La Jornada Semanal, 4 de octubre de 1998
¿Por qué sigue importando el 68 mexicano? Entre otros motivos por los siguientes:
El 68 es la experiencia fundamental de una generación estudiantil en la ciudad de México, que la vive de distintas maneras, pero la recuerda con orgullo muy similar (quienes fueron activistas y quienes ni curiosidad tuvieron, identifican al 68 como el año de su encuentro a fondo con la realidad mexicana).
El 68 es el primer movimiento de modernización estudiantil, donde una vanguardia se pone al día con los sucesos de París, las universidades estadunidenses, Londres, Praga, Berlín.
El 68, en tanto fenómeno de masas, sólo ocurre en la capital, el único espacio que por sus dimensiones desafía la estructura represiva del Estado. Gran experiencia urbana, el movimiento durante dos meses cautivo, irrita y conmueve a la ciudad entera con marchas y brigadistas y la novedosa protesta de clases medias.
El 68 infunde a sus participantes la impresión del cambio súbito mental y anímico. No se consideran héroes pero sí protagonistas centrales del antiautoritarismo, y esa sensación de comunidad, opuesta a la injusticia, le concede en momentos al movimiento un nivel épico. Son épicas las decisiones de construir una democracia y una moral política al precio literal de la vida porque, como se quiera ver, en 68 nadie minimiza los alcances de la represión, y el desafío al poder absoluto. Se continúa -sin advertirlo- la gran tradición de las hazañas populares, y aparece otra propuesta de canon para la conducta y la moral de una sociedad.
Si la idea de hazaña es hoy más bien irrecapturable, en 1968 es elemento clave. Contra los estudiantes se levanta el aparato estatal, las campañas de difamación, el miedo social y familiar. Y la matanza encumbra y petrifica el impulso épico.
¥ El 68 anticipa con brío lo ya irreprimible en 1985: el tuteo psicológico con la autoridad, del presidente de la República para abajo. Los estudiantes, de golpe y por la conciencia de ser una fuerza de primer orden en el país, no le pierden el respeto a la figura presidencial, hacen algo más subversivo: se preguntan por qué debe tenérsele respeto. Es la pregunta y no el desdén por las ``personas mayores'', lo que equivale al tuteo psicológico. ``Tú nos pides sumisión, ¿a cuenta de qué?'' Sin creer posible tal interrogante, pero percibiéndolo en la actitud, Díaz Ordaz responde: ``A cuenta de que soy la primera persona de la patria.'' Y la pregunta a continuación se considera profanatoria: ``Si es así, ¿por qué no dialogas con nosotros?'' Un ser tan imbuido del sentido jerárquico no soporta que mítines, marchas y brigadas tracen el tuteo psicológico. Pero así es.
El 68 arraiga por tres hechos: su sitio privilegiado en el árbol genealógico de la disidencia en México, Tlatelolco y la impunidad judical y política que rodeó y sigue rodeando a la matanza (social y culturalmente, los represores del 68 son hoy cadáver, polvo, sombra, nada). En la definición del 68 un rasgo básico es la grotecidad del poder judicial que exalta los procesos más amañados que se conocen. El 68 es también la represión soez y altanera sin sociedad que la contenga,Êy el psicodrama del horror cortesano del PRI, el poder legislativo, el poder judicial, la mayoría de las publicaciones, la radio, la televisión, los empresarios, las agrupaciones de profesionistas, la derecha, etcétera.
El 68, de admitir algo parecido a una síntesis, dispondría de la siguiente: es el gran vislumbre de la sociedad civil (si no es muy preciso al respecto, es porque la palabra totémica del 68 no es democracia sino revolución), y es el certificado mortuorio de la revolución mexicana, conjunto de instituciones ya privatizadas.
El 68 reivindica la memoria histórica. El movimiento rechaza las aboliciones stalinistas del régimen (``Lo que no es oficial, nunca ha existido''), y por eso el primer punto del pliego petitorio del Consejo Nacional de Huelga es la libertad de los presos políticos de 1959. Los del CNH están al tanto a su modo: el soporte de la impunidad es la ``amnesia'' inducida, procedimiento automático del régimen. Se cometen las grandes atrocidades, se desvanece su huella en los periódicos y las actas judiciales, y el tiempo, por naturaleza olvidadizo, se encarga del resto. En cada represión connotada (de obreros, de disidentes políticos, de comunistas, de henriquistas, de ferrocarrileros), el gobierno tiene éxito al convertir el drama político en nota roja, al arrojar los cadáveres en la fosa común de los asesinados sórdidamente. Y la defensa de la memoria histórica ejemplifica a fondo el cambio de mentalidades.
El 68, a su manera, aunque no con ese término, reivindica los derechos humanos, un método para oponerse a la omisión de la realidad.
En 1968, los estudiantes del movimiento ven alterado en un santiamén su estatus: de hijos predilectos de la nación y pilares del porvenir, a la calidad de ``subversivos''. El estudiantado, uno de los sectores más apreciados, el Relevo de los Hombres de Pro (todavía no hay Mujeres de Pro), se transforma en unos minutos en el hato de los reprimibles por antonomasía, de acuerdo a la óptica del gobierno. En el espacio de las seguridades de clases medias, se divulga a través de relámpagos persecutorios lo que significa ser el Otro, el Marginal, el Proscrito. Esta pedagogía es el principio de la aceptación de la diversidad, y es el gran llamado a la tolerancia, que en unos cuantos años dejará de ser exclusivamente político y se ampliará a lo social y lo moral. Y sin esta exclusión, breve pero muy aleccionadora, no se entiende cómo la batalla cultural del movimiento, desdibujada largo tiempo, se convierte en la herencia más estimulante. No es la democracia sino la tolerancia la causa que arraiga más hondamente en el tiempo posterior a Tlatelolco. Y no se puede, si se actúa con responsabilidad, proceder selectivamente en la aplicación de la tolerancia.
1968 no sólo es la densidad homicida de Tlatelolco. Es también la primera resistencia masiva a la insensatez policial y gubernamental que la capital conoce en varias décadas, la vivencia multitudinaria de expresiones como ``emoción popular'', ``resistencia civil'' o ``aparato represivo'', la sucesión de actos e imágenes que definen un momento histórico.
Sin duda, el contenido de las imágenes del 68 deriva con frecuencia en la apoteosis del sentimiento. Pero sin esa carga de emociones sostenidas con valentía y sin los (agudos, conmovidos) descubrimientos de la irracionalidad gubernamental, no sería tan palpable la racionalidad del movimiento. Los brigadistas y los manifestantes no se exponen sólo para verter en actos límite el resentimiento o la desazón de la clase media, ni una lucha, que también es moral y cultural, se libra tan arriesgadamente nada más por el placer de teatralizar verdades psicológicas, o de hacer aprendizaje de gobierno en la oposición juvenil.