La Jornada sábado 3 de octubre de 1998

Mario Saucedo Pérez
30 aniversario de la matanza

Han pasado 30 años de la masacre de Tlatelolco y aún no se sabe la verdad completa, no se han deslindado responsabilidades y está pendiente la aplicación de la justicia por este ominoso crimen. ¡O acaso la impunidad tiene término cuando vilmente el gobierno asesina a mujeres, hombres y niños indefensos, cuyo error fue creer que en el México del año de las Olimpiadas se podía protestar pacífica y legalmente?

Han pasado 30 años y sombras nefastas cubren los acontecimientos de aquel 2 de octubre de 1968, cuando jóvenes universitarios, trabajadores e intelectuales, hombres y mujeres, representaron con su pensamiento, su movilización y su voluntad, las aspiraciones democratizadoras de toda la sociedad mexicana. Porque el movimiento estudiantil era más que los seis puntos del pliego petitorio. Era la respuesta al autoritarismo, a la tortura, a la represión, al abuso del poder, a la impunidad, a la corrupción, a la violencia, al poder estatal ejercido arbitraria e ilegalmente. El movimiento era la respuesta a la negativa de un poder que quería anular el derecho a disentir, a protestar, a expresar libremente las ideas.

Era el movimiento estudiantil la expresión vigorosa y entusiasta de una generación que se negaba aceptar como único e inevitable el mundo forjado a la imagen y los intereses de los dueños del poder y del dinero. Ellos, los estudiantes y jóvenes del 68, querían ser ellos y no lo que los poderosos les querían imponer. En su rebeldía, el movimiento estudiantil aspiraba a que ese mundo fuera distinto, más humano, más justo, más de todos. Pero el derecho a pensar, a querer, a decir y disentir fue visto como un atentado al poder, como una amenaza a la nación, al Estado de Derecho, a la legalidad. El gobierno no podía permitir a los jóvenes hablar, ni hacer, ni pensar de manera distinta. Era contra la tradición, contra las buenas costumbres. Y la respuesta fue masacrar criminalmente al movimiento. Había que cortarlo de tajo. Ante la protesta juvenil, la razón de Estado. El genocidio. Ese 2 de octubre nuestra patria se enlutó por la sangre derramada de sus hijos inocentes asesinados.

El movimiento estudiantil de 1968 era también parte de una expresión internacional de un movimiento y una generación que anhelaba, tal vez de manera espontánea, una vida distinta. Desde la juventud norteamericana que se oponía a la guerra de Vietnam, hasta la juventud francesa, con su lema de la imaginación al poder, emplaza a la clase dominante, que por su propia naturaleza impone sus valores y sus ideologías al resto, como si ellos fueran universales. Tanto los jóvenes japoneses, alemanes, argentinos, checoslovacos, mexicanos, se identificaban con símbolos que representaban la rebelión contra cualquier tipo de injusticia. Sólo así se podía entender que figuras como la de Ernesto Che Guevara apareciera tanto en las calles parisinas como en Buenos Aires y en la ciudad de México. Imagen que sigue presente hoy en diversos movimientos.

Y si el movimiento del 68 era parte de la manifestación mundial de rebeldía, ello no significaba que fuera una conjura internacional, como pretendieron hacer creer los grupos en el poder.

El movimiento en México tuvo sus propias y legítimas raíces que confluyeron con el extendido proceso libertario que se vivía en otras latitudes del mundo.

Al recordar la matanza del 2 de octubre no se puede dejar de señalar que lo que hizo el gobierno --desde el punto de vista de la violación a los derechos humanos-- fue claramente un genocidio, un crimen de Estado. Por ello, es un imperativo ético, jurídico e histórico que se abra un juicio, político y moral, contra aquellos que resulten responsables.

Es necesario conocer toda la verdad sobre el 2 de octubre. Que se abran todos los archivos, que hablen todo los funcionarios, militares, policías y actores involucrados.

