Mario Lavista
El lenguaje del músico*

Hablé antes de un nuevo virtuosismo. Intentaré precisar ahora lo que se entiende por esta definición. En primer lugar, debo reiterar que el virtuosismo actual, el virtuosismo de la segunda mitad de nuestro siglo, prolonga y reaviva la antigua y honrosa tradición a la que me he referido antes, a la vez que hace suyas las innovaciones de otras prácticas interpretativas, de otras músicas ajenas a la tradición clásica. ¿Cómo olvidar a los trompetistas Louis Armstrong, Miles Davis y Dizzy Gillespie, a los guitarristas Jimmy Hendrix y Eric Clapton, a Tommy Dorsey y su trombón, a Watazumi Do Shuso y la flauta de bambú, a los clarinetistas Sidney Bechet y Benny Goodman, al saxofón de Charlie Parker y el vibráfono de Lionel Hampton; a los músicos sufi de India y Pakistán o al coro de las voces búlgaras, a Ram Narayam y el sarangi, a los arpistas veracruzanos y el contrabajo de Ray Brown, a las fabulosas orquestas de Duke Ellington y Pérez Prado o a los monjes budistas tibetanos, y a tantos otros músicos que pertenecen a otras tantas tradiciones musicales? ¿Cómo olvidarlos, cómo ignorarlos cuando se habla de un nuevo virtuosismo? La deuda con estos asombrosos intérpretes es inmensa y su influencia en la música clásica ameritaría un estudio que sobrepasa los límites de este trabajo.

Por otro lado, el nuevo virtuosismo es aquel que contempla toda una serie de estudios y búsquedas de recursos y posibilidades de orden técnico y expresivo ausentes de la tradición clásica instrumental. No se trata, de ninguna manera, de cambiar la naturaleza de los instrumentos o de destruirlos; simplemente hay que escucharlos con atención para descubrir en ellos una sorprendente diversidad de voces e inusitados mundos sonoros. De esta forma, participamos y contribuimos a esa lenta y digna transformación que los instrumentos y su técnica han experimentado a través de los siglos. Y son el compositor y el intérprete los que contribuyen a ella tratando de comprender la naturaleza compleja de esas alteraciones, de esas innovaciones cuya razón de ser reside, en gran medida, en el conflicto que surge entre la idea musical y la técnica de ejecución.

En nuestros días, los profundos cambios en la técnica de los instrumentos tradicionales los ha convertido en una fuente sonora de recursos inimaginables hasta hace relativamente poco tiempo, dando origen a un prodigioso renacimiento instrumental. Pensemos en la familia de alientos-madera: la flauta, el oboe, el clarinete y el fagot. Los manuales de orquestación los clasifican como monofónicos, es decir, instrumentos que producen un solo sonido a la vez; pero hoy sabemos que por medio de digitaciones no-tradicionales y de una adecuada embocadura pueden emitir dos o más sonidos simultáneamente. Esta peculiaridad técnica los coloca ya dentro del género de instrumentos polifónicos capaces de producir varios sonidos al mismo tiempo. En el caso de las cuerdas, el empleo, por ejemplo, cada vez más abundante de los llamados sonidos armónicos ha permitido a los ejecutantes desarrollar una técnica sumamente refinada en cuanto a la producción sonora, ya que estos sonidos exigen un cuidadoso movimiento del arco y una delicadísima presión de los dedos de la mano izquierda sobre las cuerdas; en realidad, para lograr este tipo de sonoridad las cuerdas no se presionan, solamente se rozan.

Finalmente, debo subrayar que todas estas ``delicias sonoras'', como las llama el contrabajista estadunidense Bertram Turetzky, no tienen sentido ni interés alguno, a menos que se conviertan en parte esencial del vocabulario individual del compositor y funcionen como un elemento auténtico y significativo de su música.

* Fragmento del discurso de ingreso del compositor a El Colegio * Nacional