hacer un juego propio. Salinas sabía que el candidato resentía fuertes presiones para que pintara su raya ante el presidente y su asesor, y que el PRI pretendía recuperarse a través de él. Además, había tratado de reunirse con Cárdenas. Esto fue impedido rápidamente por José María Córdoba, quien impuso a Ernesto Zedillo como coordinador de la campaña, pero también como candidato alterno, como se empezó a decir a escasos veinte días de la postulación.

La campaña, por otra parte, no arrancaba porque Salinas no daba la luz verde, así es que entre los panegíricos al presidente, Colosio también dijo que deberíamos pasar de las ``buenas finanzas nacionales a las buenas finanzas familiares''. Esto se vio como una crítica en Los Pinos, las relaciones se enrarecieron y Salinas empezó a pensar que su decisión había sido ``apresurada''. La revista Siempre! después reveló que, apenas en la segunda semana de diciembre, Colosio quedó pasmado y aterrado cuando Patrocinio González Garrido, el secretario de Gobernación, a nombre del presidente y del doctor Córdoba le pidió que renunciara a la candidatura. Se negó rotundamente y González Garrido prefirió explicarle a Salinas que el candidato había dicho que sí, pero que lo sometieran a un referendo. En todo caso, Colosio no inició su campaña y desde el 19 de diciembre, consternado, titubeante, se eclipsó.

El resurgimiento político y de Camacho Solís desconcertó severamente a los priístas y en especial cayó como bomba entre los colosistas. No sólo tenían a Ernesto Zedillo como candidato alterno y al presidente en contra, sino que ahora el Comisionado acaparaba la atención de los medios; de nuevo estaba vivo y puestísimo. Colosio, por su parte, se quedó paralizado ante los acontecimientos de Chiapas. Primero envió un boletín en el reconoció los rezagos ancestrales del estado y pedía a los rebeldes ``rectificar su conducta''. Después decidió iniciar su campaña, a pesar de que en Los Pinos le pidieron que la siguiera retrasando, pero el 10 de enero arrancó con un acto tristísimo en Huejutla, Hidalgo, con asistentes rigurosamente acarreados. A partir de ese momento su campaña transcurrió sin que nadie le hiciera caso. En cambio, Camacho disfrutaba su vuelta a los reflectores.

Mientras el presidente le daba aire a Manuel Camacho Solís y Ernesto Zedillo, agazapado y disfrazado de coordinador, estaba ahí por lo que pudiera ofrecerse, los colosistas, furiosos, se quejaban de que había una campaña contra la campaña y de que Salinas deliberdamente los bloqueaba. El contacto del presidente y el candidato se volvió cada vez más escaso y frío, y no tardó en crecer una pugna entre Córdoba y Colosio. La saturación de comerciales y propaganda de la campaña dejaban indiferente a la sociedad y la atención de todos se iba siempre hacia Marcos y Camacho, por lo que la campaña presidencial del PRI era lastimera. No sólo se trataba de la primera vez en que un candidato del PRI no tenía segura la presidencia sino que ni la candidatura misma estaba amarrada. ``Algo le puede suceder a Colosio'', se decía. Los priístas se hallaban tan confusos que, en un desayuno, Salinas muy divertido les tuvo que decir: ``No se hagan bolas, el candidato es Luis Donaldo Colosio''. Esto empeoró las cosas y se avivaron las especulaciones de que Camacho registraría su candidatura. El comisionado, por otra parte, no se descartaba ni desalentaba las versiones que lo postulaban, hablaba de forma elaboradamente críptica y se refería a sí mismo en tercera persona.

En febrero emisarios del presidente volvieron a pedirle a Colosio que renunciara. ƒste se negó, sumamente dolido, y el 6 de marzo, pintó su raya. En su discurso del sexagésimo quinto aniversario del PRI asentó que era necesaria la separación del partido oficial y del gobierno, que hacía falta un nuevo crecimiento que se distribuyese más equitativamente, pues en México había legítimas demandas de indígenas, campesinos, trabajadores, jóvenes, mujeres, empresarios y profesionales. ``Veo un México con hambre y sed de justicia'', confesó. ``De gente agraviada por las distorsiones que imponen a la ley quienes deberían de servirla. De mujeres y hombres afligidos por el abuso de las autoridades o por la arrogancia de las oficinas gubernamentales''. Planteó que el ``origen de nuestros males se encuentra en una excesiva concentración del poder, que da lugar a decisiones equivocadas, al monopolio de las iniciativas, a los abusos y los excesos''. Prometió reformar el poder para democratizarlo y acabar con el autoritarismo. ``El gran reclamo en México es la democracia'', reconoció. Con esto, la ruptura en la cúpula fue irreversible y poco después Salinas le volvió a pedir la renuncia a la candidatura. Colosio también se lanzó contra Camacho, pero reconsideró y fue abucheado en el Tecnológico de Monterrey porque no quiso opinar sobre el comisionado. En la segunda mitad de marzo los dos se reunieron a cenar, hicieron las paces y llegaron a acuerdos (se dice que esa vez fue Colosio el que le ofreció la secretaría de Gobernación), por lo que Camacho Solís declaró, el 22 de marzo, justo a tiempo, que no tenía pretensiones presidenciales, lo cual fue festejado públicamente por el candidato. Poco antes Colosio había recibido una carta en la que Ernesto Zedillo lo urgía que hiciera un pacto con el presidente Salinas y le reiteraba que el enemigo era Manuel Camacho.

