Hace muchos años, un estudiante preparatoriano cuya ignorancia era patética pero que poseía un entusiasmo ante la cultura que lo redimía del todo, vio una escenificación de Edipo rey como si se tratara de un relato policiaco, lo que no estaba tan lejos de la verdad y abría muchas ventanas para apreciar la tragedia. Muchos deseamos, ante autores muy conocidos y estudiados, volver a nuestra juventud audaz, ignorante e iconoclasta y poder ver algunos de sus textos sin la carga del conocimiento acumulado, como si se tratara de una obra contemporánea, recién escrita y estrenada; más aún, como si ese autor contemporáneo nuestro fuera un mexicano que escribiera para nosotros en este momento. Me refiero, por supuesto, a la vigencia que todavía tenga. Ricardo Blume decía, en la fila que esperaba para entrar a ver Vestir al desnudo, que probablemente Pirandello se volvería a poner de moda en virtud de la tendencia de las nuevas generaciones a un individualismo que lleva a una crisis de identidad.
Tiene razón Ricardo en cuanto a las muy conocidas tesis pirandellianas de la realidad como un espejo deformante que nos devuelve un reflejo muy diferente a lo que pensamos de nosotros mismos. La duda existencial, el mundo como mentira, la incomunicación porque el lenguaje es una máscara más que sirve para ocultar la verdad y proteger nuestra identidad (de la que tampoco estamos tan seguros), el pesimismo, en suma, que campeaba en el autor siciliano y que lo llevó a apoyar el fascismo como alternativa al oscuro mundo en que vivía, y que campea ahora en grandes porciones de la juventud ilustrada. Estar o no de acuerdo con ellos es otro asunto y yo aquí me limito a consignarlo.
Vestir al desnudo es un ejemplo muy claro de esas tesis e incluso, olvidándolas, puede resultar un texto interesante y conmovedor. El tema, recurrente en Pirandello, de ``cómo quiero que me vean los demás'', aquí extraordinariamente explícito, puede ceder ante el interés del público por seguir los incidentes de la trama, esa especie de indagación (y de allí mi recuerdo del preparatoriano ante Edipo) que se hace de los verdaderos motivos de Ersilia e ignoro qué tanto la carga existencial de esos motivos cala en un público contemporáneo en México. Lo que sí es advertible que, desde un punto de vista meramente teatral, algunos diálogos y escenas enteras resultan reiterativos para nuestra moderna sensibilidad y podrían ser ``podados'' sin desdoro de la propuesta escénica.
Raúl Quintanilla, con el apoyo del escenógrafo Carlos Trejo, busca acentuar la constante del autor de la realidad como espejo mediante el recurso, si no muy novedoso sí adecuado, de convertir el escenario en un corredor principal, unido a espacios laterales, con el público enfrentado a ambos lados del escenario. Por desgracia, esta buena idea, al ser realizada en un espacio tan pequeño como el de La Gruta, merma mucho la vista del espectador sentado en la primera fila, sobre todo en una de las áreas (porque, también por desgracia, Quintanilla parece haber dirigido desde un solo punto de vista) ante la altitud del escenario y la colocación de un par de sillones que por momentos, muchos momentos, ocultan a los actores que se han sentado en otros muebles. Tampoco es muy limpio el trazo escénico de este director que nos ha dado mejores trabajos, con los actores que se amontonan no pocas veces en el estrecho espacio. También le reprocharía que permitiera usar al periodista Cantavalle una muy moderna chamarra con cierre cremallera, ese zipper tan fuera de época que resulta un detalle grotesco. Lo que en definitiva no se entiende es el posible simbolismo (desnudar al vestido, a lo mejor) de que el joven y correcto Laspiga aparezca primero con traje, luego con un chaleco suéter y por fin en mangas de camisa, exhibiendo los tirantes, en sus visitas a la casa de Nota, lo que desvirtúa al personaje y lo hace quedar como un auténtico patán según los cánones de los años en que la acción se desenvuelve.
Raúl Quintanilla parece haber puesto su énfasis de director en el desempeño de sus actores, lo que no siempre consigue. Si Martha Papadimitrou está excelente como Ersilia y muy bien en sus reacciones Jorge Galván como Nota, Concepción Márquez como Honoria, Hernán Mendoza como Grotti y Guillermo Larrea como Laspiga algo ocurrió con Juan Carlos Vives, quien no parecía estar muy seguro de sus líneas -y si no fuera así que el actor me perdone- lo que trató de ocultar a base de simpatía y tareas actorales.