La Jornada Semanal, 18 de octubre de 1998
El escritor alemán Klaus Mann, hijo de Thomas Mann, publicó este artículo el 24 de diciembre de 1934 en la revista Europäische Hefte, en Praga. Según el historiador francés Lionel Richard, este texto poco conocido es excepcional por la lucidez y el vigor crítico con los que el autor asume, en momentos muy difíciles, una postura personal frente al tema de la homosexualidad y los prejuicios que despierta en la izquierda bienpensante de la Alemania de los años treinta.
En la Unión Soviética se promulgó recientemente una ley que impone penas severas contra la homosexualidad. Esto es sorprendente, y uno se pregunta con qué lógica y con base en qué moral puede un gobierno socialista justificarse por amputarle los derechos y difamar a un grupo humano cuya ``culpabilidad'' reposa sobre inclinaciones particulares que le han sido dadas por la naturaleza. Pero así es. Los problemas y los escándalos que la Unión Soviética conoce en sus territorios orientales sin duda contribuyeron a la instauración de este tipo de ley humillante -contra la cual la izquierda de los países de Europa central y occidental ha luchado encarnizadamente durante varias décadas. A estas dificultades cruciales, que ciertamente habría que solucionar con otras medidas, se añade sin lugar a dudas el estado de ánimo actual. A este ánimo, y no a las dificultades, atribuyo preponderancia. Por estado de ánimo del momento no entiendo simplemente, y en primer lugar, la tendencia cada vez más clara en la Unión Soviética a reflexionar y a juzgar sobre el tema del erotismo en un sentido cada vez más conservador y severo, tendencia que se puede explicar como una reacción frente a libertades que tal vez se han vuelto excesivas. Veo más bien una desconfianza y una animadversión hacia todo lo que es homoerotismo que alcanzan un grado intenso en la mayoría de los ámbitos antifascistas y en casi todos los medios socialistas. Se está a punto de identificar a la homosexualidad con el fascismo. Y no es posible seguir guardando silencio al respecto. Nosotros que combatimos los prejuicios raciales, ¿tendríamos que dejar que se propague el prejuicio más insensato contra ciertas inclinaciones...?
Parece olvidarse de qué lado viene todo lo que ha podido desacreditar y difamar a la homosexualidad. El artículo 175 fue defendido y custodiado por la burguesía reaccionaria y por la Iglesia, la cual reveló así algo de su naturaleza que nos la vuelve por siempre extranjera y hostil. Todo lo que era progresista estaba en contra de ese artículo. La lucha contra la homosexualidad era el asunto ``moral'' de la burguesía, y lo asumió con el mismo pathos con que asumió la lucha contra el amor libre, es decir, con el pathos de una ``moral'' que hoy ya ni siquiera combatimos (como Wedekind podía hacerlo entonces), pero ante la que somos totalmente herméticos. Ha cambiado la idea misma de lo que es moral. Pero ahora, bajo otros presagios, decidimos reconsiderarla. ¿Al llegar a la edad adulta, acaso es todavía tema de conversación preguntarse si se le puede reconocer a cada quien el derecho a amar de una manera que sea precisamente suya, siempre y cuando no perturbe las relaciones domésticas, ni abuse de la inocencia de los menores (reservas que por supuesto se aplican tanto al sujeto invertido como al individuo ``normal'')? ¿No tenemos acaso vergüenza de abrir de nuevo la discusión sobre algo que es evidente, de dar lugar a que se abra nuevamente?
La parte ilustrada de la burguesía en las grandes urbes ya superó su concepción estrecha y falsa de la moral, pero si bien es tolerante en cuestiones de erotismo, conserva naturalmente posturas rígidas en materia de propiedad. Pero es ahora el socialismo mismo el que adopta una postura que la propia burguesía había rechazado, ¡por considerarla anacrónica!
