La Jornada Semanal, 11 de octubre de 1998
En la poesía de Enrique González Martínez (1871-1952) puede advertirse el desprendimiento del Modernismo y, a lo largo de medio siglo y veintiún libros de poesía, un progreso constante hacia su propio reino, todo serenidad y sabiduría.
En una de las ediciones de su obra, precedió las obras de su primera época con este epígrafe:
¡Verso de incomprensiva adolescencia,
de
petulante ritmo, y forma vana,
fingido amor y artificial
dolencia!
que alude a las características por las que había cruzado su poesía en el periodo que el poeta ha llamado luego La hora inútil. Pero desde estos primeros libros -Preludios (Mazatlán, Sinaloa, 1903), Lirismos (Mocorito, Sinaloa, 1907) y Silenter (Mocorito, Sinaloa, 1911)-, el poeta frenaba el sensualismo y la propensión retórica, peculiares de la poesía de la Revista Moderna de México, para volverse al silencio y a los senderos ocultos, en cuya compañía pasará un largo tramo de su vida poética. En su tercer libro aparecen por primera vez, alternando con poemas de inspiración y factura modernistas, los peculiares llamados de la poesía de González Martínez hacia la soledad atenta al ritmo secreto de la vida; llamadas que en Los senderos ocultos (Mocorito, Sin., 1911) ocuparán la mayor parte del libro, con esa grave y serena nobleza distintiva de su obra. Allí mismo el poeta erigirá un túmulo al cine modernista, sirviéndose de materiales pertenecientes a la misma escuela que proscribía.
Mas lo importante en el soneto famoso no era ese verso todavía demasiado sonoro y ese esplendor plástico del primer cuarteto, sino la nueva actitud ante la vida que proclama. En el ejemplo del búho, silencioso espectador de la naturaleza, encontrará González Martínez una lección de profundidad y continencia del espíritu qué oponer al culto de las doradas superficies que había establecido una sección del Modernismo.
En los libros que van de Los senderos ocultos a El romero alucinado (1923) el poeta llamaba a la comprensión de un mundo cuya nobleza debemos descubrir con fortaleza, bondad y ensueño -como decía en uno de sus libros-, mas no para deleitarnos con su apariencia sino para amarlo o perdonarlo. Sustituía, pues, en cierta manera la actitud estética por una actitud ética. Y esta lección de su poesía, con su peculiar parafernalia: el romero, la lámpara, la alforja, los caminos y senderos, la serenidad y el silencio, fueron adoptados por muchos de los poetas jóvenes de estos años -sobre todo los Contemporáneos en su poesía inicial- que sintieron la atracción de este credo lírico.
Pero esta poesía del recogimiento meditativo y de las admoniciones morales -que algunos críticos han considerado como característica general de la poesía de González Martínez- fue sólo una etapa, aunque la más escuchada, de la evolución lírica de nuestro poeta, que tendría aún nuevos temas y acentos. Las experiencias de los viajes, las nuevas máquinas, lo cotidiano, el humor y la ironía aparecen en Las señales furtivas (1925). Una década más tarde, en Poemas truncos (1935) y Ausencia y canto (1937), la muerte de su mujer Luisa, en 1935, hará surgir del dolor poemas tan emocionantes como hermosos: ``Dolor'', ``Sombra'' y sobre todo ``El condenado''.
En sus últimos libros, entre sus setenta y ochenta y un años, el poeta llora la muerte, en 1939, del hijo poeta, Enrique González Rojo -Bajo el signo mortal (1942)-; despierta de nuevo al amor -Segundo despertar y otros poemas (1945)-; y se revela, con tonos apocalípticos, contra la confusión y la matanza de las guerras -El diluvio de fuego (1938) y Babel (1949)-. Su último libro, póstumo, El nuevo Narciso y otros poemas (1952) es una revisión de su conciencia y una despedida a las sombras amadas y a la naturaleza consoladora.
La extensa y múltiple obra poética de González Martínez mantuvo un ascenso constante hacia mayor serenidad y sinceridad -como se ha señalado-, al mismo tiempo que hacia mayor pureza lírica. Los acontecimientos afortunados e infortunados de su vida los transmutaba en fuente de poesía que, sin perder su poder consolador, aclaraba con los años su timbre y acrecentaba su limpidez. Léase, por ejemplo, el soneto ``Muerte de amor'', de Tres rosas en el ánfora'', de 1939:
Amor me resucita y me da muerte;
hiere mi
corazón y me ilumina
con su cárdena luz, o me calcina
y me
arroja a la escoria de mi suerte.
