La Jornada Semanal, 11 de octubre de 1998



Ryszard Kapuscinski

Crónica

Habrá fiesta

Para nuestra fortuna, el polaco universal, Ryzard Kapuscinski, sigue recorriendo el mundo y observando con clarividencia, compasión y una actitud crítica rigurosa e insobornable, los paisajes diversos y las conductas, hábitos y actitudes ante el mundo y la vida de los seres de la constante comedia humana. Nada de pintoresquismos sino periodismo de verdad para acercarse a las verdades de este mundo.

Le pedí a Golwin, un periodista de Kampala, que me llevara a conocer su aldea natal. Ésta se encuentra relativamente cerca, a 50 kilómetros de la ciudad. La mitad del trayecto se recorre yendo por la carretera principal, la cual, bordeando el lago Victoria, conduce hacia el oriente, en dirección a Kenia. La vida entera del país transcurre a ambos lados de este camino: en ciertos puntos se ven multitudes de tiendas, bares y hotelitos, abiertos día y noche. Habitualmente existe un continuo bullicio y ajetreo; aun al mediodía, el trajín no cesa del todo. En las verandas, a la sombra o bajo sombrillas, se pueden ver, sentados e inclinados sobre sus máquinas de coser, a los sastres; a los zapateros que reparan botas y sandalias; a los peluqueros que rasuran y peinan; a las mujeres que pasan horas triturando mandioca, mientras otras, a un lado, asan plátanos en una parrilla, o venden amontonadas en sus tendejones callejeros, pescado seco, jugosas papayas o jabón de manufactura casera fabricado con ceniza y grasa de carnero. Cada par de kilómetros aparece algún taller de reparación de automóviles o de bicicletas, una vulcanizadora, o un expendio de combustible (dependiendo de la coyuntura, éste puede tener un surtidor formal con todo y bomba o una simple mesa sobre la cual espera al cliente la gasolina en botellas o en tarros.)

A la hora de transitar por la carretera, basta detenerse por un momento en cualquier parte. Al instante, el automóvil se verá rodeado por un enjambre de chiquillos y otro de vendedoras lugareñas que ofrecen todo lo que pueda necesitar un viajero: botellas de coca-cola, o bien, de aguardiente local, llamado waragi, galletas dulces y bizcochos (en paquetes y por pieza), arroz cocido y tortillas de sorgo (especie de mijo). Estas vendedoras le hacen la competencia a sus colegas, quienes se encuentran apostadas a distancia, sin poder apartarseÊde sus puestos tienen que vigilarlos de cerca, ya que por todas partes pululan los ladrones.

Estos caminos son también sitios de diversidad y tolerancia ecuménicas. He aquí que pasamos frente a una ornada mezquita, rica en detalles arquitectónicos, ya que su construcción había sido financiada por Arabia Saudita, más adelante, una mucho más modesta iglesita y, aún más adelante, un par de tiendas de campaña de los adventistas del séptimo día, quienes recorren el continente advirtiendo que se avecina el fin del mundo. ¿Y aquella construcción con techumbre en forma cónica, tejida con paja de arroz? Es el templo del Dios Supremo de los gandes: Katona.

Al transitar por estos caminos, de cuando en cuando nos habremos de topar con una barrera (puede ser un simple trozo de alambre o de cordel), y un puesto de control de la policía o el ejército. Su comportamiento nos hablará sobre la situación actual del país, aun si nos encontramos lejos de la capital y no escuchamos la radio (el periódico aquí no llega y la televisión no existe). Si los soldados y los policías, tan pronto nos detenemos, se ponen a gritar y a pegar sin preguntar nada, quiere decir que en el país se ha implantado una dictadura, o que está en guerra; en cambio, si se acercan sonrientes, nos dan la mano y dicen con cortesía: ``Seguramente estarán ustedes enterados de lo poco que ganamos,'' significa que estamos viajando por un país estabilizado, democrático, en el que se llevan a cabo comicios libres y son respetados los derechos humanos.