Las heridas abiertas por la masacre no cicatrizarán hasta que se haga justicia. Que se conozca la verdad y que se condene y se castigue a los responsables. Este crimen de Estado no puede quedar impune, a riesgo de que se repita la tentación del gobierno de recurrir al genocidio para silenciar las voces discordantes. Acteal es una clara señal de hasta donde se puede llegar cuando la autoridad recurre a la violencia, cuando apoya y promueve a grupos paramilitares que amedrentan y reprimen a la disidencia. La insurgencia indígena puede, como en el 68, ser también masacrada por un gobierno que se resiste a reconocerla.

La aspiración democrática de nuestra sociedad reclama que la acción contra toda clase de impunidad sea castigada. En los crímenes de Estado ello se hace aún más imprescindible. Es así como no deben quedar impune los asesinatos de Luis Donaldo Colosio, del cardenal Posadas y de Ruiz Massieu.

En un régimen democrático, cualquier autoridad, desde el propio Presidente de la República, deberá saber que no podrá actuar impunemente al margen de la ley.

Ocultar la verdad, mentir, olvidar, no hacer justicia en torno del 2 de octubre, daña a la nación, lastima al pueblo y afecta a las instituciones. Puede repercutir en el futuro de nuestro país.

El 2 de octubre de 1968 se impuso el autoritarismo, la cerrazón de autoridades ciegas, la represión, el uso indebido de instituciones estatales, y se quiso cerrar el paso a la democracia, se quiso acallar la expresión legítima y pacífica de amplios sectores del pueblo mexicano.

Pero también con aquel movimiento se marcó el inicio de una serie de transformaciones democráticas. Comenzó a cambiar el rostro del país. La juventud mexicana encauzó de manera consecuente su pensamiento y su acción de rebeldía y de dignidad. Se plasmó la resolución del pueblo de México de luchar por un país democrático y justo, y se dio inicio a un proceso, aún inacabado, de ruptura con un Estado anquilosado, paternalista y autoritario.

El 2 de octubre de 1968 marcó una fecha histórica en el largo proceso de las luchas populares y democráticas del México contemporáneo por la emancipación y la construcción de un país más equitativo, libre y justo.

Hoy seguiremos exigiendo --legisladores, organismos sociales, grupos de intelectuales y académicos, partidos políticos y antiguos dirigentes del 68-- que se abran los expedientes sobre el 2 de octubre, que las dependencias correspondientes entreguen toda la información acerca de la matanza de Tlatelolco.

Hay nombres. En algún momento el ex presidente Luis Echeverría reconoció que hubo genocidio y que había corresponsabilidad del gobierno. El era en ese momento secretario de Gobernación. Que el presidente Díaz Ordaz haya asumido la responsabilidad sobre los hechos ocurridos en 1968 no exime ni al entonces secretario de Gobernación, ni seguramente a otros personajes de la masacre del 2 de octubre. El ejército obedeció al mando civil, de donde finalmente se dio la orden para ejecutar la masacre, pero ello no excluye de las responsabilidades en que mandos y tropas actuaron más allá de lo permitido por el Código de Etica Militar y por los principios plasmados en la Convención de Ginebra.

El Ejército ha sido y sigue siendo utilizado en tareas al margen de las responsabilidades plasmadas en la Constitución. Fue utilizado en el 68 como cuerpo policiaco para reprimir a los jóvenes, como antes a los ferrocarrileros, a los médicos, a los maestros, a los campesinos. Hoy se le sigue utilizando en funciones policiacas en las diferentes zonas indígenas del país.

El mejor homenaje que podemos rendir a los mártires de Tlatelolco en este 30 aniversario, es que en México se termine la impunidad, la mentira y la injusticia, y que toda mujer, todo hombre honesto de este país, redoble su esfuerzo en la lucha por la democracia y por el cabal respeto de los derechos para todo el pueblo.