Luis Hernández Navarro
Fresas y hamburguesas del TLC

La historia es conocida: una epidemia de hepatitis se propagó entre estudiantes del estado de Michigan después que éstos consumieron fresas en sus almuerzos escolares. Meses después, una investigación determinó que éstas provenían de México y que las prácticas y medidas antihigiénicas en el Valle de San Quintín fueron las responsables de la contaminación.

Desde entonces, la imagen de los productos agropecuarios exportados por México está bajo escrutinio público en Estados Unidos. Este ejemplo se convirtió en tema central de la exitosa campaña en contra de la aprobación del fast track, por parte de quienes se oponen a que el TLC se amplíe al resto del hemisferio, argumentando que las normas de sanidad en Estados Unidos se vulneran.

El hecho es mucho más que una anécdota. Con mucho es un símbolo de la naturaleza de las relaciones comerciales que privan en el sector entre los dos países, y que no han podido ser modificadas, pese al tratado.

Han pasado cuatro años y nueve meses desde que aquél entró en vigor. En este tiempo las políticas agrícolas de los tres países han sufrido transformaciones que afectan el flujo comercial entre ellos, tanto o más como la firma del tratado. La devaluación del peso mexicano en diciembre de 1994, por ejemplo, encareció las importaciones de alimentos estadunidenses, disminuyó la capacidad adquisitiva de la población mexicana -modificando sus patrones de consumo-, abarató parte de las exportacio- nes mexicanas y restringió el acceso al crédito.

Los objetivos centrales de la negociación en el sector, según los responsables gubernamentales, fueron: garantizar el libre acceso de las exportaciones mexicanas a los mercados de Estados Unidos y Canadá. Asegurar una transición con plazos suficientemente largos para permitir el ajuste interno equilibrado, que se concretaría en la apertura del mercado agropecuario estadunidense más rápidamente que México, acordando plazos largos de desgravación (de 10 a 15 años) para algunos productos mexicanos (granos básicos y oleaginosas, carne de bovino y porcino, leche y derivados lácteos). Brindar certidumbre y un horizonte de planeación de largo plazo al productor. Ampliar las oportunidades de crecimiento del sector, y elevar el nivel de vida en el medio rural. Estos objetivos están lejos de haberse cumplido.

Aunque hay franjas de productores que han resultado beneficiados con el tratado (los dedicados al cacahuate, el jugo de naranja y la producción hortofrutícula), el sector como tal, y los campesinos pobres en particular, han sido perdedores netos. Contra lo esperado, las barreras no arancelarias de ciertos productos se mantienen (aunque parcialmente se ha levantado la que se tenía a las exportaciones de tomate, el aguacate y la carne de cerdo proveniente de Sonora), y las inversiones extranjeras en la agricultura están lejos de haberse incrementado, concentrándose, básicamente, en la renta de tierras. El mejoramiento de la balanza de pagos en el sector se debe, en parte, a factores ajenos al TLC, tales como el incremento del precio internacional del café.

La apertura propiciada no ha tenido la gradualidad acordada ni condiciones suficientes para reconvertir la planta productiva. Sin ser el único, el caso más relevante es el del maíz. En contra de lo ofrecido, no hay, ni protección a la agricultura maicera, ni gradualidad en la transición. Lo que hay es una liberalización total de las importaciones. Lo mismo sucede con otros productos. Este año se deberán importar 15 millones de toneladas de granos.

Entre varias disputas comerciales protagonizadas por productores de México y Estados Unidos sobresalen tres: el ganado vacuno, el tomate, y, más recientemente, el azúcar. Estos tres casos muestran que, lejos de mitigar las asimetrías económicas y promover la complementariedad, el tratado las profundiza. El acceso a los mercados norteamericanos sigue siendo, en muchos sentidos, una quimera.

Hay pocas razones para ser optimistas alrededor del impacto del TLC en la agricultura nacional. Los supuestos sobre los que se negoció no se han cumplido. Si tuviéramos que resumir con un ejemplo el modelo de integración comercial sobre el que se ha avanzado en estos años, diríamos, retomando a Armando Bartra, que México exporta a Estados Unidos los pepinillos, la cebolla y el tomate que los estadunidenses le ponen a sus hamburguesas, mientras que nosotros debemos importar la carne y el trigo de las nuestras -quienes aún podemos comerlas-, eso sí, sin derecho a devolución.