A Máximo Gorki, nada menos, se le atribuye una frase asombrosa: ``¡Desaparezca a todos los homosexuales, y el fascismo desaparecerá!'' Por desgracia no es imposible que el papa de la literatura socialista haya dicho eso. Tal era el sentir de la época. ¿Pero de dónde surge todo esto? ¿De dónde surge que en los periódicos antifascistas leamos las palabras ``asesinos y pederastas'' reunidas con tanta frecuencia como sucedía con el ``traidores del pueblo y judíos'' de los diarios nazis? La palabra ``pederasta'' como una injuria ¡sólo porque hay muchos hombres en las organizaciones nazis que aman a los jóvenes en lugar de amar a las mujeres!
Esta es una historia que comenzó con el ataque organizado de manera pérfida e indigna contra el capitán Röhm. Las estúpidas cartas sentimentales que había enviado de Sudamérica eran asunto de su vida privada.ÊEra una vulgaridad absurda y superflua arrastrarlas por la plaza pública. No sólo era vulgar y torpe esa manera, sino también nula su eficacia. Al capitán Röhm esto no le afectó: a quienes se deseaba colocar contra él, o bien no creyeron la historia, o bien no pensaron tener nada que decir al respecto; y los demás, aquellos que se sentían escandalizados, de cualquier forma no le habían tenido jamás ningún aprecio. El hecho de que Hitler haya intervenido y haya seguido protegiendo a quien se encontraba, en un sentido pequeño burgués, ``comprometido'', dio, por primera y última vez, una imagen casi simpática de los dos personajes odiosos. La gente más correcta debió decir que verdaderamente era algo hermoso que Hitler protegiera a su soldado, a pesar de todo lo que los periódicos podían despotricar acerca de su vida privada. Sin embargo, el hecho de que periódicos entregados con predilección a un ``liberalismo ilustrado'' se pusieran de pronto a gritar ``pederasta'', como la esposa histérica de un pastor, debió resentirse como algo fuera de lugar y poco delicado. Recuerdo cuán terriblemente ridículo y penoso era ver un periódico berlinés vespertino cuya redacciónÊestaba integrada casi exclusivamente por homosexuales más bien emprendedores, diferenciarse mediante encabezados burlones e indignados, como si no hubiera otra cosa que reprochar a los nazis que la vida amorosa de ese capitán gordo.
Sin embargo había, y sigue habiendo, mucho que reprocharles. Ni siquiera es posible darles crédito porque al menos sobre la cuestión de la homosexualidad hayan sido valientes o consecuentes. Hitler protegió a su camarada mientras lo necesitaba, después ya no. Cuando decidió abandonarlo, cosa que hizo de manera radical, lo acusó de tener ``inclinaciones particulares''. ¡Algo de lo que supuestamente no se había enterado hasta entonces el jefe supremo! Y Hitler se escandalizó, como se escandalizaron por su lado los periódicos liberales. El doctor Goebbles tuvo incluso ganas de vomitar. Y esas ganas también las sentimos nosotros, aunque no por el tema de este affaire, sino por aquella indignación tan hipócritamente descarada.
Uno comprende muy bien que en la ``villa'' de Röhm -que de ``villa'' no tenía nada, sólo era una taberna- las cosas hayan sucedido de forma muy diferente de lo que cuenta Goebbels (alguien como él no va a tener súbitamente el impulso de decir la verdad). Pero aun suponiendo que el más importante de los jueces haya realmente visto las ``escenas asquerosas'', dado que al final de cuentas cuando uno ingresa como intruso en la habitación jamás asiste al espectáculo, no serían esas escenas las que nos revolverían el estómago. Más bien nos harían pensar que incluso entre estas gentes, a las que consideramos bestias feroces, existe un tipo de contacto humano al parecer ordinario. No es lo que la prensa de izquierda señalara contra Röhm, con insistencia tan especial, y luego Hitler, lo que nos hace rechazar a Röhm, sino el simple hecho de que él, como todos los dirigentes nazis, era un bribón de barbarie cínica.
