Rolando Cordera Campos
La nave del olvido

Las dos reformas profundas con que se ha buscado renovar al Estado mexicano a partir de fines de los años setenta, cuando empezaba a verse con claridad que el mundo se dirigía a cambios dramáticos, se han quedado varadas en medio del vendaval provocado por esta enésima ``primera'' crisis de la globalidad. De poco han servido los discursos de los contendientes por el poder del Estado, porque la variopinta tripulación reclutada en estos tiempos de pluralismo colérico parece preferir echarse al agua que seguir a bordo.

Hubo en el trayecto demasiada ilusión en automatismos de toda clase. En el plano económico, la fe en la magia del mercado llevó a despreciar casi del todo la utilidad probada de la compensación y el fomento públicos, hasta el grado de decretar con firmeza digna de mejor causa que la mejor política era la que estaba ausente. No ha estado mejor la táctica principal de quienes se oponían a esta nefasta creencia en las ``leyes naturales'' de la economía y la sociedad.

Después de una primera ronda de oposición ``intransigente'' a la estrategia en su conjunto, y en especial al Tratado de Libre Comercio, se aceptó este último, sujeto a unas revisiones que nunca han sido precisadas o propuestas formal y detalladamente a la opinión pública, el gobierno en turno o el Congreso de la Unión. Se optó por la callada como estrategia de espera, tal vez bajo el supuesto de que la propuesta contraria pronto haría agua y el naufragio traería la derrota final del neoliberalismo.

El campo que se abrió por la renuncia militante del gobierno anterior a hacer política industrial o agrícola, quedó sin cultivar y hoy todos tenemos que lamentarlo, porque el páramo no puede beneficiar a nadie, mucho menos ser consuelo de una mayoría que resiente la falta de ingresos, empleo y ahora incluso de esperanzas. Se trató, puede decirse, de una extraña resignación compartida ante la fuerza imponente de un cambio que alucinó a los grupos dirigentes, sin distingo de color o catadura. Unos se veían ya a las puertas del cielo en la tierra de la opulencia; otros, se preparaban a hacer de la debacle de los primeros la victoria final del pueblo. Todos a una, sin al parecer darse cuenta, jugaron a la gallina ciega y nadie ganó. Hoy, todos tememos que la pérdida tampoco haga distingo alguno.

En la política, esta celebración pueril de la magia del mercado se acerca peligrosamente a un desenlace terrible, a un todos contra todos que tampoco permita ver lo que en verdad está en juego, más allá del poder ilusorio de un Estado en bancarrota. De la misma manera como en la economía se apostó todo a las virtudes (o los pecados) capitales del mercado libre y abierto, en la política parece querer arriesgarse lo poco que se tiene acumulado en una ruleta rusa, donde sólo pueden aspirar a triunfar los de cabeza blindada y vacía.

Esta aceptación por parte de la política y del pensamiento político de lo peor del ``imperialismo económico'', que lleva a ver en el mercado un casino, lleva a su vez a concebir el Congreso como una cámara de compensación donde se compra y vende protección o poco más que eso. Del mismo modo como la confusión entre economía con mercados y sociedad de mercado lleva siempre a las sociedades al abismo de la autodestrucción, la creencia de que la política se acaba cuando se vota con libertad y reglas claras lleva indefectiblemente al vacío de poder y acerca a los países al tiempo de los canallas. Por estos derroteros, admitámoslo, nos movemos hoy, cuando lo que apremia es asumir que no hay más que un barco y urge salir del agua y gobernarlo.