La Jornada jueves 8 de octubre de 1998

Carlos Payán*
Elogio del adversario

En el libro tercero del Tratado de la República, Cicerón vincula la política con la moral, y sentencia que la justicia debe reinar en el mundo, pues sin justicia, expresa, no hay reyes, ni gobierno, ni autoridad, ni pueblo.

Tales textos fueron parte de la educación caballeresca del siglo XVII. Enseñaban virtud y buenas maneras, pero también que la búsqueda de la distinción personal era el objetivo correcto del hombre.

Pitt, el viejo, recomendaba estudiar a Cicerón y a Demóstenes como escuela de la elocuencia y valor. Proponía la lectura de Homero y Virgilio, pues ellos enseñaban a los que de alguna manera ejercían el poder; honor, coraje, desinterés, amor a la verdad y amabilidad en el comportamiento.

Para quienes conocen la historia de la vida del senador José Angel Conchello Dávila, su desarrollo político, su vida partidaria y, fundamentalmente, su actuación parlamentaria tanto en la Cámara de Diputados, como en la de Senadores, es fácil reconocerle su sentido del honor, sus buenas maneras para tratar a propios y extraños, el coraje con el que defendía sus ideales, su desinterés, su amor a la patria, a la verdad que se traducía en el deseo de engrandecer a la República.

El propósito más constante que lo unió a su tiempo, a los afanes de su país, fue el de luchar contra la ignominia predominante y los abusos y desviaciones del poder.

En los actuales tiempos, en los que la intolerancia política supera a la dogmática, Conchello puede ser reconocido como ejemplo de un eclecticismo paradójico, pues si bien se mantuvo fiel a los principios de su partido, ello no le impidió ser apasionadamente curioso de las ideas opuestas y de los argumentos contrarios a su pensamiento. Cuando llegaba a percibir en los otros la persistencia de la razón, o de la verdad, no pocas veces las asumió como propias. Cosa que también pasaba en los otros, sus contrarios, cuando ellos, nosotros, reconocíamos la justeza de sus aseveraciones, la certeza de sus críticas, y la trascendencia de sus observaciones. Entonces sí, nosotros, los otros, reconocíamos en el adversario la razón, y podíamos compartirla con él, que nos enseñaba de una manera muy clara que en cuanto a esos temas no había fronteras que nos separaran, y aprendíamos así, viéndolo actuar en tribuna, que la unidad no es uno, si no acaso dos: él y nosotros, los otros. Todo para aprender a caminar por las sinuosas veredas de la política.

Si Conchello nos atrae es porque pertenece a una especie de hombres de naturaleza conciliadora, que saben establecer un puente entre la vida y el pensamiento, entre el alto logos --establecido por la filosofía griega como principio de todas las cosas-- y de la vida política, como imperio de la justicia y de la razón.

Conchello fue de esos políticos que siempre se puso al servicio de los altos intereses de la República, disponiéndose a darle no lo que ya sabía, si no lo que ella necesitaba.

En el Senado luchó denodadamente por devolverle la majestad y la dignidad que le debe corresponder, y se aplicó a tratar de erradicar la preeminencia del presidencialismo, que limita la esfera de competencia que la Constitución le otorga.

Una gran parte de sus intervenciones en el Senado, de las más sustanciales, están destinadas a debatir sobre su funcionalidad y competencia.

Con su estilo vibrante, agudo, rápido, certero, exigía que el Senado de la República actuara, en materia de política exterior, con más atingencia, en aplicación de las facultades que la Carta Suprema le otorga a ese cuerpo colegiado. Participar, en el Senado, en todas las grandes deliberaciones en que con cualquier nombre se compromete al pueblo mexicano.

Abogó porque esa mayor participación del Senado se viera como una consecuencia del nuevo equilibrio de poderes, como un motivo de sana distribución de responsabilidades republicanas y como un verdadero cumplimiento de sus obligaciones constitucionales.

Buscó siempre que el Senado fuera una parte dinámica y activa en nuestra política exterior, que no fuera un simple avalista de asuntos que no conocía, y menos aún que fuera un simple espectador de los tratados que se firmaran.

Estuvo también contra la política petrolera del país, atacó la de seguridad pública y se expresó por el cambio necesario de la política económica del país.

A lo largo de todas esas intervenciones aparece su condición de político de oposición que aspira a cambiar el rumbo y el tono de nuestra vida económica y social.

Es en todas esas preocupaciones donde reside la virtud cardinal de su vida como político y legislador, porque el político de oposición actúa precisamente para moldear a la sociedad que le tocó vivir, partiendo de un principio, llámese justicia, libertad o democracia, para oponerse en su nombre a los desvíos y abusos del poder Ejecutivo.

Y es que a lo que regresa Conchello es a la antigua fe de Heráclito, de la razón como medida entre los contrarios, que él convirtió en un especial estilo de vida.

Lo recordamos siempre polemizando. Aún dirigiéndose a un amigo habrá de considerarlo como un adversario al que hay que convencer y ganar. Se trata, diríamos, de la aplicación de la razón en su forma más social y aún más sociable. Siempre atacando, pero sin llegar a la total ruptura, y sin dejar de conservar el estilo y la propia razón invocada.

Todo su actuar no se explica sin la pasión por la vida que siempre asumió.

A sus 74 años puedo decir que era un ser humano apasionado y el más joven de los senadores de este recinto.

Diría que fue un auténtico defensor del Senado, a la manera como alguna vez lo fueron Francisco Zarco, Isidoro Olvera y Guillermo Prieto.

Su lucha continua contra la soberbia del poder le tienen un destino asegurado en la historia de nuestros debates parlamentarios.

La lealtad hacia su partido es otro mérito que le corresponde, pues siempre se ajusto a los ideales que el licenciado Manuel Gómez Morín proclamó al fundar el organismo político por el cual luchó y enalteció: ``Hagamos ver en nuestro corazón una decisión inicial; la de no apartarnos en un solo punto del alto espíritu del trabajo común... de entregar lealmente nuestras propias opiniones y recibir con generosa ponderación las que nos sean dadas... que sólo un objetivo ha de guiarnos; el de acertar en la definición de lo que sea mejor para México''.

Quiero terminar con unas líneas de la epístola que dirige Francisco de Aldana --contemporáneo de Quevedo, soldado de la España de aquel entonces y hombre de fe-- a Arias Montano, que recoge de manera singular el espíritu que impregnó vida y obra de José Angel Conchello Dávila.

* Palabras pronunciadas en la ceremonia de entrega de la medalla Belisario Domínguez, en el Senado de la República.