Pero dejemos allí a Röhm. Nos oponemos a que se diga que un hombre que prefiere su propio sexo al femenino tenga las ``inclinaciones particulares'' del capitán Röhm. A lo sumo, y en el peor de los enojos, se le puede gritar a un mentiroso empedernido que miente tanto como el ministro alemán de Propaganda, pero es como si se pretendiera que alguien que tiene un pie deforme, el mismo padecimiento del ministro Goebbels, se situara por ello en su mismo nivel moral. De un homosexual se podría finalmente constatar que tiene las inclinaciones de Leonardo da Vinci o de Sócrates. Lo cual sería igualmente estúpido. Quien siente una atracción ``por su propio sexo'' no es en realidad otra cosa que un burgués más, o un obrero más o menos aplicado. No es, por si todavía se duda de esto, ni más genial, ni más bestial (Ni Leonardo da Vinci, ni Röhm).
Que finalmente se comprenda: es un amor como cualquier otro, ni mejor ni peor. Con tantas posibilidades de lo sublime, enternecedor, melancólico, grotesco, bello o trivial, como el amor entre un hombre y una mujer. Ha habido épocas o lugares en los que este amor era totalmente parte de las costumbres, ha habido otras en las que no era común, o en las que los imbéciles pensaban que era depravado. Un número enorme de hombres y mujeres lo conocieron a lo largo de sus vidas; un número relativamente pequeño sólo conoció eso. Están quienes son exclusivamente homosexuales -tipo humano al que no se accede por la tentación o la costumbre, y que sólo da el nacimiento. Este tipo se encuentra en todas partes, con más frecuencia en los países germánicos, particularmente en Alemania e Inglaterra. En los países orientales, el amor que se considera normal es el bisexual, para las mujeres y para los jóvenes.
¿Pero habrá que seguir pensando que quienes son exclusivamente homosexuales forman un grupo homogéneo? La infortunada apelación de ``tercer sexo'' contribuyó a crear este error, más bien ingenuo. A decir verdad, entre quienes son exclusivamente homosexuales encontramos todas las categorías, desde el esteta decadente al mozo de cuadra; no hay simplemente un grupo ``activo'' y otro ``pasivo'', sino todo tipo de actividad y de pasividad, con todos los matices posibles entre estas dos condiciones de sensibilidad. La homosexualidad era muy común en los estados militares que preconizaban el ascetismo (Esparta, Prusia) y en las civilizaciones decadentes muy refinadas (la Roma tardía, París y Londres cerca de 1900). También jugó un papel importante en épocas que tenemos la costumbre de llamar épocas de esplendor: piénsese en los mejores momentos de Atenas, en el Renacimiento. Desde siempre ha habido cientos de tipos diferentes de homosexuales, también los muy mediocres y desastrosos. Es innegable que un número relativamente grande de genios de la humanidad se inclinaron por esta forma de amor, genios de todos los campos y en todas las formas, por razones cuya complejidad no cabe discutir aquí. Se dice de buen grado, con acento un tanto necio, que estas inclinaciones particulares son ``desgraciadas'', y es posible que la vida de quien gusta de los chicos, los adolescentes o los jóvenes, tenga más sufrimiento y confusión, más renuncia, amargura y desilusión que la vida de un individuo al que se considera ``normal''. Pero a veces los sufrimientos desembocan en un comportamiento lastimero y llorón, en otros momentos, en desesperación sin salida; y, en ocasiones, también en una producción voluminosa. Lo que estas inclinaciones particulares han dejado por el mundo, al obligar a quien las tiene a manifestarse, no es en realidad una multitud de penas, sino la dicha que brinda una variedad de creaciones. Y aunque éstas sean, como toda gran creación, producto de muchas desventuras, no por ello pierden ni su esplendor ni su poderío.
¿Sabemos todo eso? ¿Desde hace mucho tiempo? Pero en el país que pensaríamos más ilustrado, el país más progresista del mundo, la forma de amor que aquí evocamos es desde ahora objeto de una represión terrible. Y en cualquier periódico de izquierda se leen bromas idiotas sobre los traseros, mientras que al mismo tiempo, en Berlín, se organizan ``redadas nocturnas contra homosexuales'' a quienes luego se envía a los campos de trabajo.
