Bernardo Barranco
Los católicos en el 68
Ante el conflicto del 68, la jerarquía católica, más que muda, da los primeros y tímidos pasos de toma de distancia frente al presidencialismo. La coyuntura abierta en ese año toca dos situaciones sensibles y complejas para la Iglesia católica. La primera de ellas es el haber arrastrado una convivencia vergonzosa con un gobierno cuyo sistema político es autoritario y anticlerical. La segunda es la existencia de un sector estudiantil crítico, informado y secularizado que en esos momentos identifica a la Iglesia con el atavismo tradicionalista.
1968 es un año de vértice. En él se cruzan tanto el postconcilio inmediato -Medellín incluido- como la reminiscencia, fresca aún, del catolicismo anticomunista de Pío XII.
Todo parece indicar que la mayor parte del clero, obispos y laicos, apoyaron al presidente Gustavo Díaz Ordaz durante el conflicto, pues habían hecho suya la hipótesis de la conjura internacional comunista. Pero se distanciaron de él a partir de la represión a los estudiantes.
Sólo una minoría, más informada, más progresista y abierta a los cambios de la Iglesia católica que venían de Roma, tuvo una palabra alterna. Entre ellos destaca don Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, y el padre Pedro Velázquez con el Secretario Social Mexicano quien, junto con un puñado de sacerdotes, no más de 40, escribieron en Excélsior, el 10 de septiembre de 1968, un texto de apoyo a los estudiantes. Allí señalaron que lo que estaba en juego eran los valores personales y comunitarios, ``por la división de los ciudadanos que se ahonda cada vez más, por razón del choque de mentalidad de generaciones''. El escrito es cuidadoso: ``Algunos ven rebeldía, desorden, otros ven represión, dictadura; mientras que algunos intentan guardar el orden, otros creen luchar por la liberación y la justicia''. Reivindica a los jóvenes estudiantes que toman conciencia social del cambio y llama al diálogo para frenar la violencia, a una reforma universitaria y a la discusión.
El 68 representó la fractura de sectores de vanguardia de la Iglesia católica, entre los que se encontraban jesuitas, dominicos y laicos prominentes como José Alvarez Icaza, con una jerarquía muy temerosa y el catolicismo conservador.
Gracias a una intervención directa de Sergio Méndez Arceo ante la masacre del 2 de octubre, el Comité Episcopal emite un documento titulado Mensaje pastoral sobre los sucesos de Tlatelolco. El comunicado es cuidadoso, equilibrado y respetuoso de la autoridad: ``Comprendemos bien la difícil tarea de gobernar y no podemos aprobar el ímpetu destructor ni el criminal aprovechamiento por quien quiera que sea, de las admirables cualidades de la juventud, para inducirla a la violencia, a la lucha anárquica''. Es claro que la jerarquía quería tomar distancia de los acontecimientos. El documento llama al diálogo, a la paz y a la concordia frente a los sucesos de Tlatelolco. Según el firmante Ernesto Corripio Ahumada (9 de octubre de 1968), entonces presidente de la CEM, ante los acontecimientos, ``los obispos no podemos soslayar ni podemos ser indiferentes''.
La tibia redacción del documento puede ser interpretada de distintas maneras. Refleja la poca presencia y debilidad política y social que la Iglesia católica tenía en aquellos años. Su visibilidad pública, en materia social, apenas era perceptible por los medios. Su actuación se desarrollaba entre los pasillos y ``los oscuros rincones jurídicos'' que le permitía un presidencialismo autoritario. Se debe de reconocer, además, la influencia de la línea sugerida por el Vaticano, que era muy cercana a ``las iglesias del silencio'' incrustadas en el bloque socialista.
Sin embargo, el hecho, visto en retrospectiva, denota una toma de distancia en un momento particularmente crítico, dominado por la cerrazón en torno a las decisiones del Presidente. Es un primer gesto de separación, de expresión autónoma, de una Iglesia que por momentos no sabía cómo sacudirse la tutela del Estado y al mismo tiempo se encontraba atada a su propio conservadurismo. Si bien, la alta jerarquía apoyó a Díaz Ordaz bajo el fantasma comunista, como lo reconoció recientemente en las páginas de La Jornada el obispo Genaro Alamilla, muchos otros sectores cristianos, como la JOC, la JAC, Cencos y la Corporación de Estudiantes Mexicanos, se conmocionaron al grado de que el 68 marca rutas nuevas de participación, de militancia y de compromiso social.
Para algunos testigos, el 68 hace más reaccionarios a los conservadores y más radicales a los progresistas. El hecho es que, gradualmente, la Iglesia cambia a partir de la convulsión del 68. Repiensa su papel social -particularmente frente a la pobreza y la injusticia-. Surgen nuevas corrientes teológicas, entre ellas la Teología de la Liberación. Y se forman sacerdotes populares, centros de documentación y de investigación, y revistas que dan nuevos contenidos a sus reflexiones. Muchas de estas posturas, hay que recordarlo, tienen sus raíces en el catolicismo social desde el siglo XIX. Florecen en los setenta, por la ruta de un catolicismo que vuelve a reivindicar lo popular con los matices de la época: desde radicalismos maoístas hasta posturas populistas. Incluso las pastorales juveniles y universitarias se polarizan tanto a la derecha y como a la izquierda. De un lado, el Movimiento Universitario de Renovación Orientadora (MURO), extiende desde los sesenta un manto de extrema derecha con sabor fascista, mientras que del otro, el Movimiento de Estudiantes y Profesionales (MEP) de la vieja Acción Católica nutre de activistas guerrilleros a la Liga 23 de septiembre, heredera directa del movimiento estudiantil del 68.
Sin duda, el 68 es un año vértice para la Iglesia en México, cuya velocidad de cambio es mucho mayor entre los militantes de base, y más lenta y mesurada en sus cúpulas. Será sólo a partir de la primera visita de Juan Pablo II que esta jerarquía es nuevamente sacudida. Un Papa joven y audaz les recordaba una cita evangélica: ``No tengan miedo''.
Aunque las repercusiones que el 68 tuvo entre los católicos es una asignatura pendiente de investigar, es notable que, a partir de este hecho, se desarrollara en una parte de los creyentes una militancia antagónica al sistema político, en la que se inscribe el crecimiento de las ONG, que tanto molestan al presidente Zedillo. Se calcula que cerca del 80 por ciento de estas organizaciones han sido fundadas, conducidas y apoyadas por católicos militantes.