En meses recientes han arreciado los ataques contra la seguridad social pública en México. Diversos sectores, en particular los empresariales, han pedido su privatización, con distintas modalidades.
Desde la estricta lógica neoliberal, en el contexto de la política económica vigente, la condición pública del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) constituye una anomalía, una suerte de resabio del pasado. A esa lógica obedecen estos señalamientos, así como a los enormes intereses comerciales que se beneficiarían con la privatización de los servicios de salud de los asegurados.
En este panorama, resulta reconfortante la declaración emitida ayer por el presidente Ernesto Zedillo en el sentido de que el Seguro Social no será privatizado y seguirá siendo una entidad pública, tripartita y solidaria.
Es inocultable que un país como el nuestro, marcado por las gravísimas desigualdades sociales, no puede prescindir de mecanismos públicos de redistribución de la riqueza, por más que esta expresión resulte inoportuna y hasta ofensiva para quienes preconizan el ``realismo económico'', el ``adelgazamiento del Estado'' y otras consignas surgidas de la escuela económica que imperó en casi todo el mundo en los años ochenta y que en México aún está de moda en los círculos gobernantes.
Desde principios de la década pasada, el Estado ha ido renunciando a desempeñar un papel activo en la superación de esas desigualdades y ha cifrado su solución en un esquema de crecimiento económico, generador de empleos bien remunerados. Sin embargo, y por razones atribuibles al propio modelo, tal crecimiento se ha visto interrumpido por sucesivas crisis y desarreglos, y en ningún caso se ha traducido en una perceptible atenuación de las desigualdades. Por el contrario, ha propiciado la concentración de la riqueza en grados escandalosos.
La misma perspectiva académica supone que conforme la expansión de la economía convirtiera la pobreza mayoritaria en un fenómeno marginal, las instancias privadas de caridad -llamadas ahora ``de asistencia''- podrían dedicarse a aliviarla. En ese escenario, el IMSS resultaría una entidad innecesaria, onerosa y prescindible.
Sin embargo, el curso de los acontecimientos no se ha ajustado al guión descrito. La pobreza sigue siendo una condición mayoritaria, la economía y el ingreso real en el mejor de los casos se han estancado y, para colmo, algunas de las más importantes entidades asistenciales privadas atraviesan por una crisis caracterizada por acusaciones mutuas de irregularidades financieras y por sospechas de malversación de fondos.
Así las cosas, en el México actual el Seguro Social sigue siendo una institución irrenunciable e indispensable para preservar la salud de millones de personas y para atenuar en algo las injusticias sociales persistentes.
Más allá de su funcionalidad y su necesidad, este organismo es, además, un emblema entrañable, un patrimonio social y hasta un factor de identidad nacional, y su liquidación -es decir, su privatización- tendría, inevitablemente, un costo político terrible para cualquier gobierno.
Con estas consideraciones, ha de señalarse que al comprometerse con la preservación del IMSS como instituto público, el Presidente ha dado una muestra de sensibilidad que debe serle reconocida.