El amo y señor de este mundo de caminos, rutas y trayectos africanos, es el conductor de los camiones de carga. Los automóviles particulares resultan demasiado frágiles para moverse a través de estos baches y recovecos. La mitad de ellos pronto acabaría por atascarse en el trayecto (sobre todo en temporada de lluvias), en tanto que muchos otros, tarde o temprano, no servirían más que para el deshuesadero. El camión de carga, en cambio, llegará prácticamente a cualquier parte. Cuenta con un potente motor y anchas llantas, posee una suspensión tan fuerte como la del puente de Brooklyn. Sus conductores están plenamente concientes del invaluable tesoro del que disponen, y de que en él radica su fuerza. De entre la multitud caminera, cualquiera podrá reconocerlos al instante por la forma en que se mueven. Cada uno se comporta como rey. A menudo, en el momento de detener el vehículo y sin necesidad de descender las alturas de su asiento, no faltará quien les suba a la cabina todo lo que pidan. Si el camión llega a parar en alguna localidad, al momento se le arrimará un tumulto de gente cansada y suplicante: son aquellos que quieren llegar a alguna parte y no tienen cómo. Acampan por tanto al borde del camino, esperando una oportunidad, alguien que por una paga los lleve consigo. Nadie esperaÊcompasión. Los conductores de camiones de carga no conocen este sentimiento. Largas filas de mujeres cargadas de bultos transitan por los caminos, desfilan incesantemente en medio de las ascuas y el fuego del trópico. Si el conductor llevara en el corazón al menos una pizca de compasión y quisiera ayudarlas, tendría que detenerse a cada momento; nunca llegaría al lugar de su destino. Es por eso que las relaciones entre los conductores y las mujeres que caminan por la orilla están marcadas por una frialdad total: cada una de las partes parece no advertir la presencia de la otra, se cruzan en el camino con la más absoluta indiferencia.

Godwin trabaja hasta el anochecer, por lo que no podemos ver el espectáculo que es el camino de salida de Kampala hacia el este (de un modo similar, por cierto, se presentan los demás trayectos suburbanos.) Partimos ya tarde, prácticamente de noche, cuando esta misma ruta presenta un aspecto completamente distinto. Todo aparece sumido en profundas tinieblas. Lo único que se ve, desplegadas a ambos lados de la carretera, luminosas e intermitentes, son las tenues flamas de veladoras y candelas colocadas junto a los tenderetes por los vendedores. La mayoría de las veces, por cierto, no son ni siquiera tenderetes o puestos, sino mercancía-miseria expuesta directamente en el suelo, cosas yuxtapuestas de la manera más extraña por los comerciantes en pequeño: una minúscula pirámide de tomates junto a la pasta de dientes, un líquido contra mosquitos junto a una cajetilla de cigarrillos, un montículo de fósforos y una cajita metálica de té. Godwin dice que antes, en los años de dictadura, era mejor acampar a la intemperie a la luz de las velas que permanecer en locales profusamente alumbrados. Al ver acercarse al ejército, uno inmediatamente apagaba la vela y desaparecía en la oscuridad. Antes de que el ejército llegara, ya no había ni un alma. La vela es buena porque permite ver todo el entorno sin que uno mismo sea visto desde lejos. En cambio, en una habitación alumbrada sucede exactamente al revés y, por consiguiente, resulta más peligrosa.

Al fin llegamos a un punto del trayecto donde nos apartamos de la carretera principal para adentrarnos en un camino lateral, una vereda agreste de terreno accidentado. A la luz de los reflectores, no se veía más que un angosto túnel formado por dos paredes de tupido, jugoso e impregnado verdor. Es el África tropical: húmeda, lujuriosa, desbordante, en constante crecimiento, multiplicación y fermento. A través de este túnel, lleno de curvas y recodos dispuestos en un intrincado y caótico laberinto, llegamos a un lugar en el que, de pronto, emergió frente a nosotros el muro de una casa. Era aquí donde terminaba el camino. Godwin detuvo la marcha y apagó el motor. Reinó un profundo silencio. Era tan tarde que se habían quedado callados hasta los grillos, y los perros brillaban por su ausencia. Sólo se dejaban oír los mosquitos, tan molestos e impacientes como si estuvieran hartos de esperar nuestra llegada. Godwin tocó a la puerta. Ésta se abrió y enseguida se desparramó hacia afuera una docena de soñolientos y semidesnudos chiquillos. A continuación apareció en el umbral la silueta de una mujer: alta, seria, de movimientos plenos de dignidad e incluso, diría yo, de distinción; era la madre de Godwin. Luego de los respectivos saludos se llevó a todos los niños a un cuarto mientras que, en el otro, tendió esteras en el piso para que durmiéramos.

