Ventanas Ť Eduardo Galeano
El incorregible
Hace tres siglos, el río huyó de los franceses. Despúes, tampoco los ingleses pudieron atraparlo. El nunca estaba donde los mapas decían. Algún colono dibujaba su curso en el día, y en la noche el río se escapaba y se echaba a correr por otros rumbos.
En 1830, fue cazado. Y una ciudad, la ciudad de Chicago, creció a sus orillas.
Cuarenta años después, el río se vengó. Cuando se incendió la ciudad, está probado, él fue cómplice del fuego. El río ardió tanto como la ciudad que ardía, y nadie pudo salvarse arrojándose a sus aguas en llamas.
La ciudad resucitó. Se dictó orden de civilizar al salvaje: el río fue dragado, profundizado, canalizado y encerrado entre altos muros de cemento. Le desviaron el rumbo y lo obligaron a fluir al revés.
Una mañana de la primavera de 1992, cuando ya el río estaba por cumplir un siglo de buena conducta, la ciudad amaneció con los pies mojados. Fue una fea manera de despertar. Traspiraba el Metro, traspiraban los sótanos: el río domado estaba brotando, desde las profundidades, por los poros de las paredes, y no había manera de pararlo: el río asomó por gotas, pero después saltó a chorros y embistió a la ciudad.
Al cabo de unos días de combate, el rebelde fue vencido. Desde entonces, la ciudad duerme con un solo ojo.