Amor me hace caer y me alza
fuerte;
a su empuje soy caña y soy encina;
me ha dado la canción
que me alucina,
y el silencio profundo, que me advierte.
No te
vayas, amor, que el ansia dura;
muéveme a tu placer y a la
ventura;
no te escapes, amor, que aún es temprano.
Salga tu
nombre, que mi sed invoca,
con el último aliento de mi boca...
Y
muera por la herida de tu mano.
No fue González Martínez un poeta -como López Velarde o Pellicer- para quien la palabra fuera un territorio seductor, campo de experiencias y audacias. ``Su poesía -afirmó Federico de Onís en 1934- influyó mucho en el posmodernismo pero no sirvió para preparar el ultramodernismo. Por el contrario, éste parece haber influido en el leve cambio hacia la ironía y la familiaridad que se nota en las últimas obras de González Martínez.'' En efecto, preocupado por su mensaje, su experiencia o su testimonio, mucho más que por lo medios con que los expresaba, prefirió un lenguaje neutro y dúctil cuya sobriedad no excluye su perfección formal y su calidad poética. Junto a la lección moral de su pensamiento y a la fiesta de sus visiones, el ejemplo formal de la poesía de González Martínez fue igualmente fecundo para la poesía mexicana. Mientras se nos alentaba a todas las audacias y rupturas, él continuó enseñándonos el arte de acoger las sustancias válidas de las nuevas tendencias, en cuando pudiesen fertilizarnos.
La edición reciente de Obras. Poesía I y II (El Colegio Nacional, México, 1995, 2 vols., de LXXXV + 871 pp. y XXI + 922 pp.) es el cuarto intento de obras completas de Enrique González Martínez y estuvo al cuidado de Armando Camára R. Aspira a ser una edición crítica. Los dos tomos aparecidos recogen los libros poéticos, las traducciones, las variantes y, en el Apéndice, una serie de ``Notas'' y ``Meditaciones'' en prosa muy interesantes y que son una novedad -al menos para mí. Faltan, pues, las obras en prosa, tanto las incluidas como las excluidas en la edición anterior de Castro Leal. Faltan también los autores de los dos retratos reproducidos.
En 1915, Pedro Henríquez Ureña, entonces máxima autoridad crítica, dictaminaba:
Seis dioses mayores proclama la voz de los
cenáculos: Gutiérrez Nájera y Manuel José Othón, muertos ya; Salvado
Díaz Mirón, Amado Nervo, Luis G. Urbina y Enrique González
Martínez.
Cada uno de los grandes poetas anteriores tuvo su hora. González
Martínez es el de la hora presente, el amado y preferido por los
jóvenes que se inician, con el calor de extraño invernadero, en la
intensa actividad de arte y de cultura...
En el cielo de nuestra historia literaria, estos seis dioses mayores de 1915 continúan vigentes. Pero, en el curso caprichoso de las modas literarias, Enrique González Martínez, quien fuera el poeta ``amado y preferido por los jóvenes'' que entonces se iniciaban, ya no lo es más. Cuando su estrella se ocultaba, otras nuevas surgieron: José Juan Tablada y Ramón López Velarde. El aprecio por el autor de ``La Suave Patria'' aún sigue vivo. Mas, ¿por qué renunciar a una estrella cuyo fulgor sigue existiendo?
Celebro que se promueva este redescubrimiento de una obra poética, como la de Enrique González Martínez, llena de riquezas que aún pueden conmovernos. Para quienes tuvimos el privilegio de conocer al poeta, de convivir con él en su última década, este reencuentro es emocionante. Convoco a los jóvenes escritores mexicanos a que se acerquen de nuevo a esta personalidad y a este creador admirables. Enrique González Martínez sigue siendo uno de nuestros grandes poetas.