La mañana aún no había tocado a su fin, hacía un calor relativamente soportable, por lo que Godwin decidió ir a visitar a los vecinos, habiendo acordado previamente que yo le acompañaría. La gente vive aquí en modestas casas de adobe, techadas con lámina acanalada, la cual al mediodía calienta como una parrilla a fuego vivo. En lugar de ventanas, hay simples aberturas en las paredes, mientras que la puerta por lo regular es de triplay o de hojalata, sin marcos, flojamente montada, más bien simbólicamente ya que ni siquiera tiene picaporte o cerradura.

Todo aquel que viene de la ciudad es visto aquí como un gran señorón, un creso, un lord. A pesar de que la ciudad no se encuentra tan alejada, pertenece ya a otro mundo, uno distinto, mejor, al planeta de la abundancia. Además, ambas partes, tanto los citadinos como los campesinos, lo saben muy bien; por ello el que llega de la ciudad está conciente de que no puede venir con las manos vacías. Por eso también los preparativos para la salida al campo hacen gastar a los citadinos mucho tiempo y dinero. Cada vez que mi amigo compra algo en la ciudad, al momento explica: ``Esto me lo voy a llevar a la aldea.'' Recorre las calles, mira la mercancía y reflexiona: ``Esto estaría bueno para un regalo cuando me vaya al campo.''

Regalos, regalos. Es la cultura del incesante regalamiento. Pero en vista de que a Godwin no le había dado tiempo de hacer compras, no le quedaba más remedio que ir dando a sus vecinos fajos de chelines ugandeses, mismos que discretamente les fue deslizando en el bolsillo.

A quienes primero visitamos fue a Stone Singewenda y a su esposa Victa. Stone tiene 26 años y está en casa, ya que a veces trabaja en las obras de construcción, pero ahora no ha podido conseguir empleo. La que trabaja es Victa: cultiva una pequeña parcela de mandioca, de la que viven. Cada año Victa da a luz a un niño. Llevan cuatro años de matrimonio y tienen cuatro hijos; el quinto ya viene en camino. La costumbre aquí es que al visitante se le reciba con algo; sin embargo, Victa y Stone no nos convidan con nada: la verdad es que no tienen con qué.

Sin embargo, no es el caso de su vecino Simon, él inmediatamente coloca delante de nosotros un platito con cacahuates. Pero Simon es una persona pudiente: tiene bicicleta y, gracias a ello, ocupación. Simon es un bicycle trader. En el país no abundan los grandes caminos. Y tampoco los camiones. Millones de personas viven en aldeas a las que no conduce camino alguno, ni llegan camiones de carga. Esta gente es la más castigada, la más pobre. Vive lejos del mercado, demasiado lejos como para poder transportar hasta allá, sobre la cabeza, ni siquiera unos cuantos bulbos de cassava o de yamsu, una penca de matoke o un saco de sorgo, es decir, los vegetales y las frutas que se dan en estos parajes. Al no poder venderlos, andan siempre sin un centavo y, por lo mismo, no pueden comprar nada -¡cuán desesperante es el círculo vicioso de la miseria! Pero he aquí que aparece, con su bicicleta, Simon. Es una bicicleta que viene equipada con una serie de accesorios elaborados de manera casera: portaequipaje, alforjas, sujetadores, soportes. Sirve más para transportar carga que para pasear. Con esta bicicleta, medianteÊuna módica retribución (módica, puesto que todo el tiempo nos movemos dentro del área con una economía de centavos), Simon (y como él se cuentan aquí por millares) ofrece sus servicios de transporte a las mujeres para llevar la mercancía a las ferias (a las mujeres, dado que el microcomercio es precisamente ocupación exclusiva de ellas.) Simon dice que un lugar, mientras más alejado del camino principal, de los camiones y del mercado, tanto mayor pobreza sufren sus habitantes. La peor situación se presenta donde a los campesinos les resulta demasiado larga la distancia como para poder acarrear a pie sus productos al mercado. Y como la gente de Europa que viene a nuestro país -observa Simon- sólo visita las ciudades y transita por las grandes carreteras, ni siquiera se imagina cómo es en realidad esta çfrica nuestra, es decir, el çfrica de gentes como yo y mis clientas.

