Quiero dedicar esta nota a un comunista que en realidad no lo es, o ya no sabe lo que el comunismo ha significado en este siglo, y es --objetivo no desdeñable, diría yo-- un ser humano decente y, naturalmente, un extraordinario escritor: José Saramago. Y se lo quiero dedicar, aun sabiendo que el interesado difícilmente se enterará, para poner en evidencia lo obvio: que en la galaxia comunista hubo de todo: comunistas que estuvieron entre carnífices y sacerdotes, ingenuos y soñadores, trabajadores abnegados e intelectuales honestos, tristes payasos, eternos organizadores de sectas, descontentos del mundo e individuos capaces del sacrificio de sí mismos para beneficio de otros. Todo, o casi, lo que es la humanidad.
Hoy hablaré del radicalismo suicida, uno de los rasgos. Los comunistas italianos que deciden, y consiguen, derrotar a favor de la derecha a uno de los gobiernos mejores, y no hubo muchos, de la entera historia de la república italiana. A los comunistas italianos, guiados por Fausto Bertinotti, se les ocurrió suicidarse como partido político y de paso destruir el gobierno de centroizquierda guiado por Romano Prodi, un católico liberal.
La irresponsabilidad doctrinaria y la estrecha cultura de un dirigente de Refundación Comunista resultaron suficientes para derrotar (transitoriamente) aquello que nunca había ocurrido en la historia italiana y es vital que ocurra: la reconciliación entre la izquierda de origen socialista y el universo católico-reformador. Las razones del progreso penden en Italia de la realización de este encuentro. El gobierno que encarnaba este camino desde abril de 1996 acaba de ser derrotado por el voto parlamentario de un pequeño grupo de desorientados que pretende refundar el comunismo, lo que revela una mezcla patética de ingenuidad y arrogancia.
El hecho sustantivo es que en nombre de sueños doctrinarios se mató una realidad en marcha, por primera vez en décadas, a favor de la gente y de los espacios concretos de la democracia. ¿En beneficio de quién? De una derecha italiana bajo control de un magnate televisivo que ve la democracia como rating y de un posfascista que no es dicho que sea el peor de los dos. Hay aquí una irracionalidad incomprensible para cualquier hombre de izquierda dotado de un mínimo de sensatez. Y no es que el gobierno de Prodi estuviera libre de críticas. Pero ese mismo gobierno había realizado por lo menos tres operaciones que hacían de su existencia un valor apreciable. Veámoslo en síntesis.
Primera. Ingresar a la moneda única europea, reequilibrando una macroeconomía afectada por décadas de gobiernos populistas y conservadores. Por tan contradictoria que la combinación parezca. Una empresa (ingresar a la Europa monetaria) que se cumplió sin desarmar al Estado social italiano y manteniéndolo virtualmente inalterado.
Segunda. Aprobar una reducción del horario de trabajo a 35 horas semanales, lo que significaba mejorar la calidad de vida de millones de trabajadores mientras se creaban nuevas condiciones contra el desempleo.
Tercera. Comenzar una estrategia seria de combate a la evasión fiscal.
Pero no fue suficiente. Un sector de la izquierda quiso matar las realidades en nombre de los sueños, de sus delirios ideológicos en realidad. Y decidieron hacerlo en un momento histórico dominado por corrientes conservadoras poderosas, cuando desde Europa podría nacer un polo reformista importante a escala mundial. Pero tal vez esta fue justamente la motivación ni italiana ni tal vez consciente de una parte de los refundadores comunistas italianos: derrotar al reformismo en nombre de un radicalismo que no renuncia a la revolución como acto fundador de una nueva sociedad. Como si la historia del siglo XX no dijera nada.
En esta lógica es bueno todo aquello que limita el poder del reformismo. Aunque esto signifique derrotar en bloque a la izquierda a favor de una derecha para la cual derechos sociales, ecología y solidaridad mundial son estrictas necedades toleradas con dificultad u obstaculizadas con todos los medios disponibles.
En fin, hay gente, como decía André Breton, que prefiere la fe ciega a la lucidez angustiosa. Y las consecuencias, obviamente, las pagamos todos. Como si los privilegios artillados no fueran suficiente obstáculo.