Ilán Semo
La cuarta cultura
El tiempo, escribe Gibbon, es un laberinto de imágenes producidas por dos espejos: el pasado y el futuro. Cada sociedad, al definirse a sí misma, se observa y se refleja en ellos de manera distinta. La relación entre ambos reflejos es sutil e intrincada. A veces manifiesta y a veces velada, la actitud de una cultura frente a sus recuerdos no es menos reveladora que su visión --o sus visiones-- del futuro.
Desde sus orígenes en el siglo XIX, la sociedad mexicana guarda una relación paradigmática con su historia. Su preocupación por el pasado se asemeja más a una fascinación que a una ocupación. Una fascinación que oscila indistintamente entre la seducción y la obsesión. En la tradición occidental el imaginario histórico vive de los mitos: aquí, en cambio, se vive con (y entre) ellos. La esfera de la política es siempre elocuente al respecto. Hoy, por ejemplo, el cambio aparece, una vez más, no como una disputa por el futuro sino por el pasado: ¿cómo entender de otra manera las metáforas que distinguen a sus principales corrientes; el neo/liberalismo, el neo/cardenismo, el neo/zapatismo...? ¿Seres del pasado o del futuro? La historia nos abruma y nos divide.
En rigor, la seducción por la historia ha sido más una interdicción que una exploración. (Nada más alejado de ella que la optimista ``autoconciencia'' de Croce). El presente se revela constantemente no como la continuación o la negación del pasado sino como su evasión. Convertida en un texto, la Plaza de las Tres Culturas ha merecido lecturas inverosímiles. La poesía ha creído --o ha querido-- ver en ella una metáfora histórica. Es un exceso que raya frecuentemente en el histrionismo. Una lectura más desapasionada encontraría otras novedades. La más elocuente, a saber, es de orden estrictamente arquitectónico: la geografía moderna de la plaza quiere resaltar una épica de la yuxtaposición y la continuidad histórica; su arqueología, en cambio, revela una política del olvido. Cada ``época'' es superpuesta a la anterior evadiéndola, haciéndose a un lado. ¿Cómo explicar esta paradoja? En la escenografía de la piedra, la historia es un monumental andamiaje que vacía la memoria. Es la misma paradoja que cubre a la interdicción del pasado: mucha historia y poca memoria. La escritura --o la representación-- de la historia se vuelve una escritura contra la memoria.
La escenificación de la ceremonia que se repite desde hace veintinueve años en Tlatelolco cada 2 de octubre admite múltiples interpretaciones. Se trata obviamente de un ritual de la memoria. 68 ha devenido ya un mito y una mitología. Pero, a diferencia de la mayor parte de las mitologías nacionales, su origen se halla en la sociedad y no en el Estado. Más aún, en una auténtica disputa por la memoria que se prolonga ya durante más de dos décadas, la sociedad se ha impuesto gradualmente a las políticas del olvido.
Baste recordar que los primeros cinco años el homenaje estuvo virtualmente prohibido. La siguiente década y media quiso ser acallado. Hoy se ha convertido en una estación imprescindible de la más elemental ética democrática: el juicio no sólo contra los responsables del crimen, sino --y esto es lo decisivo-- contra el pasado autoritario.
¿Será que la sociedad ha desarrollado su propia cultura de la memoria? De ser así, el modesto memorial que recuerda a quienes no volvieron de esa Plaza hace treinta años cifra, más que una rebelión, una auténtica evolución. Y junto a la pirámide mexica, la iglesia novohispana y los edificios sin alma de la modernidad acaso se abre apenas paso otra plaza menos de piedra, crimen y castigo, menos inhumana: ¿la Plaza de las Cuatro Culturas?