José Blanco
Equívocos

La forma como nuestro periódico dio la noticia del fallo de la Suprema Corte sobre el anatocismo es, sin duda, un equívoco. No fue el único diario con ese enfoque noticioso, pero fue quizá el más categórico. ``Resolvió la Corte a favor de la banca'' (primera plana); ``Los ministros de la SCJN fallan contra los deudores de la banca'' (página tres). Este enfoque es coherente con el discurso barzonista y sus simpatizantes, pero está fuera de foco. La demanda de la mayoría de los deudores tiene razón de ser y es justa, pero sus armas apuntan mal.

Lo que hizo la SCJN es poner en claro lo que dicen las leyes de este país en la materia. Es su función de interpretación de última instancia. No fallaron ni a favor ni en contra de nadie. El fallo afecta a las personas (físicas o morales) que no pagaron o que no pudieron pagar a la banca, pero no es de las personas que debía ocuparse la Suprema Corte, sino de las disposiciones de las leyes vigentes.

Las leyes de las materias administrativa, comercial y financiera -como muchas otras leyes-, demandan a gritos ser revisadas, discutidas y reformadas, pero a gritos también este país demanda ceñirse de una vez por todas a lo que dispone la ley. Observemos las leyes vigentes y reformemos a tiempo las que no nos gusten, si somos capaces de ponernos de acuerdo en las reformas necesarias.

Ahora lo sabe la sociedad: mediante los mecanismos crediticios en los últimos años se cometieron actos sin nombre, muchos ilegales hechos posible por la fragilidad de las instituciones y de las propias leyes, y muchos otros legales pero ilegítimos. Haciendo a un lado a la caterva de delincuentes y abusadores, quedan los deudores legales y legítimos. Respecto a estos últimos, insistamos, su demanda lleva razón, aunque debamos no soslayar la cantidad de endeudamientos imprudentes en que incurrieron numerosísimas personas, en el contexto de la expansión crediticia irresponsable de 1993 y 1994, impulsada por el gobierno y los bancos. El reconocimiento de la responsabilidad propia es indispensable para orientar las conductas futuras. La visión según la cual de una parte se hallan los demonios gobierno y banqueros y de la otra ciudadanos de pulquérrima conducta, es demagogia.

En el capitalismo puede disponerse del capital dinerario de otro sólo a cambio de una retribución llamada interés. Todo préstamo tiene un vencimiento. Al vencimiento, o durante el trayecto de la amortización del capital, han de cubrirse los intereses pactados. El capital y el interés generado son propiedad del prestamista. Si al vencimiento el prestatario no paga el interés, este dinero entra instantáneamente en funciones de capital prestado que, en cuanto tal capital, causa intereses. Así funciona el capital dinero y el mecanismo de crédito en todo el mundo, y así ha funcionado aun antes del capitalismo; así es la intermediación financiera capitalista. ¿Significa esto que debamos admitir pagar el interés que se le venga en gana cobrar al capital? Por supuesto que no.

El punto está en la regulación de la tasa de interés que cobra el prestamista por sus operaciones. En un contexto libérrimo -el neoliberalismo actual-, la regulación es mínima. Con una economía inestable y perversamente articulada a un sistema financiero internacional en crisis, el gobierno tomó deci- siones que dispararon las tasas de interés a niveles rayanos en la temeridad y aun en la torpeza suicida. La consecuencia no pudo ser otra sino el crecimiento vertiginoso de la cartera vencida, la consecuente crisis bancaria y la brutal injusticia con quienes estaban endeudados en el momento de la crisis. Por esta vez el problema de los deudores sólo puede enfrentarse mediante un programa de apoyo.

La sobrexpansión crediticia de 93 y 94 fue acompañada de una sobrevaloración del peso. Ambas cosas se hicieron y permitieron para crear una atmósfera artificial de bienestar con fines electorales. Luego vino el ``error'' de diciembre, que condujo a la crisis bancaria. Este es el problema concreto real. Enfrentarlo en sus términos permitiría a la sociedad oponerse a que vuelva a ocurrir; aunque sea mil veces más difícil que dar la espalda a la Suprema Corte.