El pasado fin de semana, en la zona fronteriza entre Tijuana y San Diego, dos migrantes mexicanos fueron muertos a balazos, en incidentes separados, por agentes de la Patrulla Fronteriza estadunidense. Días antes, en una región rural de California, un joven connacional de 20 años, acusado de pollero, fue gravemente herido de bala por efectivos de esa misma corporación. En uno de los casos fatales, los policías de la Migra afirman que la víctima intentó arrojarles una piedra. En el otro, varios testigos presenciales afirman que no hubo ningún intento de agresión por parte del mexicano ejecutado.
Si se les considera en forma aislada, estas brutales acciones policiacas resultan condenables e inaceptables, porque los agentes involucrados no actuaron, en ninguno de los casos, en defensa de su vida frente a un riesgo de agresión grave. Vistos en conjunto, tales episodios obligan a preguntarse si no conforman un patrón de conducta y si no son resultado de instrucciones superiores en el sentido de tirar a matar contra los trabajadores migrantes que intentan internarse en territorio de la nación vecina.
Las severas penalizaciones, por parte de las instancias policiales y judiciales estadunidenses, de los intentos por ingresar a su país sin los documentos correspondientes, así como la clandestinidad a la que tales medidas han arrojado a los migrantes, han incrementado significativamente el saldo de muertes entre los indocumentados: ante el refuerzo de las medidas de vigilancia y persecución en su contra, más de 120 de ellos han fallecido, en lo que va del año, ahogados, calcinados o extraviados en regiones inhóspitas.
Con el recurso frecuente a las armas de fuego por parte de los miembros de la Patrulla Fronteriza, la xenofobia legalizada y el racismo reglamentado alcanzan el nivel máximo de brutalidad y se pone de manifiesto, una vez más, la doble moral estadunidense en materia de derechos humanos, los cuales son, por una parte, tema central en los discursos oficiales del Estado más poderoso del planeta y, por la otra, una indignante omisión en las operaciones de la Patrulla Fronteriza, para cuyos efectivos, por lo que puede verse, empieza a resultar más cómodo y fácil cazar a balazos a los migrantes mexicanos que capturarlos y deportarlos.
Indicativa de que estas prácticas forman parte de un racismo estructural de las instituciones estadunidenses es la invariable impunidad que protege a los agentes policiales que agreden a los trabajadores indocumentados: en ningún caso se ha procesado penalmente a los uniformados responsables de lesiones o de muerte de mexicanos migrantes; cualquier efectivo de la migra o de otra corporación policial -como el guardia de un almacén de San Antonio que, por una nimiedad, dio muerte a un médico regiomontano- sabe que, de acuerdo con los precedentes, lo peor que puede pasarle si mata a un mexicano es afrontar sanciones administrativas.