Un día después, el 23, en la mañana, se dice que Colosio recibió una llamada de José María Córdoba, quien otra vez le pidió la renuncia y, ante una nueva negativa, le advirtió que debería atenerse a las consecuencias. Colosio siguió su campaña con un mitin en Lomas Taurinas, un barrio marginal de Tijuana. Su coordinador Ernesto Zedillo no asistió porque, se dijo, tenía intereses políticos en Baja California y no quería dar la impresión de que lo estaban placeando para la gubernatura del estado.

El subprocurador Miguel Montes llevó a cabo su investigación y revisó los varios videos que había del crimen. Incluso importó a unos investigadores españoles para que lo ayudaran. Primero admitió la posibilidad de que fueran varios los implicados aunque un solo ejecutor (una ``acción concertada''), pero después concluyó que Aburto era un asesino solitario, un sicópata que actuó por su cuenta. Nadie creyó esto. La idea generalizada era que se trataba de un asesinato político instrumentado desde el interior del gobierno y se señalaba como posibles autores intelectuales a los dinos del PRI y al grupo Atlacomulco de Carlos Hank González. En el gobierno se decía que el culpable era Manuel Camacho Solís, a lo cual él reviró diciendo: ``¿A quién benefició el crimen?'', pero como el beneficiado era Zedillo mejor se dejó en paz el asunto. También se decía que los responsables eran los narcotraficantes, que fueron poseídos por el furor matacandidatos de los colombianos porque Colosio se habría negado a transar con ellos. Otra hipótesis era que los políticos habían utilizado sicarios de los narcos, pero sobre todo se sospechaba de la dupla Salinas-Córdoba, que le había hecho la vida imposible a Colosio y le pidió la renuncia porque no podía permitir perder el control de El Modelo, además de que el crimen resultaría una drástica manera de diluir la atención que recibía Chiapas.

4

Al encarcelar a Raúl, el presidente Zedillo se enfrento duramente con Carlos Salinas, a quien en un principio le salió lo Corleone y envió a dos docenas de guaruras a rescatar a su hermano, que fue atrapado con engaños en casa de su hermana Adriana. De milagro no se armó una balacera digna de narcos. Después, Salinas llamó telefónicamente a los programas de noticias de Televisa y Televisión Azteca para protestar porque lo inculpaban de la crisis económica y del asesinato de Colosio, y exigió satisfacción. Montó entonces un jet de su amigo el Maseco, se puso su vieja camiseta izquierdista y armó una divertidísima huelga de hambre en una casa pobre de Monterrey. Además, presentó una queja en la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Zedillo lo mandó llamar al instante y negociaron: Salinas seria eximido de toda responsabilidad en el caso Colosio, pero Raúl se fletaba como rehén y el ex presidente tendría que irse del país a beber sus vinos de Burdeos cosecha 1948, el año en que nació, en otra parte. Salinas rompió así su huelga de hambre, que apenas duró poco más de veinticuatro horas. Después se fue a Estados Unidos, donde no pudo quedarse. Tampoco pudo radicar ni en Canadá ni en Cuba, y finalmente se estableció en Irlanda, desde donde monitoreaba el salinismo sin Salinas. Para entonces había tenido que renunciar a sus aspiraciones de dirigir la OMC y pronto fue objeto de las furias populares como nunca se había visto; lo de López Portillo no fue nada. Pero, bueno, lo que dijera la gente era lo de menos y el ex presidente seguía en pie de guerra porque a él también le gustaba el borlote y además el destino lo perseguía. Como a Antonio López de Santa Anna, México no se lo quitaría de encima fácilmente.

Fragmento de

Tragicomedia mexicana 3 (La vida en México de 1982 a 1994)