La Jornada Semanal, 11 de octubre de 1998
Clinton habla de una relación ``not appropiated''. ¿Impropia para qué? De todas maneras ``no hay relación sexual'', decía Lacan.
Impropia y punto. En efecto, no hay nada para poner en este lugar, ni siquiera la nada que permitiría decir que el sexo es lo que no sirve para nada, lo que es propio para nada.
El sexo en occidente está pasando por un momento decisivo. Gracias a una justicia intempestiva y salvaje, gracias a un presidente con el sexo bien puesto, a muchachas que se vuelven locas por el lugar donde se ejerce ``la mayor potencia mundial'', a los medios que están al día, a los ciudadanos interesados, se constituyó una escena en cuyo centro se representa un episodio trascendental.
``Ven, querida, tengamos una relación inapropiada'': he aquí la fórmula que de ahora en adelante cada uno está invitado a utilizar para la proposición en cuestión. Fue la que empleó Bill Clinton ese 17 de agosto de 1998, tomando en cuenta una circunstancia jurídica especial que le prohibía llamar ``sexual'' a una relación que ciertamente lo era. ¡Feliz coyuntura! Ya no le queda a cada cual más que encontrar otro tono, abandonar las lamentaciones, dejar de lado la contrición (verdadera o fingida, poco importa), poner en esta relación ``inapropiada'' (inappropiated) toda la alegría sin la cual el sexo es, como decía alguien, una ``chaqueta'' para que lo dicho esté perfectamente ajustado a la cosa.
Se tradujo: relación ``que no era decorosa'' o que estaba ``fuera de lugar''. Lo cual escamotea un poco el problema. ``Inapropiada'' conviene más para designar el vacío del que se trata. ``Inapropiada'' plantea por sí misma la cuestión: ``¿Impropia en relación a qué ``propia'', incluso a qué propiedad (es la mezcla de los dos, de lo propio y de la propiedad, lo que produce la contrición)?''
Pero entonces, ¿para qué sería propia la sexualidad del mamífero humano? Las respuestas no faltan. Sólo que todas son puras payasadas. ¿Propia para la reproducción? Si ése fuera el caso, el mamífero debería coger como el elefante: dos o tres veces cada dos años. Y, por otra parte, la pastoral cristiana no se privó de querer regular el comportamiento de su rebaño a partir de este ideal elefantesco. ¿Propia para el placer? Pero si el placer es disminución de tensión, como lo pretendía Freud, tenemos evidentemente un problema: el sexo tensa.
Sin embargo, hay razones para preguntarse: ``¿Impropio... para qué?'' Justamente, Clinton no lo decía, aunque su enunciación y el contexto sugieren muchas respuestas. Impropio... y punto: ése fue su decir, tomado literalmente. En efecto, no hay nada para poner en ese lugar, ni siquiera la nada que permitiría decir que el sexo es lo propio para nada, lo que no sirve para nada.
Esa relación impropia-y-punto, esa relación sin complemento de objeto es también una relación impropia para la relación. Para decir algo tan pertinente, habría sido necesario que Clinton hiciera lo que Sócrates: dejar a una mujer la iniciativa del decir. Eso fue Diótima para Sócrates, Hillary para Clinton (al parecer ella redactó una parte de su discurso.) Eso no impidió que, en este asunto de sexo, fuera bruscamente puesta en su lugar, es decir, entre el público (para confirmarlo, reléase la declaración.) En el sexo, el público está, en efecto, esencialmente presente. ¡Qué cada uno interrogue su ``escena primitiva''!
Hace ya mucho tiempo, Lacan había tratado de hacer notar que no hay relación sexual. Pero Lacan no era, como Clinton actualmente y como los reyes en otras épocas, el portador de la ``vara antigua'', esa vara de cuyo vigor dependía la fertilidad del reino, de la que carecía Luis XVI, el ``rey sopor''; vara que la revolución, por medio de una ``transferencia seminal'', iba a tratar de poner en juego en el nivel de los ``derechos'' del hombre. A pesar de esta revolución, la continuidad está en la reivindicación de una vida al abrigo de la mirada del público; reivindicación que era la de Luis XVI y María Antonieta antes de ser la de Clinton.
Fuera de ese ligero perfume de escándalo, que no hacía más que adornar el malentendido (se creyó comprender que él decía que nadie cogía jamás), el enunciado de Lacan era sin duda demasiado perturbador para que se aceptaran las consecuencias: ``Entonces, así como así, usted nos dice que ni siquiera el falo constituyeun lazo entre hombre y mujer. ¿Se está burlando? ¡Revise a los clásicos! A pesar de todo, no vamos a discutir nuestra tan cómoda bisexualidad, ni prohibirnos llamar `hombre' al que ante nuestros ojos es un hombre, o `mujer' a la que tiene su aspecto y sus insignias.''
