La Jornada sábado 3 de octubre de 1998

Francisco Pérez Arce
El día después

El 3 de octubre no sabíamos realmente lo que había pasado. Era jueves de estupor: jueves estúpido. Empezó con miedo que se convertía en coraje que se convertía en impotencia. A pesar del control de los medios de comunicación, la condena fue inmediata, generalizada y profunda. El asesinato nunca se justifica. El asesinato masivo perpetrado por la fuerza pública contra una comunidad inerme, repugna. Por eso la condena fue inmediata a pesar de los infaltables locutores del poder.

Teníamos miedo. Para acabar con el movimiento estudiantil el gobierno decidió el asesinato espectáculo y el encarcelamiento de los dirigentes Optó por una solución final. El asesinato ejemplar. El espectáculo del terror como método paralizante de la disidencia. El miedo era justificado como lo era la indignación. Evidente era también la impotencia.

El jueves y el viernes y el sábado buscábamos en las interminables lista de detenidos a los que habían estado con nosotros en la plaza, a los que se refugiaron con nosotros en el mismo departamento que nos acogió generosamente en plena balacera.

De los siete que llegamos juntos a la plaza, cuatro salimos del cerco y en la noche estábamos en nuestras casas. Los otros tres estaban en el Campo Militar Número Uno. Sus nombres aparecieron en las listas. Respiramos aliviados porque no estaban muertos. Pero el miedo no se disipó.

Habíamos vivido diez semanas de euforia durante las cuales recorrimos las calles con banderas desplegadas, repartimos millones de volantes (los escribimos, los imprimimos y los repartimos de mano a mano), pintamos leyendas en todos los muros accesibles, y hasta en los menos accesibles. Llegamos a rincones insospechados. Improvisamos mítines ante cualquier concentración, en mercados, puertas de fábrica, parques, arriba de los camiones. No había camión que no llevara un mensaje en sus costados, alguno de ``los seis puntos'' o la referencia a todos ``los seis puntos'', y las siglas del CNH. Uniformamos la firma: el CNH éramos todos. El movimiento no se limitó a las grandes manifestaciones por Reforma, Madero, Zócalo. El movimiento estaba todos los días en los espacios escolares convertidos en territorio libre donde se pensaba críticamente, se discutía, se estudiaba; eran los talleres donde se imprimían los volantes, y los centros de operación del lanzamiento cotidiano de la protesta.

En esas diez semanas no pudieron pararnos. Derrotamos al poder y a sus medios. Vencimos la inercia conservadora de las familias. Los buenos padres de familia sonrieron ante cada respuesta ingeniosa. Contamos con la simpatía difusa de los ciudadanos. Habíamos ganado el debate implícito. Los viejos métodos de amenaza, compra y cooptación fueron inoperantes. No había a quién comprar, no había el caudillo. El CNH éramos todos. Rompimos los esquemas de ``la política'' a la usanza priísta condicionando toda negociación al ``diálogo público''. Histórica y éticamente habíamos derrotado al sistema, y aunque las diez semanas del movimiento nos habían desgastado, conservábamos la legitimidad y la capacidad de convocatoria. Por eso el presidente, el secretario y el general mandaron asesinar a jóvenes que sabían inocentes, para aplastar a un movimiento al que no pudieron derrotar políticamente. Con el asesinato acabaron sellando su derrota moral ante la historia. Pero cobraron un precio muy alto, en vidas humanas, que no hubiéramos querido pagar.

En el día después dominaba el estupor y el miedo. Siguió la ``tregua olímpica''. La magnífica mentada de madre al presidente en el estadio de Ciudad Universitaria. Las hazañas deportivas.

Los atletas negros con el puño alzado en el podio. Y luego siguieron todavía dos meses de huelga. Volvimos a las asambleas. Asambleas sin rumbo. Nos encerramos en la Universidad. Perdimos la calle. Teníamos ahora muchos más presos políticos. Eran nuestros presos políticos. Su libertad se convirtió en la demanda que mantuvo vivo al movimiento pero de todas maneras se fue adelgazando. Las manifestaciones las hacíamos dentro del campus. Cualquier propuesta de marchas calle afuera era recibida como una provocación, sabíamos de lo que eran capaces los criminales que nos gobernaban. La huelga se disipó completamente en enero. Algunos cientos buscábamos evitar la depresión total del movimiento. El miedo se iba transformando en apatía. Los presos de Lecumberri eran una espina que impedía el letargo total. No sé cuando ni quién, pero el 2 de octubre del 69 ya se había acuñado la frase: ``Dos de octubre no se olvida''. Se convirtió en consigna obligada junto con esta otra: ``Presos políticos /libertad''.

Nuestros presos salieron libres y el 2 de octubre no se ha olvidado. Culturalmente el 68 ganó la batalla. Pero el día después, el tres de octubre, lo que dominaba era el estupor y el miedo. No sabíamos que habíamos obtenido una victoria, no sabíamos tampoco el altísimo precio que habíamos pagado. El humo no nos dejaba ver.