La Jornada Semanal, 4 de octubre de 1998
Aparece en 1997, a manera de balance, esta recopilación de escritos autobiográficos que a propósito de diversos homenajes a su persona redacta una importante figura de la teoría política de nuestro fin de siglo, dedicada a concebir y defender la viabilidad de un estado democrático y la construcción de un orden internacional donde imperen el diálogo, el respeto a los derechos humanos y la paz.
De senectute es una temperada y pesimista reflexión que se opone al delicioso diálogo de Cicerón en que se alaba a la vejez como etapa de sabiduría, de sosegar pasiones, de cosechar frutos (riqueza, autoridad, saber), de disfrutar la naturaleza y las pequeñeces cotidianas, bajo la perspectiva de un justo menosprecio por la muerte. Los vicios que se achacan a la senectud (avaricia, cólera, desesperación, amargura), dice Cicerón, en realidad se deben a las costumbres y defectos que cada hombre en lo particular ha cultivado desde joven. El declive corporal -que no necesariamente arrasa con las facultades espirituales-, así como liberarse de ilusiones, ambiciones y cargas, pueden resultar muy propicios para un buen vivir.
Pero en sociedades evolucionadas como la nuestra, replica Bobbio, a diferencia de las tradicionales, la sabiduría y autoridad de los viejos no cuentan. Son los jóvenes quienes detentan no sólo la energía, sino el saber tecnológico y científico en un mundo donde, además, los sistemas filosóficos ``están en retroceso'': ``Entre la rapidez cada vez mayor con que cambian nuestros conocimientos y la mayor lentitud del viejo en el aprendizaje hay una oposición insalvable,'' asegura. Una vez que cumples cincuenta años difícilmente eres receptivo a nuevas ideas ni puedes ``ir más allá de ti mismo en el sentido cultural'': te conviertes, pues, en un ``superador superado''.
Admitiendo haber sido siempre ``un viejo'', Bobbio declara que la suya es una vejez melancólica, pues lo abruma la minuciosa certeza de lo no alcanzado. Si la tercera edad se caracteriza por el conocimiento de los propios límites y su aceptación, él, pese a conocerse bien (pues siempre habló ``hasta demasiado consigo mismo''), no acepta esos límites ni con paciencia ni con humor. El pesimismo de Bobbio, no sólo pesimismo de la inteligencia sino de la voluntad, se da en tres niveles: ``cósmico'' -convicción de la insuperabilidad del mal-, ``histórico'' -constatación de su triunfo sobre el bien- y ``existencial'' -sentido del fracaso de todo esfuerzo por salir de la caverna de Platón. Frente a las confusas sombras de la realidad, y de espaldas al deslumbramiento de las ideologías, se ha quedado como tantos otros: perplejo, inmovilizado. El, cuya serena existencia corrió paralela al caótico ``siglo corto'' del que hace recuento, pertenece a una generación que salió del limbo de la sociedad fascista para pasar al infierno de la guerra mundial, y años después presenciar el derrumbe de la utopía comunista. ``Estás inmóvil entre dos extrañamientos,'' dice: ``entre un sistema pasado y otro nuevo, entre una moda de pensamiento y otra''; pero también, en su caso muy personal, entre una vocación intelectual sujeta al imperativo de la duda, y el compromiso político de elegir; entre el mundo de los hechos y el de los valores; entre una inclinación utópica y una profesión de realismo. Esta constante pugna lo dota de una ``conciencia infeliz'', habiéndolo mantenido siempre ``en la línea fronteriza entre obediencia y deserción''. Siendo a la vez intelectual mediador y político moderado, su desencanto es sin embargo radical: ``Tras haber intentado dar un sentido a la vida, adviertes que no tiene sentido plantear el problema del sentido y que la vida debe ser aceptada en su inmediatez.'' Aunque reconoce el presente como única referencia existencial válida, considera que la salvación y utilidad del anciano estriba sólo en recordar; ya no en orientar a las generaciones jóvenes, sino en atesorar aquellos retazos de imágenes e ideas del pasado que pueda rescatar del olvido; ser ``custodio'' de las huellas de los muertos (ya sean ``los clásicos'', los maestros y compañeros de lucha o los seres queridos), quienes perviven gracias a esta labor de la memoria.
Por justificado que sea el pesimismo de Bobbio, representa demasiado fielmente la actitud general de una cultura finisecular europea para la que todo está ya hecho y, además, mal hecho; sólo cabe procurar que el mal se mitigue, que las instituciones mejoren y que la humanidad ``se sobreviva'' de alguna manera. El pasado constituye el único capital con que se cuenta. La esperanza, además de ingenua, carece de argumentos. La historia, tal como la hemos concebido, está clausurada.
La vejez del espíritu, con su templanza arduamente adquirida, con su permanente curiosidad y esa áspera honestidad que impregna la escritura del lúcido octogenario, deja al descubierto sin embargo una vejez del alma: ``Como laico -dirá Bobbio- vivo en un mundo en el que la dimensión de la esperanza es desconocida.'' La perplejidad ha devorado la curiosidad y el ímpetu vital de riesgo.
Me gustan los escritos tardíos de un pensador porque tienden a ser más sintéticos, más accesibles, menos pretenciosos que los de su juventud, limpios ya de paja, aunque no siempre de polvo. Estos artículos presentan lo esencial del pensamiento de Norberto Bobbio, además de ofrecer un balance tan triste como nutrido de sus ideas y una serena confesión de defectos personales, entre los que destaca curiosamente la cólera (pasión que quizá sublimó en su actitud crítica y sobrepasó en su apuesta continua por el diálogo.)
El libro resulta claro -lo que no siempre es virtud, advierte Bobbio-, un poco reiterativo (dado el modo en que se conforma), ideológicamente irreprochable, incontestable en términos éticos, pero un tanto gris dada la sustancia emocional de que está hecho -una mezcla de cansancio, desengaño y resignada benevolencia- y por cuanto lo dicta un ánimo posmoderno, cierto gusto museográfico y un ``pasmo'' ante la estridencia tecnológica.
La frase final de un autor, que se ha definido como alguien que respeta las ideas ajenas y sabe detenerse ``ante el secreto de las conciencias'', representa el único desliz -casi humorístico- en medio de tanta mesura: ``Detesto con toda mi alma a los fanáticos.''