Algo que les va muy bien a los nazis es, por un lado, formar camarillas de homosexuales, y por el otro, arrestar homosexuales, castrarlos o asesinarlos. La izquierda debería mostrarse más lúcida. Por el momento adopta, justamente sobre este tema, los prejuicios más pequeño burgueses. Y lo hace con la explicación de que a los jóvenes que viven en los campos se les conduce inevitablemente a dormir unos con otros. Sin embargo, habría que informarse si algo semejante se prohibía en las asociaciones juveniles de izquierda o proletarias. La respuesta asombrará a quienes consideran a la homosexualidad como una particularidad del fascismo. Lo que habría que poner en la picota y rechazar es el espíritu de estos campos, no el hecho, muy obvio, de que también allí encuentre uno invertidos, o gente dispuesta a interpretar el papel de ``buenos camaradas''. Según se dice, las ``ligas'' siempre han tenido un carácter homoerótico, y el fascismo se basa en el principio de las ``ligas''. Pero dejemos a un lado el problema de saber en qué medida aquel que es un invertido se siente realmente atraído por el espíritu de las ``ligas''. A menudo es alguien enfermo de soledad, un tímido a quien se le reprocha su carácter poco social. Pero admitiendo que todos los invertidos buscaran las ligas masculinas, y que dichas ligas llevaran para siempre el estigma de la inversión, lo que importa es el espíritu que ha inspirado la formación de esa liga, y no el cimiento erótico que une a sus elementos. ¿Acaso una ``liga'' tiene necesariamente un carácter fascista, enemigo del progreso? También Walt Whitman quería una liga de hombres unidos por el amor, la liga de la resplandeciente camaradería sobre todo el continente. Y la convocaba con estas palabras: ``¡Para ti, Oh Democracia!'' En él vemos surgir fervorosamente del pathos homoerótico lo que es democrático, igual que en Stefan George surge, como el más serio y sólido de los vínculos, lo que es aristocrático.
El ejercicio final consiste siempre en llegar hasta el jefe supremo: la deificación de su persona tendría, conciente o inconcientemente, un carácter homosexual. Si uno le pregunta a un joven hitleriano que tiene una noviecilla si siente atracción por el jefe supremo, éste responderá con una carcajada o lo tomará como una ofensa. Esta reacción no excluye al complejo inconciente que puede existir en muchos casos. Sin embargo, la cuestión decisiva sigue siendo: ¿a qué jefe ama uno de semejante manera? ¿Han olvidado los marxistas que el dogma y el tipo de jefe que combatimos está determinado por factores económicos? ¿Han olvidado que Hitler, al que sin duda aman de manera más cálida y más histérica las mujeres pequeño burguesas que los hombres, viriles o afeminados, no llegó al poder gracias al ``contagio de la juventud alemana por la homosexualidad'', sino porque Thyssen lo financiaba, y porque las mentiras pagadas sembraron la confusión en las mentes de quienes tenían hambre?
Se está haciendo del ``homosexual'' el chivo expiatorio, un poco ``el judío'' de los antifascistas. Y esto es abominable. Tener en común con bandidos inclinaciones eróticas particulares no hace bandido a una persona de golpe. De ninguna manera arremeto contra puertas abiertas al enunciar una evidencia semejante. Muchas de las conversaciones que he tenido y la lectura de artículos totalmente indignos en los diarios, me comprueban que desgraciadamente es necesario repetir estas evidencias. La homosexualidad no es algo que se deba ``extirpar'' y, si lo fuera, la humanidad entera saldría empobrecida, perdiendo algo incomparable que le debe. El sentido del nuevo humanismo, para el cual el socialismo sería una condición previa, no puede consistir más que en una cosa: no sólo tolerar aquello que es humano y que no ocasiona desmanes criminales en la comunidad, sino integrarlo, amarlo y hacerlo aceptar, para beneficio de todos.
