A pesar de los avances en las reglas electorales, que entre otras cosas dieron como resultado las elecciones de 1997, es decir, unos comicios aceptables para un criterio democrático, todavía no se termina de establecer esa certidumbre propia de los sistemas políticos en los que ya no existe litigio por las reglas del juego, o sospecha de una sorpresa desagradable. Por ejemplo, hoy en día los principales actores políticos demandan y promueven un acuerdo o un pacto que garantice la gobernabilidad del país. ¿Se trata de una singular paradoja mexicana? ¿Es parte de un proceso que no ha terminado? ¿O más bien existe una distancia enorme entre el país de las normas y el de las prácticas?
Para mirar las reglas electorales hay que ubicarlas en el contexto que las explica. De esta forma podemos establecer la hipótesis de los diferentes sistemas de partidos que hemos tenido en los últimos treinta años: en 1968 el país estaba dentro de un esquema de partido hegemónico; había una imposibilidad radical para la alternancia y las elecciones eran no competitivas; las reglas del juego eran excluyentes y el espacio político estaba cerrado a todos los que no estaban incorporados a la estructura oficial; había un predominio completo del gobierno en toda la organización electoral. En este país de los años sesenta, y buena parte de la década siguiente, el poder lo tenía el presidente de la República, los recursos los concentraba el Ejecutivo, los candidatos del PRI eran ganadores antes de la contienda y la oposición era incapaz de ganar una elección; cuando excepcionalmente lo lograba, no se lo recono- cían. Frente a este esquema, el discurso político oficial hablaba de un país legal, federalista y republicano. Este sistema se termina con las elecciones de 1976, fecha en la que el PRI tuvo más votos, no tuvo competencia, pero paradójicamente mostró una gran debilidad el sistema político. Había numerosos grupos que estaban fuera de la legalidad, guerrilla urbana, desacuerdos abiertos entre las élites y un claro agotamiento del sistema electoral.
La reforma política de 1977 abre un nuevo esquema de sistema dominante. Se incorporaron nuevos partidos, surgió el sistema mixto de representación (proporcional y de mayoría) y se generó un cuadro predeterminado de una mayoría y varias minorías. El carácter dominante de este esquema se puede entender con las características de Pempel: dominante en número, en posición de negociación, por un largo periodo y con un carácter gubernamental. Con estas reglas el país caminó una década, y a pesar de que varias regiones fueron laboratorios de emergencias cívicas y electorales en los años ochenta, fue hasta la sucesión presidencial de 1988 cuando el sistema sufrió una grave intoxicación, porque no estaba diseñado para el pluralismo y la alternancia. A partir de este momento se inicia la última fase que tuvo como resultado las elecciones de 1997. Se trata de un pluralismo tripartito, con elecciones competidas en la mayor parte del país. Al fin, en 1996 México llega a tener autonomía en sus organismos electorales, protección de los derechos ciudadanos, control constitucional en la materia electoral y condiciones de mucho mayor equidad en la competencia. Hay todavía tareas pendientes, reformas que se pueden hacer para mejorar ciertas áreas del Instituto Federal Electoral (IFE), como afinar los mecanismos y atribuciones para vigilar el ingreso y el gasto de los partidos, simplificar las estructuras estatales y federales en materia electoral o responder a uno de los grandes retos del IFE para el año 2000, que será la protección del voto para evitar que amplios grupos de la población sean víctimas de la compra y la coerción del voto.
Las demandas de la oposición expresan que las reglas no alcanzan a generar la certidumbre suficiente para llegar y transitar el proceso del 2000. Una hipótesis es que el tránsito no ha terminado y que las piezas sueltas que hay en el horizonte --los grandes pendientes económicos y políticos-- necesitan amarrarse antes, porque hoy por hoy, todavía hay intereses y actores que juegan por fuera de las reglas y mientras esa sospecha permanezca, no hay reglas suficientes que alcancen para generar certidumbre sin establecer acuerdos y pactos para este fin de siglo mexicano.