Entretanto, el acto sexual conservaba su opacidad. Algo así como en cierta época del cine, cuando la cámara se desviaba discretamente hacia el follaje que se veía por la ventana, mientras que el espectador era invitado a imaginar o a no imaginar, lo qué iba a pasar. Liberación sexual obliga: hoy la cámara se detiene a veces en los cuerpos entreverados. Pero no por eso nos enteramos mejor. No estamos por ello mejor informados. Como antes, nos vemos burlados, engañados, privados de la revelación esperada. ¿Iremos a ver entonces a los teóricos de lo sexual? No a los sexólogos que declaran que la sexualidad de cada uno es un ``patrimonio''. ¡Vaya uno a hacer el amor con un patrimonio! Pero ¿qué se dice del lado de los psicoanalistas sobre el hecho de que cuando la tensión sube, sube, sube, en un momento dado, justo el mejor, ¡cataplum! la cúspide de la cúspide se convierta súbitamente en el punto de partida de un brusco desplome? ¿Por qué el falo se sustrae, se arruga en el sublime momento? ¿Y cómo ocurre que, por ejemplo, pueda haber orgasmo durante el sueño sin la intervención carnal de un partenaire? ¿Y cómo es que, cada noche, millones de falos estén en erección mientras sus portadores se encuentran en los brazos de Morfeo, y que por lo tanto las erecciones sean, la mayoría de las veces, a la vez sin Viagra y vanas? En la producción de la satisfacción, ¿se sabe acaso cómo interviene la del partenaire? ¿Se puede explicar el hecho de que el ``periodo refractario'' (cuando el deseo parece haberse evaporado) varíe desde algunos segundos hasta varias decenas de años, incluso toda una vida? ¿Se sabe por qué, como lo decía Leo Bersani al comienzo de un artículo resonante (``¿Es el recto una tumba?''), el gran secreto del sexo es que People don't like it (¿Qué nos dice la especial miseria sexual en las llamadas psicosis?)
En cierto modo, Foucault también había preparado el terreno para la intervención de Clinton. Conocemos su participación en los combates de los ``homosexuales'' para liberarse de la bionorma. ¿Iba acaso el grupo interesado a encontrar otro suelo para otra identidad que permitiera hablar tranquilamente de una relación homosexual, de lo mismo con lo mismo? Justamente, no lo logra en absoluto, como testimonia la serie de los nombres que se supone que lo designan: homosexual, gay, queer, etcétera. Contra algunos de sus miembros, Foucault defendió con un ``gay-jalón'' (así se debe decir, puesto que él creó ese título para una revista), la concepción según la cual justamente no hay que encontrar o inventar un rasgo identificatorio común. A propósito de los movimientos de liberación sexual declaraba: ``El objetivo fundamental que se proponen es digno de admiración: producir hombres libres y esclarecidos. Pero justamente el hecho de que se hayan organizado según categorías sexuales -la liberación de la mujer, la liberación homosexual, la liberación del ama de casa- es extremadamente perjudicial.''
¿Por qué era tan importante este rechazo? Igualmente, ¿por qué es tan decisivo hoy, en psicoanálisis, prohibirse hablar de una ``sexualidad masculina'' o ``femenina'', de ``bisexualidad'', o también de la ``diferencia sexual'', como si eso verdaderamente existiera? Lacan respondía: ``Porque eso significa abordar el problema que se quiere tratar de una manera que lo hace insoluble.'' En efecto, al hacer esto, se postula la existencia de una relación sexual, aunque más no sea bajo la forma de una relación intersignificante entre ``hombre'' y ``mujer''. Ahora bien, semejante postulado es un abuso, un abuso sexual.
Foucault daba la misma respuesta, con un grado superior de generalidad. La sexualidad, dice, se adapta muy mal a la identidad. Y nos imaginamos su risa si escuchara a algunos ocuparse seriamente de los problemas de ``identidad sexual''. ¿Cómo hacer de manera que esta espantosa identidad no ocupe el terreno de lo sexual? Esa era más bien su pregunta. Foucault llegó muy lejos en el camino de producir una solución: hasta imaginar para mañana, con Artaud, Deleuze, Guattari, una sexualidad desembarazada de la preocupación por el pene, por la vagina, por el orgasmo. ¡Hasta para el sexo la sexualidad es apropiada!
Michel Foucault, Dits et écrits, Tomo III, Gallimard, París,
1994. Pág. 677