La obra de Enrique González Martínez (1871-1952) representa uno de los momentos clave de la poesía hispanoamericana de la primera mitad de este siglo. Sus versos, argamasa y cristal que reflejan la plenitud de su vocación de poeta, ponen de relieve a uno de esos creadores que logran hermanar lo insondable y lo esencial de la naturaleza del hombre con un diáfano universo de conocimientos, en una especie de iconografía de composición precisa. En el contexto literario de América hispana, González Martínez se sitúa como uno de los eslabones del Modernismo y primer poeta posmodernista que rompió con la ``jerarquía simbólica'' de la estética de Rubén Darío. Es quizás en los poetas mexicanos que publicaron sus mejores obras a mediados de la década de los treinta y los cuarenta cuando se sintió con más fuerza la influencia de González Martínez, quien dejó una huella determinante y perdurable en la poesía del grupo de los contemporáneos, cuyo legado aún está latente en nuestro escenario literario. Xavier Villaurrutia, uno de los contemporáneos que se formó bajo la ``tutela intelectual'' de González Martínez, habla del desprendimiento estético de la obra del poeta del búho con respecto a la corriente dominante del Modernismo como el momento precursor que sentó las bases para el surgimiento de la obra de Alfonso Reyes en América y la de Enrique Diez-Canedo y Pedro Salinas en España (en su ensayo ``La poesía moderna en lengua española''.)
Pulso e impulso del modernismo son sus primeros cuatro libros: Preludios (1903), Lirismos (1907), Silenter (1909) y Los senderos ocultos (1911). En este periodo abundan los sonetos y las formas clásicas, en donde resuenan elementos mitológicos, alusiones románticas, ecos de los parnasianos y simbolistas franceses, características todas ellas que comparte con los demás modernistas mexicanos (Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, Luis G. Urbina.) En esta primera fase, González Martínez explora y conquista la voz poética del ``nocturno búho'', el equilibrio entre una sensibilidad aguda, sutil, de admoniciones especulativas y exactas:
Que te ames en ti mismo, de tal
modo
Y que llegues, por fin, a la escondida
(``Irás sobre la vida de las cosas...'', Silenter)
compendiando tu ser cielo y abismo,
que sin desviar los
ojos de ti mismo
puedan tus ojos contemplarlo todo.
playa con tu minúsculo
universo,
y que logres oír tu propio verso
en que palpita el
alma de la vida.
Contribuyendo a la pluralidad de su obra, González Martínez traduce algunos fragmentos de la poesía de Shakespeare y ``El cuervo'' de Edgar Allan Poe. En Jardines de Francia (1915) reúne significativas traducciones de poetas franceses (entre ellos, Baudelaire, Verlaine, Maeterlinck, Rodenbach, Francis Jammes, Emile Verhaeren), ejemplo de su devoción por el simbolismo francés y su dominio de la literatura en esta lengua -germen de la sensibilidad moderna.
Su rigor -y su abierta ruptura con el modernismo rubendariano- se fortalece con la publicación sucesiva de La muerte del cisne (1915), El romero alucinado (1923), Las señales furtivas (1925), Es entonces cuando González Martínez da un giro a una mayor plasticidad metafórica y rechaza la figura del cisne, los paisajes alados, las palabras ociosas y los elementos ornamentales; factura e imaginería de una nueva voz posmodernista que sale a relucir en el título mismo de poemas como ``¿...?'' o ``T.S.H.'', donde la velocidad y el progreso oponen el suspenso de una pregunta a las honduras de una vida sencilla.
Telegrafía
sin hilos...
¿Qué va a ser de los pájaros
que anotan la música de los
caminos?...
Poemas truncos (1935) aparece después de un silencio de diez años. Por momentos, González Martínez mira de cerca y con simpatía los empeños poéticos de la vanguardia de su siglo, cuando el isocrono latido de sus versos va adquiriendo nuevos ritmos que dan cuerpo a poemas como ``Hora Fracta'':
La hora se hizo añicos,
La vida se hizo múltiple
Pensé en la hora del espejo intacto,
La vida se hizo añicos...
y en las virutas de
cristal el tiempo
devolvió mil imágenes por una...
y ganó en dispersión. Perdió en
hondura.
firme en la mano y con la
imagen única.
Los libros de los años treinta y cuarenta corroboran e integran la fuerza expresiva de estos poemas. Su rigor expresivo se orienta ya hacia la producción escrita al final de su vida que culmina con Babel. Poema al margen del tiempo (1949), notable por su tono reflexivo y sereno. Como el mismo González Martínez lo explica, Babel es ``un canto a la paz, una condenación de cuanto la impide o la perturba.''
Al cielo se tendía mi corola
como un alado
corazón que sangra,
y el tallo se alargaba y extraía
del
terrenal pezón aliento y savia;
y mientras más ahondaban las
raíces,
la floral avidez iba más alta,
en busca de invisibles
universos,
de nuevos soles y de nuevas almas...
