Cuando los participantes en el movimiento estudiantil de 1968 se asomaban a la historia para mirar el país de treinta años atrás --como nosotros lo hacemos ahora-- se encontraban con el cardenismo en pleno. El México de 1938 era el de la reforma agraria, de las movilizaciones obreras, de la educación socialista, de la nacionalización de los ferrocarriles, de la expropiación petrolera. Pero en 1968, tres décadas después, el cardenismo se había convertido en el país de nunca jamás. Una parte sustancial de sus conquistas se había perdido. Su última apuesta política, el Movimiento de Liberación Nacional, había sido derrotado.
Si esos mismos participantes hubieran podido mirar treinta años hacia delante, se habrían encontrado con el renacimiento y florecimiento del cardenismo y el zapatismo, en mucho, como resultado de aquellas jornadas de lucha. Habrían visto, además, cómo la construcción de la nueva ciudadanía, que se desprendió directamente de ese movimiento, se alimenta de un ansia de historia que tiene en el esclarecimiento de los hechos del 68 un punto crítico. Es el pasado que alumbra la esperanza; es el futuro que exige la verdad sobre el pasado.
En el 98 se han enfrentado el olvido y la memoria en torno al 68. Y, lo que está en juego en esta disputa va más allá de la mera dilucidación de lo que sucedió aquel año. En esta contienda se enfrentan también la impunidad contra la justicia, la discrecionalidad contra los derechos, el pragmatismo del poder contra una política fundada en valores éticos.
La política autoritaria ha hecho del olvido el centro de su acción. En boca del hoy senador y entonces dirigente del PRI, Alfonso Martínez Domínguez se advierte: ``es un suceso que debe olvidarse de la historia de México, es historia antigua que ya no debería abrirse. ``Por medio del secretario de Gobernación se niega a abrir los archivos. Y, en la pluma de otros, insiste en que el movimiento es más pasado que presente, en que la política comienza donde termina la reparación del daño, en que la verdad sobre los hechos debe estar sujeta a negociación.
Miles y miles, en cambio, reivindican la memoria como deseo de justicia. Hacen del duelo y la ira una fuente de dignidad. Exigen que se abran los archivos que permitan nombrar, deslindar y reinterpretar el mapa de los agravios originarios y de sus responsables. Buscan conmemorar a los caídos sancionando moralmente a los responsables de su muerte. Echan mano de sus poetas para que deletreen y tracen los contornos y las señas del mapa de la ignominia y del recuerdo. (¿Hace cuántos años no se leía, escuchaba y publicaba --así sean fragmentos-- a Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Juan Bañuelos, Rosario Castellanos y tantos otros más como se ha hecho durante estos últimos dos meses?) Se niegan a que la mesura sea la envoltura que cubra la impunidad.
Se equivocan quienes se despiden ya del 68. Basta ver la edad de la mayoría de los asistentes a marchas, conferencias, recitales y debates públicos, que se han realizado sobre el movimiento. Al lado de canas y calvas participaron en su mayoría jóvenes, que no habían aún nacido en esa fecha. Dos generaciones han comprado el boleto de un viaje colectivo. Han construido una comunidad intergeneracional, comparten un sentido de destino. Estas actividades, ciertamente espacios rituales del recuerdo, sirvieron para sellar un compromiso de continuidad y de reintepretación del mensaje y los valores del movimiento: la autenticidad de la protesta, los frutos de la resistencia, el valor de superar la adversidad, la resonancia de la dignidad, la importancia de la participación, la política como cultura.
Esta extraña e íntima comunión entre muertos desconocidos y vivos, entre jóvenes y no tan jóvenes servirá de inspiración a una nueva generación que hoy incursiona en la vida política. En un horizonte en el que cardenismo, zapatismo y política ciudadana se cruzan con mucha más imaginación de la que sus críticos suponen; las jornadas del 68 en el 98 son un momento clave en la gestación de una vivencia común de continuidad de historia y destino. Despreciar el significado de este hecho es tanto como suponer que el impacto del movimiento en la sociedad mexicana terminó con la matanza de Tlatelolco.
Más allá de ser un aniversario más para el recuerdo u otra fecha para conmemorar en el calendario cívico emergente, los treinta años del 68 son campo de batalla en contra del autoritarismo y momento de celebrar su victoria cultural. Son, además, una ventana para asomarse a la historia que está naciendo.