Hace algunos días acudí al sepelio de una anciana que llevaba cinco o más años de haber muerto. Vieja por edad --90 o más años--, por olvido --el que producen las enfermedades que secan el cerebro--, y por ese interminable listado incluido en la desmemoria de los vivos cuando a cuestas llevan un muerto que parece vivo o un vivo que parece muerto. Morir vivo huele a contradicción pero no lo es. La ciencia médica, y algunas formas de moral, se han ocupado de materializar esa dicotomía: los vivos sabemos que el enfermo está vivo, pero éste muchas veces lo ignora.
A la anciana la enterraron sólo cuando el corazón dejó de latir y cuando familia y médico determinaron que el fallecimiento era incuestionable. Hay sin embargo, verdades que siempre lo serán: la asistolia sí equivale a muerte. Pero hay otras verdades que son más importantes: el estado vegetativo persistente o las enfermedades que destrozan conciencia y noción de existencia son otra forma de fallecer.
Los recursos tecnológicos nunca serán suficientes y no podrán responder lo que todos quisiéramos saber: ¿sucede ``algo'' en el sensorio de quien padece ateroesclerosis cerebral o enfermedad de Alzheimer en estados avanzados? ¿Se percatan estas personas que no están muertas pero que tampoco están ``del todo'' vivas? ¿Prefieren ese estado indefinido --no vida, no muerte-- u optarían por fallecer? Mientras la ciencia sea incapaz de responder esas cuestiones, el ser humano tiene la respon-sabilidad de fomentar discusiones apropiadas.
A priori aclaro: la inexactitud de la enfermedad y la imprecisión de la medicina hacen que dos pacientes nunca padezcan igual ni sanen en la misma forma. Esto, a pesar de que la patología, las edades, la condición económica y la situación familiar hayan sido similares. La biología del individuo es mucho más que el conglomerado de todas las constantes anteriores. Por eso, la medicina computarizada nunca podrá sustituir la escucha del doctor. Y por lo mismo, las recetas universales en el ejercicio médico nunca existirán: nadie cura igual, nadie muere igual. Y sobre todo, a la hora de confrontar el fin, todos somos diferentes.
La generosidad de la naturaleza, tanto en el bienestar como en el padecer, explica bien las limitaciones de nuestro conocimiento. Los gemelos monocigotos --aquéllos que son idénticos en el 100 por ciento-- son testimonio ineludible, de que tanto en la salud como en la enfermedad, la suma de sus vidas es inexacta. Aun habiendo sido vecinos, compartido comida, escuela y habitat por largos años, los destinos suelen ser variopintos. Así, es frecuenteme que los gemelos enfermen, padezcan y mueran por causas distintas; las diametrías entre un ser humano y otro son infinitas.
Tales inexactitudes deberían ser semilla para entender que las diferencias entre los individuos, impiden ofrecer recetas universales ante situaciones tan críticas como ``el qué hacer o el qué no hacer'', cuando la vida se ha separado de la conciencia de la existencia.
Los ancianos sanos podrían ser tierra fértil para desmenuzar el significado de enfermedad terminal, o de aquellas patologías que ``alertan'', y estimulan el pensamiento antes de oscurecer la conciencia y la idea de que se está vivo. Escabullir la verdad duele y aunque a veces sirve, no siempre es provechoso. El pájaro de T.S. Eliot es sabio: Bueno, bueno, bueno --dice el pájaro--/ la especie humana/ no puede soportar/ demasiada realidad. ¿Cuántos de nosotros desearíamos penetrar la realidad ante la muerte para así ser copartícipes de lo único que realmente nos pertenece, nuestra vida?
En México carecemos de foros, lecturas e interlocutores adecuados para discutir sobre los avatares de las enfermedades que permiten, hasta cierto punto, predecir el final. No todos quieren morir sin ser dueños de sí mismos ni todos quieren seguir viviendo porque ese fue el consenso familiar y religioso. Ni la acumulación de ``conocimientos moleculares'' ni el resurgimiento de fundamentalismos religiosos responderán a quienes prefieren adueñarse de su muerte. Es preciso sembrar espacios para hablar, para definir, para aligerar las terribles experiencias de las familias incapaces de decidir, cuando tienen que velar por un ser querido que de vida ya no tiene nada.