En el anverso del medallón de su obra, la prosa de González Martínez reserva su elegancia y contención para el secreto. Aunados a copiosas y aún dispersas publicaciones críticas, son sus dos libros autobiográficos, El hombre del búho (1944) y La apacible locura (1951) -escrito este último un año antes de su muerte- los que condensan lo mejor de su vocación narrativa. Recuento sincero de una vida de casi 80 años, que comparte con el Joyce de El retrato del artista adolescente un mismo interés biográfico y la intuición del mar como ``el más grande espejo de su temperamento lírico'', la prosa de González Martínez observa un procedimiento análogo al de su poesía: forma organizada donde el escritor trabaja en su pentagrama de palabras, eliminando el ripio y dejando que fluya libremente la música del pensamiento. Discurso forjado a las lentas temperaturas que reclama la disciplina filosófica, el trabajo en prosa del hombre del búho se suma a los empeños y a los alcances de otros dos grandes prosistas mexicanos de la primera mitad del siglo: Alfonso Reyes y Julio Torri.
En su conjunto, la obra de Enrique González Martínez nos remite a Spinoza, para quien ``el amor intelectual a una cosa consiste en la comprensión de sus perfecciones''. Su palabra edificante, capaz de interrogar a los cuatro vientos y extraer de su silencio la elocuencia de un cristal de roca, no ha dejado de tener una vigencia que hoy la mayoría de lectores fervorosos y educados pone de manifiesto.
Camino al silencio
Va musitando el verso que no pudo
Lo llamo, lo persigo. Ya no vuelve
Cuando mis pasos, que la ausencia anima
Allí sabremos ambos quién ordena
se ha ido. Va delante
de mí. Lleva su
antorcha
a salvo ya de la traición del aire.
decir la última tarde.
Se
perdió su sonrisa, y en sus ojos
tiembla el hondo pavor del que
ya sabe.
el rostro a mí para decirme:
``Padre,
ésta es mi juventud, yo te la entrego;
éste es mi
corazón, y ésta es mi sangre.''
y le siguen en pos, le den
alcance,
juntos los dos ante el cristal que funde
liberadas del
tiempo las imágenes,
veré su faz y miraré su frente
en el hombro
paterno desmayarse.
partir un día, y la razón del
viaje.
El ciclón de la vida bate un récord de angustia.
¿En dónde está la hora
¿En dónde está el viaje de Ulises?
Rezumbadoras hélices sustituyen las auras
Por túneles abiertos en la bruma desfilan
Pero en vano Josué repite el gesto...
Un dios
maneja el mundo como en tiro de ráfaga.
Los silbatos
asordan. Llueven exhalaciones
en la noche eléctrica y flava.
Un
fragor sin origen, un afán sin objeto
conturba las potencias y
sobrecoge el alma...
de meditar sobre la vida intacta?
Se ha
vuelto loco el péndulo;
se atropellan los siglos; huye a escape la
máquina;
el rebaño en pavura de los hombres se pierde
por la
campiña
desamparada...
que mecieron un día la
nave de Virgilio...
Hoy el pájaro Lindbergh pasa
en fuga
inverosímil perforando las nubes
que disimulan mares y que velan
montañas...
escuadrillas
fantasmas
con pilotos que atraen dos impulsos magnéticos:
el
punto de partida y el punto de llegada...
¡Un momento, un
momento
de quietud en la noche de plata!
¡Un compás de silencio y de espera
para hablar con la estrella
ignorada!...
¡La vida urge, truena y
manda!...
Un Narciso sin rostro
Sueño decapitado
Tantálico deseo
Cismática presencia
pierde su imagen en la linfa muda.
ruboriza de sangre las espumas.
mira alejarse todo lo que busca.
de ciega forma con imagen trunca,
el espejo
del agua
es como una respuesta sin pregunta.
Miré la dura tierra en que he nutrido
cardos de angustia y mieses
de esperanza,
y la sentí tan mía cual si fuera
yo la trémula
flor, ella la planta.
Al cielo se tendía mi corola
como un alado
corazón que sangra,
y el tallo se alargaba y extraía
del
terrenal pezón aliento y savia;
y mientras más ahondaban las
raíces,
la floral avidez iba más alta,
en busca de invisibles
universos,
de nuevos soles y de nuevas almas,
por deshojarse
allá como la ofrenda
de un mundo triste en que el amor
acaba;
por sorber el efluvio de las rosas
que revientan en
selvas no soñadas
donde el aire cordial pulsa las
cuerdas
sonoras de los árboles que cantan;
donde a la sombra de
olivar antiguo
espera el ave que salió del arca
que el sol
piadoso y el sagrado viento
oreen la llanura ensangrentada.