Traducción y nota: Carlos Bonfil
Heredada de las crónicas de salón de la República de Weimar, la imagen que se conserva de Klaus Mann es la de un eterno adolescente. O la de un esteta al que le gustaban los viajes, los buenos hoteles, las desveladas en centros nocturnos y los muchachos guapos, dando la impresión de que ningún capricho se le negaba. Este es un retrato injusto que destaca las apariencias de una jeunesse dorée e ignora las inquietudes que podía tener. La vida trepidante que llevó Klaus Mann en los años veinte al ritmo de su época, como él pretendía, ¿acaso no fue otra cosa que una máscara?
Indudablemente. Debió sufrir por ser hijo de Thomas Mann, y tal vez incluso por ser sobrino de Heinrich pues él los admiraba, y ¿cómo escribir sin sentirse aplastado por la presencia demasiado familiar de tales modelos. No se emprende una autobiografía a los veinticinco años, como él lo hace con Soy de mi época, sin tener problemas de identidad. El dramaturgo Carl Zuckmayer, que lo conoció bien, lo describe como un joven pálido que llevaba estigmas de torturas morales.
Sus Diarios están llenos de viajes en automóvil o en tren por toda Europa, cines de ciudad en ciudad, cuartos de hotel, incesantes llamadas telefónicas: toda una época está ahí. Con mayor razón porque pretende apegarse, como lo anuncia al principio de 1931, a los ``hechos más objetivos''. Día a día anota, con extremada concisión, sus actos, su comportamiento, sus encuentros, sus lecturas, y de vez en cuando sus reflexiones sobre tal o cual tema. Siempre sin muchos comentarios. Para quien conoce bien la Alemania y la Francia de los años treinta, todas las personalidades que aparecen en estas páginas se convierten un poco en conocidos con los que uno acostumbra cruzarse en la calle, a la carrera. Pero Klaus Mann tiene preocupaciones documentales menos históricas que personales, existenciales. Transcribe sus conquistas hasta en los bajos fondos de las grandes ciudades, con todo y las desventuras que puedan surgir de ellos, como en Marsella. Dado el caso, no duda en confesar su placer en situaciones perversas, como el amor entre tres: ``bastante chistoso, vulgar y excitante''. Klaus Mann expone su patología fríamente en estos Diarios. Y, con mucho pudor, expone también su sufrimiento. El deseo de muerte aparece y reaparece, ese ``inefable deseo de paz, de nada, de disolución'', como anota el 1¼ de junio de 1937. La droga es su cárcel. Cuando decide ``radicalmente'' dejar de tomarla, siempre cuestiona sus buenas resoluciones. Termina complaciéndose en su estado de dependencia y en su búsqueda infinita de goces, como si fueran una provocación ante un mundo que lo desespera. Escribe el 20 de abril de 1936: ``Apruebo todas las dilapidaciones que he practicado, y que sigo practicando. De ahí provienen tanto mis ocasionales desenfrenos como mi inclinación por la droga.''
El combate antifascista, a partir de 1933, lo solicita. El 14 de mayo de 1933 lo vemos emigrar a París, al hotel Jacob. Pero ¿qué significa emigración? Ilusiones, encuentros, polémicas entre emigrados. Todo esto aunado a la falta de dinero y a la dificultad de hacerse entender. Como espectadores impotentes, asistimos a las victorias sucesivas de los nazis. En suma, nada que pudiera sacarlo verdaderamente de su malestar y liberarlo de su ``complejo suicida''. El año de 1937 termina con una ``tristeza de muerte'' y una ``depresión violenta''. Lo más conmovedor es la breve reflexión que intenta hacer sobre su condición homosexual: se siente condenado a las relaciones físicas de paso, sin amor duradero. Y, por lo tanto, sin un equilibrio sexual ni sentimental. Decía que Gide, a quien admiraba, le había enseñado a través de sus libros la necesidad de introspección constante y la sinceridad a toda costa. Sus Diarios tienden a probar que aprendió bien la lección. Pero la búsqueda de sí mismo fue para Gide una fuente de vida: ¿podría serlo también para Klaus Mann? La lectura de sus Diarios, que llevaba para él solo y que nunca habría pensado publicar tal cual, conduce más bien a dudarlo.