Uno de los vecinos de Simon es Apollo, un hombre de edad indeterminada, flaco y parco en el hablar. Se encuentra parado frente a su casa, donde, sobre una tabla, está planchando una camisa. Tiene una plancha de carbón de leña, una plancha grande, vieja y oxidada. Pero más vieja aún es la camisa. Para describirla habría que valerse necesariamente del lenguaje de los críticos de arte, carpichosos posmodernistas, especialistas en suprarrealismo, visual-art y expresionismo abstracto. Es una auténtica obra maestra de patchwork, informel, collage y pop-art, un alarde de la más viva imaginación de aquellos laboriosos sastres con los que nos habíamos cruzado en el camino hacia acá desde Kampala. Esta camisa, pues, lleva ya tantos remiendos y parches, tantos retazos y recortes del más variado material, tinte y textura sobrepuestos, que ya no hay manera de descubrir de qué color y con qué tela había sido confeccionada esa primigenia, camisa inicial que diera origen a un largo proceso de modificaciones y reajustes, cuyo efecto reposa ahora delante de Apollo en su tabla de planchar.

Los bagandas son gente extremadamente cuidadosa del aseo y la vestimenta. En contraste con sus coterráneos, los caramondjongos, quienes desprecian la ropa, considerando que la única belleza es el cuerpo humano desnudo, los bagandas visten con pulcritud y esmero, cubriendo los brazos hasta las muñecas y las piernas hasta los tobillos.

Apollo dice que ahora las cosas andan bien, porque terminó la guerra civil, pero mal porque han caído los precios del café (son los años noventa), y ellos cultivan precisamente café, de eso viven. Nadie quiere comprarlo, nadie viene por él. El café se desperdicia, las matas se vuelven agrestes, y ellos no tienen dinero. Suspira al tiempo que, con cuidado, desliza la plancha por los remiendos y las puntadas, de igual manera que un navegante a su barcaza entre los engañosos arrecifes.

Mientras estamos así parados, platicando, de la espesura bananera surge una vaca, tras ella un par de traviesos pastorcillos y, al final, un encorvado anciano campesino: Lule Kabbogozza. En 1942, Lule participó en la guerra de Birmania, cosa que menciona como el único acontecimiento en su vida. El resto del tiempo ha vivido en esta aldea. Ahora lleva una vida igual de pobre que los demás: ``What I eat? -se pregunta- Casava. Day and night cassava.'' Pero tiene un carácter tranquilo y con una sonrisa señala a la vaca. A principios de cada año se juntan varias familias, entre todos reúnen algo de dinero y compran una vaca en la feria. La vaca pace en el campo, la maleza no falta. Cuando llegan las fiestas de Navidad, sacrifican a la vaca. Todo el mundo se reúne para esta ocasión. Todos observan que esté equitativamente repartida. Ofrecen a sus ancestros la abundante sangre (sangre vacuna, no hay mejor ofrenda.) El resto lo asan o lo cuecen de una vez. Esa es la única ocasión en el año que la aldea come carne. Después, se comprarán otra vaca y dentro de un año habrá una fiesta nueva.

Si para esa fecha ando por aquí cerca, invitan. Habrá pombe (cerveza de plátano), habrá waragi. ¡Y tendré toda la carne que quiera!

Traducción: Aleksander Buajaski

Texto tomado del periódico Gazeta Wyborcza, publicado el 23-24 de mayo de 1998.